PROCRASTINACIÓN

Cuando conectó el portátil y abrió el correo electrónico, un vistazo en diagonal le bastó para ver que todos eran correos habituales: del banco, la biblioteca o el gimnasio, seguramente informándole de algún recibo pendiente, una novedad editorial o el cambio de horario de apertura. Todo muy normal. Al final de los nuevos mensajes del buzón de entrada, había uno en el que el asunto ponía “Hola”, cuando vio el remitente se quedó helada.

El correo lo enviaba Toño Gil Fernández, su marido, fallecido hacía un año y medio.

El corazón le dio un vuelco.

Su primer impulso fue abrir el correo para leerlo, pero inmediatamente pensó que debía ser un error, y recordó el peligro de correos maliciosos y virus informáticos. 

No lo abrió.

Se quedó unos instantes pensativa, decidió que tenía que borrarlo.

Sin embargo algo en su interior le impedía hacerlo, como si eliminar un correo electrónico de la bandeja de entrada, fuera un acto en contra de la memoria de su marido. 

No lo borró.

Entonces cerró el portátil, dejando para más adelante la decisión sobre que hacer con el misterioso email. Se termino el café con leche todavía humeante, el primero del día, se puso el abrigó, cogió el bolso y salió de casa para ir al trabajo.

Cuando el convoy del metro al que debía subir llegó al andén, miró el reloj casi automáticamente: las ocho y veinte, cinco minutos más tarde de lo habitual. Sin duda la llegada del mail la había entretenido más de la cuenta.

Se había acostumbrado a ir en metro a todas partes. Desde aquel fatídico día del accidente, le había cogido un miedo atroz a conducir. Las estaciones de metro se sucedían mientras escuchaba música con los auriculares puestos, aún así sabía en todo momento, en que tramo del trayecto estaba, sin tener que mirar el nombre de la estación.

Pero esta vez era distinto. La idea del correo electrónico con el nombre de su difunto marido en el ordenador de casa, le martilleaba el cerebro. Estaba tan absorta en ese pensamiento, que hasta en tres ocasiones se sobresalto y tuvo que mirar el letrero luminoso anunciando la próxima parada.

Sentada en su mesa de la oficina de la agencia de publicidad, en la planta dieciocho del edificio, podía ver gran parte de la ciudad, y si estiraba un poco el cuello por encima de la pantalla del ordenador del trabajo, alcanzaba a ver un trocito de mar. Sobre la mesa un teclado y una pantalla, a la izquierda un montón de carpetas con los nombres de distintas campañas, a la derecha en un lugar destacado, una foto de Toño y ella. Cada vez que la miraba se acordaba de lo felices que eran en ese viaje a Córcega. El viaje de bodas, tres veranos atrás.

Como cada mañana introdujo la contraseña en el ordenador y entró en el sistema informático de la empresa. De forma automática se descargaron los emails de la empresa. Aunque desde el trabajo podía conectarse a internet y consultar su correo particular, no lo hacía nunca. Tenía muy claro que no debía mezclar lo profesional con lo privado. Pero al ver los mails laborales estuvo tentada de buscar el extraño correo recibido en la mañana. 

No lo hizo.

Las horas en la oficina transcurrían con la pesada losa de la duda, ¿qué contendrá el email de Toño? Y seguía preguntándose si abrirlo o borrarlo directamente. Todavía no se decidía a tomar una decisión.

No le contó a nadie sus pensamientos. Desde que aquel coche se saltó el semáforo en rojo y le arrebató a su marido, dejándola a ella con vida, se había vuelto mucho más reservada. 

Sabía de los mails trampa, había leído en algún sitio que eran correos que si los abrías, se descargaba un programa malicioso en tu ordenador y podía robarte datos bancarios o bloquearte el ordenador.

«Lo más probable es que alguien haya hackeado la cuenta de correo de Toño, en desuso desde su muerte, enviando correos a todos sus contactos con algún archivo infectado» pensó.  

A la hora del descanso para comer, tenía bastante claro que en su portátil había un mail potencialmente peligroso que tendría que borrar. En cuanto volviera a la oficina lo borraría.

No lo hizo.

Como cada tarde a la vuelta de la comida, la calma reinaba el ambiente de la oficina. Durante un rato dejaban de oírse teléfonos sonando, impresoras publicando notas de prensa o fotocopiadoras escupiendo dinA4. Entonces, luchando contra el sopor habitual a esa hora, una idea cruzó su mente: ¿Y si hubiera alguna posibilidad de que realmente Toño quisiera contactar con ella?

No era posible, lo sabía. ¡Pero es que se querían tanto! Hasta aquella noche que un conductor les embistió. Toño pasó tres días en coma, hasta que los médicos no pudieron hacer nada por mantenerlo con vida. Ella en cambió salió con una pierna fracturada, físicamente viva, pero anímicamente muerta.

Por otro lado sentía temor de que pudiera ser verdad. Todo eso del más allá, los espíritus y el esoterismo, le producía respeto, por no decir miedo. 

Poco a poco se fue instalando en su mente la idea de que Toño quería contactar con ella, y al acabar la jornada laboral, le apremiaba llegar a casa y leer el email.

Al salir de la estación de metro cercana a casa, el otoño empezaba a extender la noche sobre la ciudad. Cuando llegó al piso ya había oscurecido totalmente, y como cada día al entrar, se sentía molesta y triste a la vez.

Desde que se quedó viuda aquella primavera, un año y medio atrás, cada vez que llegaba a casa sentía rabia. Y maldecía al destino por no llevársela también a ella.

Dejó el móvil en la mesita de noche y se cambió de ropa para estar más cómoda, recordó el mail, y volvió a dudar. Pensó que no estaba segura y que más tarde decidiría qué hacer con él.

No tenía ganas de cocinar, se preparó un tazón de chocolate caliente y se lo tomó en la cocina. Entre sorbo y sorbo, le venían pensamientos negativos, en su cabeza se reproducían recuerdos visuales de relatos de terror y películas de fantasmas.

En ese momento la idea del correo de su marido empezó a parecerle más inquietante que romántica. 

De pie en el fregadero, mientras lavaba el tazón y la cuchara, sintió una brisa de aire a su espalda. Como si alguien le soplara en la nuca. Instintivamente se giró y no vio a nadie, sin embargo notaba algo extraño, una presencia desconocida.

Un escalofrío recorrió su espalda. Se apresuró a secarse las manos y aceleró el paso hasta el dormitorio. Se metió en la cama con la colcha tapándola hasta la nariz.

Sabía que era una actitud infantil, pero no podía evitarlo. 

Conectó el televisor del dormitorio, pasaron los minutos y se fue relajando. Poco a poco el sueño la venció y finalmente se durmió. La despertó el timbre del móvil sonando. Lo cogió con los ojos medio cerrados, miró la pantalla y aterrorizada leyó la llamada entrante: Toño.