EN VESPA POR EL SÁHARA

Una tarde de primavera del año 2007, estando en una terraza del Port Olímpic salió la conversación.

–Este verano me voy a Dakar en moto –les dije a mis compañeros de mesa.

 –¡Yo también! –replicó mi amigo Berni, –pero yo iré en Vespa.

Ir hasta Senegal en agosto tiene su punto, hacerlo en moto tiene cierto mérito, pero ir en una Vespa, atravesando España, Marruecos, Sáhara Occidental y Mauritania, tiene mucha dosis de locura.

Superada la primera sorpresa por la noticia, Berni nos dio más detalles de su proyecto. Se trataba de llevar dos Vespas para donarlas a un grupo de maestros que se tenían que desplazar por las aldeas más alejadas con una cierta autonomía. Berni y su amigo Jordi, ambos grandes aficionados a los scooter y en especial a las Vespas, contarían con el apoyo del Vespa Team Barcelona y la Scooter Society, para llevar dos Vespa TX 200 hasta un pueblecito a las afueras de Dakar.

Atravesando el Sáhara Occidental con avisos de minas

También partirían de Barcelona y viajarían en la misma época, aunque saliendo unos días antes que nosotros: “¿te imaginas que nos encontremos?”.

Así quedó la cosa, cada uno de nosotros siguió con las preparaciones de sus respectivos viajes. En mi caso finalmente haríamos el viaje cuatro motos. Pasaron los meses y llegó el momento, tan deseado como esperado de iniciar el viaje. Permíteme mencionarte que en aquella época todavía no teníamos Whatsapp, y puesto que Berni vivía entre Toledo y Barcelona, nos comunicábamos por Messenger o llamada telefónica, por eso sabíamos que las Vespas habían emprendido la ruta hacia el sur unos cuantos días antes que nosotros.

Viajando por Marruecos pudimos encontrar algún cibercafé y conectarnos a internet, de esta manera nos enteramos de una noticia graciosa: en los foros de scooters en los que eran participantes activos Berni y Jordi, habían organizado una porra para adivinar en qué punto del viaje se estropearían las Vespas y se les acabaría el viaje. Yo ya había estado seis veces en Marruecos y el Sáhara Occidental, pero nunca había cruzado a Mauritania. Los días del viaje se sucedían sin más contratiempos que los inherentes a un viaje de estas características, que no son pocos: papeleos de fronteras, controles policiales y calor, mucho calor. 

Casi 50 grados de temperatura ambiente

Ya en Mauritania, después de pasar la noche en Noadhibou y cruzando el país, tuvimos noticias de que teóricamente las Vespas andaban unos pocos kilómetros por delante nuestro. En nosotros tomó fuerza de nuevo la idea: “¿te imaginas que nos encontremos?”.

Y así fue, primero dos puntitos oscuros en la lejanía de la recta carretera, después los puntitos fueron tomando forma, finalmente vimos claramente que se trataba de dos Vespas. Allí, junto a la árida carretera y bajo un sol de justicia nos detuvimos. Saludos, abrazos, felicitaciones y risas, y pasado un rato nos deseamos suerte mutuamente y nos despedimos con un: “a ver quién llega primero a Dakar”.

Berni enfundado en un mono azul, con la Vespa TX 200, en Mauritania
Equipada a tope
Jordi emprendiendo la ruta
¿Quién llegará primero a Dakar?

Volvimos a la ruta dejando atrás a Berni y Jordi con sus Vespas y su menor velocidad, nos acercábamos a Nouakchott y al día siguiente nos esperaba la complicada aduana de Rosso para acceder a Senegal. Por cierto, lo que viví en el paso de la frontera de Rosso, fue tan inverosímil y kafkiano, tal y como narro en mi libro “Dos ruedas y cuatro continentes”, que merece un post entero aparte. 

Una vez dentro de Senegal el único control que sufrimos, fue una parada de la policía senegalesa, en la que sólo comprobaron que lleváramos el carnet de vacunación al día. Llegamos a la población de Saint-Louis, nos instalamos en un hotel y después de asearnos y cambiarnos de ropa salimos a dar una vuelta por la ciudad.

Nos llamó la atención un local llamado Yguane café, que tenía el frontal de un vehículo todo terreno en la fachada y se anunciaba como café cubano. Entramos a tomar algo fresco y en cuanto accedimos al interior del bar nos encontramos de nuevo a Berni y Jordi, esta vez con pantalón corto y camiseta. La casualidad quiso que nos encontráramos dos días después de rebasarlos en la carretera, en un garito de una ciudad de Senegal.

El garito del encuentro

Estábamos a 230 km de Dakar, un puro trámite que recorreríamos al día siguiente, y en aquel bar nos sentíamos relajados. Entre Gazelle y Gazelle, la cerveza africana hecha en Dakar, Berni nos explicó que las Vespas se habían portado de maravilla, que la única avería sufrida, fue un bombilla fundida. Nos dijo en Dakar se encontrarían con Malik, a quien le entregarían las dos Vespas TX 200, y pocos días después volverían en avión a Barcelona.

A nosotros todavía nos faltaba pasar unos días visitando Dakar y la isla de Gorée, y desandar todo el camino recorrido de vuelta a casa. 

LA TORMENTA DE ARENA

Estábamos de vuelta y probablemente tardaríamos cinco o seis días en llegar a casa, pero el hecho de haber superado tantas penurias en el viaje de ida nos brindaba una falsa sensación de seguridad. 

Aunque aún nos faltaban más de 3900 km para llegar, en cierto modo teníamos la sensación del que el viaje tocaba a su fin. 

Volvíamos de Dakar, habíamos cruzado la frontera entre Mauritania y Senegal por el paso de Roso, según dicen una de las peores aduanas del mundo, fama bien merecida como pudimos comprobar en nuestras propias carnes. 

En Mauritania, cerca de Nouakchott, a mediodía y con 50 grados de temperatura, un golpe de calor, casi acaba con la vida de uno de nosotros, de no ser por la rápida intervención de un mauritano que casualmente pasó por allí.

Incluso habíamos tenido que repostar con la gasolina que llevábamos en bidones, para completar las largas distancias sin gasolineras.

Ahora, tras hacer noche en Nouadhibou, dejábamos atrás Mauritania y circulábamos por el Sáhara Occidental a trompicones, debido a los múltiples controles policiales que tenía aquella ruta en aquella época. Con varios viajes por Marruecos y el Sáhara a nuestras espaldas, íbamos prevenidos para estas paradas policiales, y por ello llevábamos fotocopias con la información personal que solían pedir, escritos en francés. De esta manera se agilizaban ligeramente las paradas.

A nuestra izquierda el Océano Atlántico Norte, a nuestra derecha la inmensidad del desierto del Sáhara, enfrente nuestro la ruta de regreso. En este tipo de viajes en el que se cruzan varios países, cada paso fronterizo es una complicación añadida, y en ese momento, aunque aún circulábamos por el Sáhara Occidental, tan solo nos quedaba cruzar la aduana de Marruecos a España, por eso nos sentíamos aliviados y confiados. ¿Qué más nos podía pasar?

Pues pasó algo más.

Levemente, de forma casi imperceptible el aire empezó a levantarse. A los pocos kilómetros, casi sin percatarnos, ya circulábamos por las rectas carreteras con las motos inclinadas hacia la derecha, para contrarrestar la fuerza que nos empujaba hacia el lado contrario. No contábamos con la fuerza de la naturaleza desatada, soplando con todas sus fuerzas y lanzándonos toda la arena del desierto. 

Sin detenernos e instintivamente, cerramos las cremalleras de la chaqueta y la pantalla del casco, a la vez que reducimos la velocidad ante el peligro evidente de caída por el viento. Recuerdo el ruido de la arena golpeando contra el casco, y la sensación de miedo a perder el control de la máquina. Aún con la pantalla totalmente cerrada, el viento y la arena se colaba por cualquier pequeña rendija que encontrara, obligándome a entornar los ojos hasta prácticamente cerrarlos. 

Durante una hora y media seguimos conduciendo bajo el azote de la tormenta de arena, hasta que por fin se fue y lo hizo de la misma manera que vino, lentamente y sin avisar. Cuando llegamos a Dakhla, la antigua Villa Cisneros, pudimos observar la huella que la arena había dejado de recuerdo en nuestras motos: la barra derecha de la suspensión delantera, la culata derecha del motor bóxer y las barras de protección limadas por la arena y la pantalla transparente con la mitad totalmente esmerilada.

Después, en la ducha de la pensión donde paramos a dormir, salió arena de todos los rincones de mi cuerpo, y cuando digo todos, me refiero a todos, no quiero entrar en detalles. Por suerte, uno de los amigos del grupo traía consigo colirio para los ojos, y gracias a él pudimos aliviar el escozor y enrojecimiento producido por la arena, aún con la pantalla del casco totalmente cerrada. Desde entonces siempre llevo conmigo unas cuantas monodosis de colirio.

A la hora de la cena, un muslo de pollo famélico y una coca cola caliente, acompañaron las risas comentando la experiencia, otra más a la saca.