Ahora sólo somos buenos amigos. De esos entrañables, que por mucho tiempo que pase sin vernos, nos llamamos y en la distancia nos ponemos al corriente de nuestras vidas. De esos que siempre están ahí. Pero antes además de amigos, fuimos socios y compañeros de aventura. Marià (Mariano en castellano) y yo nos conocimos haciendo un curso avanzado de alpinismo invernal.
Ambos teníamos ya un amplio bagaje de ascensiones por el Pirineo, los Alpes, los Andes y el Himalaya, y desde el primer momento congeniamos perfectamente. Tras ese curso hicimos muchas ascensiones, en las que fuimos desarrollando lo que podríamos llamar “la cordada perfecta”. Compenetrados y complementados, Marià ponía la técnica y la excelente forma física, yo aportaba la seguridad y la creatividad. Juntos nos formamos como guías de montaña en la Escuela Española de Montaña de Benasque. Juntos fundamos y creamos desde la nada una empresa de deportes de aventura y escuela de montaña y escalada, Catalonia Adventures. Y juntos vivímos mil aventuras en paredes de roca, barrancos de ríos, cascadas de hielo o cumbres nevadas, como la que te traigo hoy.
Estaba siendo un invierno duro, aunque ya tocaba a su fin aquella semana de marzo. Disponíamos de un día libre entre semana, sin clientes ni alumnos que enseñar a escalar o guiar, así que nos tomamos ese día de descanso como solíamos hacer: saliendo al monte.
Conocíamos muy bien la zona del Pirineo Oriental, tanto por su vertiente española como por la francesa, por las numerosas veces que habíamos estado en él, pero había un lugar en concreto en el que no habíamos estado nunca. Un pequeño valle de difícil acceso, cerca de grandes cumbres muy conocidas y transitadas, que precisamente por eso, quedaba bastante en el anonimato, porque la mayoría de montañeros dirigía sus esfuerzos a las montañas con más nombre. Ese valle encarado al norte, alcanzaba altitudes por encima de los 2400 m., por lo que estaba garantizado que encontraríamos mucha nieve y hielo en el trayecto.
Me vas a permitir que no desvele su ubicación exacta para preservar su poca presencia humana, pero te diré que para llegar hasta él, era necesario hacer un recorrido de más de dos horas por las estrechas carreteras francesas de la cara norte del Pirineo, después unos diez kilómetros de pista en mal estado hasta el punto en que tenías que dejar el vehículo y seguir a pie. Luego andar dos o tres horas más, dependiendo de hasta donde llegara la nieve, para llegar a un pequeño circo glaciar donde, según el mapa, tendríamos variedad de pequeñas cumbres repletas de paredes y canales de nieve para escoger.
Más que llegar a una cumbre del lugar, que seguramente se habría hollado en multitud de ocasiones, nos hacía ilusión hacerlo por una vía difícil, por la que probablemente seríamos los primeros en hacerlo, ya que no encontramos reseñas escritas que lo constatara.
La víspera por la tarde, pertrechados con cuerdas, piolets, crampones, tornillos de hielo y todos los elementos necesarios para la escalada invernal, además del saco de dormir y un poco de comida, cargamos las mochilas en el maletero del coche e iniciamos el largo recorrido motorizado. Ya oscurecido aparcamos en un recodo de una pista forestal, justo donde la nieve del camino no permitía avanzar con el vehículo y empezamos a caminar enfilando un pequeño valle, en el que según el mapa cartográfico encontraríamos una pequeña cabaña de pastor.
Una hora y media más tarde estábamos extendiendo nuestros sacos de plumas en el interior de la cabaña, mientras calentábamos una sopa de sobre en el fogoncillo de montaña. En estas salidas compartidas con mi amigo, nos sentiamos muy relajados, sin la tensión de tener que estar pendiente de clientes a los que estas guiando, y las risas y bromas estaban aseguradas entre nosotros. Marià, haciendo gala de su origen del Penedès, comarca vitivinícola conocida por el buen cava que elaboran, como en otras ocasiones acarreaba una botella de cava, de la que dimos buena cuenta durante la frugal cena. Aunque el aire se colaba por los resquícios de las paredes de piedra seca y el frío era intenso, nos dormimos pronto y rápido, seguramente ayudados por los efluvios del cava.
Nos despertamos al alba, un poco de café caliente y unas galletas nos dieron el ánimo suficiente para afrontar la inédita ascensión que nos esperaba. El día amaneció gris, aunque la reverberación de la nieve producía una inusitada luminosidad. Subíamos por la cuesta de nieve con las pesadas mochilas, oteando el circo de montañas que cerraban el horizonte delante nuestro, y confieso que en mi estomago sentía las mariposas aleteando como siempre que me enfrento a una nueva situación, a una desconocida escalada.
Llegó un punto en que la pendiente ganó verticalidad y tuvimos que ayudarnos con los dos piolets para progresar. El color gris del cielo pasó a ser prácticamente negro y empezó a nevar tímidamente. Cuando la cosa ya se puso realmente vertical, sacamos las cuerdas de la mochila, nos pusimos los arneses de seguridad y nos encordamos. Marià avanzaba delante de mí, abriendo vía. Siempre ha tenido más técnica y ha sido más valiente que yo.
Entre negras nubes vimos un estrecho corredor de nieve del que asomaban aquí y allá pequeños resaltes de roca destacando sobre el blanco hielo, que ascendía casi vertical hasta una punta nevada que parecía una cumbre. Hacia allí dirigimos la cordada.
Durante un par de horas seguimos trabajando bajo una cada vez más intensa nevada, ascendiendo con dificultad. Alguna estaca de nieve o tornillo de hielo colocado estratégicamente por Marià primero y recuperado por mí después, nos brindaba una relativamente falsa sensación de seguridad. El frío mordía cada vez más, a la nevada se le unió el viento que fue aumentando de intensidad, hasta convertir aquella canal de nieve, en una maldita canalización de desagüe de nieve en grandes cantidades. La tormenta estaba totalmente desatada y nos azotaba con violencia. Con toda la ropa de goretex puesta, el pasamontañas bajo el casco y las gafas de ventisca, apenas lograba intuir por donde seguía la ruta, pues la cuerda desaparecía de mi vista a dos metros escasos de mí.
Estábamos sumergidos en un aluvión de nieve que no sólo frenaba nuestro avance, sino que prácticamente nos empujaba hacia abajo. De repente sentí el chirriar de las puntas metálicas de los crampones sobre la roca, sin darnos cuenta, debido a la nula visibilidad nos habíamos desviado de la línea imaginaria de ascenso en el hielo y nos habíamos metido de lleno en la verticalidad de las rocas.
En esa precaria situación debíamos tomar una decisión. Habíamos invertido mucho tiempo en llegar hasta allí, no sabíamos cuanto nos quedaba hasta la cumbre y se estaba haciendo tarde. Aunque con Marià habíamos desarrollado un código de gestos y miradas que nos permitía entender perfectamente lo que pensaba el uno o el otro, nos teníamos que comunicar a gritos. Los dos nos entendimos rápidamente, había que salir de allí bajando y había que hacerlo ¡ya! La única opción era montar una cuerda y bajar rapelando.
El problema entonces, era que al desorientarnos y apartarnos de la nieve y el hielo, no había posibilidad de montar un tornillo o estaca donde colgar la cuerda. Marià me dijo a gritos: «el tronquito», señalando hacia un pequeño arbusto que apenas sobresalía de la roca.
No nos quedaba otra que confiar en un arbusto de un palmo de largo con un tronquito central de apenas dos centímetros de grosor, y esperar a que aguantara nuestro peso al descolgarnos con la cuerda.
El matojo aguantó y encadenamos varios rapeles más, montando cuerdas en rocas y arbustos varios, descendiendo hasta que la pendiente fue perdiendo verticalidad. Seguíamos con muy poca visibilidad y casi sin percatarnos llegamos a la base de la canal de nieve. El último rapel lo bajé después de Marià y en el momento de soltar la cuerda, sintiéndonos ya en suelo cercano a la horizontal, ambos nos abrazamos gritando de alegría.
Nos sentíamos felices, nos sentíamos vivos.
Seguía nevando, aunque con menos intensidad, y aún nos quedaba desandar el camino hasta el coche, pero dadas las circunstancias, aquello sería “un paseo en la nieve”.
No hay fotos de aquella salida, pero sí un recuerdo muy vivo de esa corta pero intensa experiencia, de esos recuerdos que se quedan grabados y que te forman como montañero y como persona.