AMAZONÍA

Habíamos llegado el día anterior, después de varias horas navegando por el río Napo en un escueto cayuco sobrecargado con 4 mochileros y un guía local. A pesar de ser un afluente directo del río Amazonas, el Napo en esa época del año llevaba tan poco caudal que en varias ocasiones tuvimos que bajar de la barca y llevarla en volandas a fuerza de brazos para superar algún que otro saliente de rocas. En Puerto Misahuallí la capitanía del puerto nos selló los pasaportes, control imprescindible para poder navegar por los ríos de la Amazonía ecuatoriana. Antes de embarcar Mario, el guía, nos llevó a la cantina del poblado a comprar provisiones para la travesía que nos esperaba por la selva. Aparte de Mario, el grupo lo formábamos una pareja de hermanos israelís, chica y chico, mi compañera y yo, y para semejante grupo las provisiones compradas se limitaron a una bolsa de pan de molde tamaño familiar, una lata de atún en conserva de 1 kg. y 2 botellas de coca-cola de 2 litros cada una, amén de las botellas de agua varias que llevábamos cada uno en la mochila. 

Al desembarcar del cayuco repartimos el avituallamiento entre todas las mochilas y, calzados con botas de agua, nos alejamos de la riba del río siguiendo un pequeño sendero durante 40 minutos, hasta una agrupación de tres chozas con techo de chamizo, elevadas sobre troncos para evitar que las alimañas pudieran acceder a su interior. Nos subimos a una de ellas por unos precarios escalones, era la sobriedad personificada: una estancia diáfana, con el suelo de madera por el que se veía la tierra metro y medio más abajo, abierta a los 4 vientos y rodeada por una barandilla de troncos atados entre sí con cuerdas de cáñamo y liana, sin paredes, sin puertas, sin intimidad. Las otras dos chozas estaban habitadas por varias familias de etnia napuruna, predominante en la zona. Nos habían recibido con amabilidad pero con un cierto aire de recelo, quizá de miedo. Extendimos sobre unos montones de paja y hierba nuestros finos sacos de dormir, la mínima tela para que no nos devoraran los mosquitos y las arañas durante las calurosas horas nocturnas y volvimos a salir a la imaginaria plaza de arena formada por unos troncos horizontales a modo de bancos entre las tres chozas. Allí sentado, me deleité observando como a medida que oscurecía, aumentaba el nivel de los cantos de los pájaros y los aullidos de los monos desde la espesura cercana. Al poco rato se acercó un anciano acompañado de dos hombres más, quienes deduje que eran vecinos del poblado. Nos saludaron estrechando uno a uno nuestras manos y en un momento nos vimos rodeados de niños correteando y riendo junto a nosotros. Apenas hablaban español, nos comunicábamos mediante gestos y gracias a la traducción que nos hacía Mario, que hablaba perfectamente quechua del Napo, el idioma local. Tras un buen rato de plática vinieron las mujeres, portando una gran perola humeante y unos cuantos cubiertos y platos metálicos abollados, en los que sirvieron una especie de puré blanquecino con frijoles. Mario nos explicó que era yuca cocida, que las familias locales compartían la comida cogiéndola directamente con la mano desde la perola y que el hecho de ofrecérnosla en platos era una muestra de bienvenida respetuosa. Tímidamente cenamos lo que nos ofrecieron, más por cortesía que por el sabor de la comida, nuestro paladar urbanita no está acostumbrado a ciertos sabores. La noche avanzó y el cansancio me fue venciendo, hasta que me dormí sobre la tarima de la choza, escuchando cantos, aullidos, pitidos y chillidos de la fauna selvática. La noche pasó con el sueño inquieto por el continuo pero sigiloso movimiento de la cercana selva y al aumentar los aullidos y silbidos con las primeras luces, lentamente nos fuimos desperezando.

Una exótica ducha al aire libre, a base de un cubo de agua fría sujeto con cuerdas en lo alto de un árbol, me trajo bruscamente a la realidad de la selva. Desayunamos galletas con una bebida caliente a base de achicoria, cualquier parecido con el café era pura coincidencia, y nos calzamos de nuevo las botas de agua. 

El guía nos dio unas instrucciones claras: «caminad uno detrás de otro en fila, no alcéis la voz ni hagáis ruido excesivo, vigilad las serpientes que cuelgan de los árboles y mantened los ojos bien abiertos». Acto seguido cogió un puñado de frutos pequeños redondos y rojizos, los estrujo en una mano y con el líquido que desprendían nos marcó dos señales rojas en la frente a cada uno de nosotros. «Es achote» dijo, «nos protegerá allá donde vamos». Después sacó dos enormes machetes, me dio uno y me dijo: «tú irás dos metros detrás de mí desbrozando y cortando, entre los dos iremos abriendo paso, vigila no me des a mí».

Mario era adusto y parco en palabras, por eso cada vez que hablaba los cuatro le escuchábamos con atención. Además, la seriedad de su expresión hizo que su locución me quedara muy presente. Empezamos a andar y a los pocos minutos estábamos dando machetazos empapados de sudor, no eran ni las 10 de la mañana, pero la humedad de la selva invadía nuestro cuerpo. Machete en mano me llamó la atención que era de la marca Bellota, de fabricación española. El avance en la espesura resultaba cansado y farragoso, no solo por el ejercicio físico de dar golpes de machete para abrir un mínimo paso entre ramas y lianas, sino también porque a cada paso que dábamos nuestros pies se hundían en la tierra fangosa y arbórea. Definitivamente las botas de agua de goma tipo katiuska, eran el mejor calzado para moverse en este medio, húmedo y oscuro por la sombra de la selva que lo cubría todo. Yo me sentía totalmente desubicado. Me gusta salir de mi zona de confort, pero aquello era demasiado. Además, seguramente por mi formación de guía de montaña, necesito saber dónde estoy exactamente en cada momento y en aquella tupida selva no conseguía orientarme lo más mínimo. De vez en cuando Mario se detenía un momento, alzaba la vista hacia las copas de los árboles que lo cubrían todo, observaba en qué posición estaba el sol y cambiaba de dirección. También de vez en cuando, nos daba una escueta información sobre los animales que oíamos: ahora un tucán, ahora un mono aullador, o señalaba con el machete y el brazo extendido hacia un colibrí libando una flor, una serpiente enroscada en una rama o una enorme araña peluda en el suelo, que nuestra vista poco habituada no lograba ver por sí sola. En la selva nunca hay silencio. Casi sin avisar, entre machetazo y machetazo, llegamos a un cauce de río. Teníamos que cruzarlo. Nos quedamos en ropa interior y con la ropa en la mochila por encima de nuestras cabezas, entramos en el agua. Acalorados como estábamos, el frescor del agua nos apetecía y el remojón nos sentó bien, aunque la corriente tenía tanta fuerza que cruzando pasito a pasito, nos desplazó bastantes metros de nuestra ruta. Al otro lado del río nos secamos un poco y proseguimos nuestra expedición. El calor húmedo a esta hora ya era asfixiante, y cuando el sol ya estaba casi en el punto más alto del día, llegamos a un pequeño lago. Aquello era paradisíaco. Escondido en la selva amazónica se nos apareció una laguna de aguas tranquilas y transparentes, con una pequeña cascada en un extremo que aportaba un buen chorro de agua constante. A los cuatro mochileros nos parecía que habíamos encontrado un tesoro escondido, y es que realmente lo era. «Aquí comeremos» dijo secamente el guía, «podemos bañarnos antes».

No puedo describir con palabras lo que sentí al zambullirme en aquellas aguas cristalinas. Mi cuerpo caliente y empapado en sudor, rápidamente se refrescó y se mantuvo en una temperatura ideal. Flotando en la laguna, miraras donde miraras alrededor, la espesura de la selva la rodeaba formando frondosas paredes de vegetación, como si de una bañera se tratara, dotando al lugar de una peculiar privacidad. Aquello debía ser lo más parecido a estar en el vientre materno. Estuvimos un buen rato retozando en el agua y después nos repartimos entre los cinco la lata de atún, el pan de molde y las coca-colas que habíamos comprado la víspera en Misahuallí. El “ágape” duró cinco minutos, por frugal y escaso y por el hambre que teníamos. Cargamos la bolsa, botellas y lata vacías en las mochilas, y de nuevo nos adentramos en la selva amazónica. Al poco rato Mario dijo: «si os habéis quedado con hambre, ahora comeremos los postres». Pensé que nos mostraría algún delicioso fruto tropical escondido. Pero no. En medio de aquella espesa vegetación, observamos un claro en el que extrañamente no había ni un árbol o arbusto en un diámetro de quince metros, salvo un endeble arbolito de ramas largas y estrechas, situado en el centro geométrico del claro. «Este pequeño árbol se come todos los nutrientes de su alrededor, por eso no puede crecer nada cerca de él», nos explicó el guía, y añadió: «en él habitan una especie de hormigas que contienen mucho ácido cítrico, aquí tenemos el postre de limón». Nos quedamos todos extrañados y asentimos con una sonrisa, como diciendo: «sí claro». Mario se acercó al arbolito, tomo una rama de la que sobresalía una anómala protuberancia y con el filo del machete empezó a rascar suavemente el bulto hasta que lo agujereó. Del agujero empezaron a salir unas hormigas pequeñitas, de unos dos o tres milímetros de largo. Con la punta del machete raspó el agujero y sacó un puñado de larvas blancas y hormigas correteando, «aquí tenéis el postre ¿quién quiere probarlo?» Quizás por el hambre, quizás por mi curiosidad innata, pero no me lo pensé, dije «¡yo!» alzando el dedo. El resto del grupo me miraba con asco y giraban la cabeza mientras acercaba la boca al machete. Cuando tuve la mezcla de hormigas y larvas en la boca, Mario me dijo: «tienes que aplastar las hormigas con la lengua contra el paladar, o te bajarán las hormigas andando por dentro del cuello». Le hice caso y sentí como chasqueaban los cuerpecitos al chafarse dentro de mi boca y automáticamente me invadía un suave sabor a limón. Dos veces repetí la operación, mientras mis compañeros me decían que estaba loco. Tras esta experiencia gastronómica extrema, proseguimos la excursión.  Seguimos durante horas avanzando a golpe de machete, hasta que de repente la intensidad de la vegetación disminuyó y llegamos a la aldea de la que habíamos salido por la mañana.

Al llegar, Mario nos dijo que por la noche vendría el chamán de la zona, para hacer la ceremonia de la ayahuasca, que esa ceremonia era muy conveniente, puesto que habíamos estado transitando por zonas de la selva en las que habitan los espíritus, ya que ningún ser humano había circulado nunca, o en todo caso hacía mucho que no pasaba nadie. Nos dijo que la ayahuasca nos ayudaría a hacer la limpieza de espíritus malignos que nos hubieran podido seguir hasta la aldea. Y añadió: «si tomas ayahuasca, hablarás con los monos…».

Cayó la noche y empezaron a sonar timbales y cánticos, provenientes de los hombres que se habían sentado en los troncos de la placita central. En el centro, una hoguera proyectaba sombras titubeantes alrededor. Al rato de estar escuchando los monótonos tambores, hizo su aparición el chamán. Iba vestido con ropa occidental, pero con la cara pintada con achote y un tocado de plumas y liana en la cabeza, y cruzándole el pecho, un enorme zurrón curtido en mil ceremonias. Le precedían dos hombres que debían ser sus ayudantes, por la forma en que obedecían sus instrucciones. 

Se sentó y empezó la ceremonia encendiendo un enorme cigarro puro. Algunos hombres y mujeres fueron pasando mientras yo observaba curioso el proceso: la persona a “purificar” se colocaba de rodillas frente al chamán mientras este aspiraba el puro con fuerza, para seguidamente echar el humo a la cabeza de la persona directamente sobre el cabello, después le daba a beber un liquido marrón en un trozo de coco a modo de tazón. Para acabar vertía un chorro de una botella de aguardiente en el mismo coco y también se la bebía de un trago. Todo ello amenizado con el canturreo murmurado del chaman, seguramente invocando a que se marcharan los malos espíritus. Al acabar, la persona ya “purificada” se apartaba a tumbarse en el suelo, lejos de la mirada del resto de gente. 

El guía empezó a calentar agua para cocinar unos espaguetis para el grupo, entonces preguntó quién quería probar la ayahuasca, y otra vez como un resorte, levanté el dedo. «Entonces hablarás con los monos», volvió a decir Mario. 

No soy creyente de espíritus, ni de dioses, ni de religiones, pero la observación de aquella ceremonia me llamó poderosamente la atención y el ansia de probar y conocer me empujó a hacerlo. Nadie más del grupo quiso acompañarme.

Me puse de rodillas ante el chamán, me tiró el humo del puro que estaba casi acabado, y me dio a beber la ayahuasca de color marrón. Tenía un sabor amargo, pero me tragué entera la bebida en el coco que me ofreció, después bebí el aguardiente en el mismo coco y esta vez me costó tragarlo, de tan fuerte que era aquella bebida alcohólica. Me incorporé y me retiré a sentarme en la oscuridad, mientras el chamán seguía murmurando oraciones y los timbales no cesaban. Allí estaba yo sentado, esperando que vinieran a hablarme los monos. Pero no vinieron. En cambio sí que vinieron mis hijas. Míriam y Laura de ocho y cuatro años respectivamente, estaban en España a casi 9000 km. de distancia, y sin embargo las tenía delante. Iban ataviadas con taparrabos y plumas en la cabeza y cuando llegaron a mi lado se pusieron a bailar al ritmo de la percusión que sonaba. Yo estaba sonriendo y preguntándoles cómo habían llegado hasta allí, pero ellas se limitaban a bailar sin contestar mi pregunta. Al cabo de unos minutos de estar viendo con mis propios ojos a mis hijas, sus caritas se transformaron y dejaron de ser ellas. En realidad eran dos niñas del poblado, que habían venido hasta nosotros para dedicarnos unos bailes típicos. Pero yo os juro que vi a mis hijas. El efecto de la ayahuasca se transformó entonces en un terrible mareo. Todo se movía a mi alrededor. Giraban las estrellas, giraba la fogata, giraban las chozas y yo no me tenía sentado. Empecé a vomitar. No quiero ser muy explícito pero te diré que lo hice en grandes cantidades, a chorro y con más fuerza que nunca lo había hecho. Después me dormí. No mucho rato, pues cuando me desperté el chamán ya se estaba retirando. Subí a la parte elevada de la choza donde estaban mis compañeros que me preguntaban si había hablado con los monos. Les estaba contestando que no, cuando vi en un rincón restos de los espaguetis que habían cenado. Sin pensarlo me abalancé sobre la cazuela y los devoré como si hiciera días que no comía. «No he hablado con monos, pero he visto a mis hijas». Me miraron, ahora sí, convencidos de que estaba loco. Ya no recuerdo nada más, hasta que me despertó el canto de la selva al amanecer. 

En aquel viaje por Ecuador también ascendimos los volcanes Guagua Pichincha de 4794 m. y Cotopaxi, de 5897 m. de altitud, entre humeantes fumarolas de azufre. Bajamos en mountain bike, los casi 2000 metros de desnivel desde la cumbre del Rucu Pichincha hasta la ciudad de Quito. Pudimos observar de noche la erupción del volcán Tungurahua, con los ríos de lava incandescente deslizándose por sus laderas. Sin embargo la experiencia más impactante para mí, fue la que vivimos en la selva. La Amazonía me ofreció un viaje tan duro, que no me permitió dedicarme a tomar fotos. De aquel viaje, si no fuera porque quedó el sello del control del puerto de Misahuallí en el pasaporte, creería que fue un sueño.

No fue un sueño.