O al menos así reza el dicho popular, que como todos los dichos populares se fundamentan en una verdad, aunque no absoluta. Siempre hay una excepción que confirma la regla, y yo experimenté esa excepción en mis propias carnes.
Llevábamos ya muchos kilómetros sufriendo el calor de agosto viajando por el sur de Marruecos, circulando con la pantalla del casco abierta y todas las cremalleras de chaqueta y pantalón desabrochadas, buscando la mínima aireación que proporciona la marcha sobre la moto.
Era un viaje sin un objetivo definido, simplemente un par de amigos dando una vuelta en moto por el reino Alauita, con fecha de salida pero sin fecha de vuelta, por eso al llegar a Merzouga decidimos tomarnos unos días de descanso.
En ambientes moteros y viajeros, se había puesto de moda el alberge de Alí el Cojo, un personaje peculiar a quién a pesar de faltarle la pierna derecha, conduce por las dunas locales con una habilidad sorprendente cualquier vehículo todo terreno que caiga en sus manos. Pues bien, precisamente porque estaba de moda, no nos alojamos allí, sino en otra kasbah cercana.
Al segundo día de disfrutar del dolce far niente, nos surgió la oportunidad de realizar una excursión por las dunas del Erg Chebbi en dromedario. Quizás por aburrimiento o porque en el fondo también somos turistas, por más que nos creamos viajeros/aventureros, aceptamos el ofrecimiento.
El Erg Chebbi es un mar de arena, pequeño en comparación con la inmensidad del Sahara, pero suficientemente grande como para tener la sensación de perderte en el desierto, cuando te adentras en él. Sus dunas ocupan una superficie de 22 kilómetros de largo por 5 de ancho, en los que solo hay arena y más arena. Aprovecho para recomendarte, si alguna vez visitas el lugar, que pases una noche al menos, durmiendo sobre la arena, lejos de kasbahs y albergues, sin techo y sin tienda, bajo las estrellas. Pocas veces me he sentido tan pequeño como la vez que yo lo hice. Aquella noche, una manta y un saco de dormir me bastaron para entrar en sintonía con el universo, en aquel vivac improvisado. Pero eso fue en otro viaje, muchos años antes.
El viaje del que te estoy hablando ahora, era mucho más prosaico, así que una vez ataviados con pantalón corto, camiseta, chanclas de goma y gafas de sol, nos montamos en los respectivos dromedarios, acompañados por el joven saharaui que hacía de guía.
El chico apenas hablaba francés, así que en silencio y a paso lento nos fuimos alejando de las construcciones habitadas. El movimiento acompasado del animal, mecía mi cuerpo suavemente a derecha e izquierda, con tal cadencia que hacía que mi mente fluyera relajadamente. Hubo un momento en que casi llegué a desconectar el pensamiento. De repente una sensación conocida pero desubicada me trajo de nuevo a la plena conciencia, era una gota golpeándome el rostro.
¿Una gota en la cara? No es posible, pensé. Aunque geográficamente el Erg Chebbi no es el desierto del Sáhara, no deja de ser una zona desértica en la que nunca llueve. Después otra gota. Y otra más. Y después muchas más. ¿Nunca llueve en el desierto?
Mi compañero y yo nos miramos sorprendidos. El joven guía nos miró sonriendo, deshizo el turbante que llevaba en la cabeza y se lo volvió a poner de modo que le cubriera la cara, dejando tan solo una pequeña ranura en la tela por donde mirar, y seguimos avanzando.
El cielo se oscureció apagando el fuerte brillo del sol, la lluvia se intensificó llegando a resultar molesta. Pero seguimos avanzando convencidos de que aquello era tan poco frecuente, que debería durar muy poco más. ¿Qué importaba mojarnos un poco? Incluso lo agradecíamos después de tanto calor en la carretera.
Al poco rato a la lluvia se le sumó el viento, de tal manera que los impactos de las gotas de agua en las zonas descubiertas del cuerpo, la cara, los brazos y las piernas, resultaban casi dolorosos. Decidimos parar a esperar que dejara de llover. El chico hizo que los dromedarios doblegaran las cuatro patas y se recostaran sobre su cuerpo, cuando estuvieron acostados los animales se puso en cuclillas muy pegado a uno de ellos, de manera que le hacía de paraviento. Nosotros le imitamos y nos arrodillamos junto al otro dromedario. La temperatura empezó a bajar.
Estábamos a la intemperie, en chanclas bajo una tormenta de lluvia y viento, con la poca ropa que llevábamos empapada, piel con piel con los dromedarios. Pasaron los minutos y mi sorpresa llegó al límite, cuando los golpes en mi piel dolían de verdad, y al observar que en la arena golpeaban pequeñas bolitas de hielo que se fundían en cuestión de segundos. ¡Estaba granizando!
El guía hizo levantar de nuevo a los animales y con gran rapidez y habilidad, desató las pequeñas sillas de montar y les despojó de las gruesas mantas que llevan entre la joroba y la silla. Nos ofreció una a nosotros y él se cubrió con la otra.
La escena era cuanto menos curiosa, literalmente adosados entre nosotros y al animal, con una pesada y apestosa manta cubriendo nuestras cabezas, temblando de frío y esperando que dejara de granizar.
Cuando empezaba a extenderse sobre la arena un ligero manto blanco, dejó de caer hielo del cielo y rápidamente se abrieron las nubes, dejando ver de nuevo el sol. En pocos minutos volvió el bochorno, ahora acrecentado por los vapores que desprendía la arena húmeda. El guía volvió a ensillar a los dromedarios, mientras repetía shukraan, shukraan, in sha allha, nos montamos en ellos y emprendimos el regreso.
En el trayecto de vuelta intentamos preguntarle al chico si la kafkiana e increíble tormenta que habíamos sufrido era algo habitual, pero nuestra ignorancia del idioma árabe y su desconocimiento del francés, hicieron imposible toda comunicación.
Llegando a nuestro albergue en cambio, sí que se hizo entender, y a su manera nos dijo que le acompañáramos a comprar alfombras a buen precio, al taller de su familia. Esas frases de “el taller de mi familia” y “alfombras a buen precio” la he escuchado tantas veces en tanta ocasiones que he viajado por Marruecos, que declinamos su invitación.
Y es que ya teníamos cubierto el cupo de turistas por una buena temporada.