LA PASIÓN QUE TODO LO PUEDE

Llevábamos varias semanas que indefectiblemente, al llegar el fin de semana se daba la misma circunstancia, lluvia y más lluvia. Pero ese fin de semana, a pesar de que también anunciaban lluvias torrenciales, tenía una particularidad que lo diferenciaba y lo hacía especial. Era el primer fin de semana en el que se levantaba el confinamiento comarcal. 

Después de meses escudriñando los límites de mi comarca sobre la moto, trazando líneas imaginarias en mi mente, ya que no hay no hay rallas pintadas en el asfalto que te indiquen: aquí acaba el Vallès Occidental, se abría ante mí la posibilidad de rodar sin tener que vigilar límites geográficos. Bueno sí, se mantenía el confinamiento de Catalunya, a menos que tuvieras intención de ir al país vecino de Andorra, pero esta incomprensible contradicción merecería muchas páginas de debate, o sea que la voy a pasar por alto. 

El fin del confinamiento comarcal suponía poder rodar junto a amigos de otras comarcas, con quien vamos manteniendo el contacto por redes sociales, pero llevamos meses sin rodar juntos por ocio. Durante la semana fuimos haciendo planes ilusionados con atravesar comarcas sin fin y en grupo más o menos numeroso. Barajamos la posibilidad de ir hasta el Pirineo y buscar un trazado de pistas, o hacer una ruta más asfáltica con muchas curvas, eso sí, todas las opciones pasaban por estar todo el sábado rodando. 

A medida que se acercaba el fin de semana el pronóstico de lluvia se afianzaba con más fuerza y de forma proporcional perdía fuelle el número de amigos interesados en salir en moto. 

De hecho, dos días antes de la salida prevista, había quedado para tomar un café con mi amigo Manel Kaizen en una población a unos 50 km al norte de donde vivo, y por supuesto me alcanzó la lluvia. ¡Pero qué lluvia! Había tramos de la carretera inundados, con vehículos parados en el arcén con los cuatro intermitentes, por el exceso de agua. Yo había salido con ropa de calle y una chaqueta de Barbour muy poco impermeable, aunque en un rincón del baúl de la moto guardaba un pantalón de lluvia que al menos me mantuvo las piernas más o menos secas durante un ratito, pues de vuelta a casa tuve que poner a secar toda la ropa. La cuestión es que la lluvia no pudo con las ganas del café con Manel.

A menudo cuando me alcanza la lluvia circulando en moto, me trae recuerdos de viajes, me evoca lugares lejanos en los que no me ha quedado otra que seguir viajando a pesar del aguacero. Quizá por esto casi me atrevo a decir que me gusta la lluvia en moto. 

Pero entiendo que no a todo el mundo le guste como a mí, por eso entendí perfectamente que el primer sábado de desconfinamiento comarcal, amaneciendo lluvioso y con pronóstico de lluvia para todo el día, sólo fuimos 4 locos apasionados los que nos atrevimos a salir del confort hogareño y enfrentarnos a la intensa lluvia matinal.

Esta no vez me pillaría desprevenido, ya salí de casa equipado con botas, pantalón, guantes y chaqueta de goretex. 

Recorrí con mucha precaución los 30 km hasta el punto de encuentro con mis amigos, aunque había muy poco tráfico, el aguacero provoca una contención a las ganas de salir en festivo de los automovilistas y sobre todo de los motoristas. Ni una sola moto en el recorrido. Hasta llegar al primer semáforo de entrada a Barcelona, en el que vi otro loco como yo esperando el verde. Era Enric, uno de los cuatro apasionados que habíamos quedado esa mañana. Llegamos al punto de encuentro, Pigio estaba esperándonos, al poco rato llego Juan. 

Desayunamos con parsimonia y tranquilamente, charlamos largo y distendidamente y un buen rato después nos decidimos a volver a la incómoda lluvia. Salimos de la ciudad y nos dirigimos a la carretera sinuosa que nos quedara más cercana. Las curvas se sucedían, un cruce tras otro, una subida tras otra, fuimos cruzando poblaciones y enlazando comarcas, hasta que una parada para repostar gasolina, dió por terminado el encuentro y cada cual volvió a su domicilio, casualmente en distintas comarcas. En esta ocasión ninguno de los cuatro hicimos ni una sola foto, quizás por miedo a que la lluvia malogrará el teléfono móvil, pero la cuestión es que nadie lo sacó del bolsillo.

Llegué a casa con la humedad metida en el cuerpo, por experiencia sé que por bueno que sea el equipo que lleves, después de circular durante horas bajo un chaparrón, siempre hay algún resquicio por el que se cuela la humedad. No obstante la sonrisa volvía a brillar en mi cara. Poder compartir con amigos esa pasión, que puede incluso con las inclemencias del tiempo, no tiene precio.

DÍA DEL LIBRO EN PAUTRAVELMOTO

Con Paco nos conocíamos de tiempo atrás, de haber coincidido en alguna que otra ruta en moto. Con Pau sólo a través de este invento, fantástico y maquiavélico a la vez, que son las redes sociales. Hasta ahora. Después de varios intentos, infructuosos por motivos de agenda, por fin pudimos conocernos en persona y chocar puños y codos, cosas de la pandemia, y pasar un buen rato charlando, cómo no, de motos y viajes. Pau y Paco junto con David y María, son el alma mater de PauTravelMoto, https://www.pautravelmoto.com, la conocida tienda de alquiler de motos referente en Barcelona. Entre los dos suman kilometrajes y viajes sobre una moto dignos de quitarse el sombrero, con vuelta al mundo incluida.

A nuestra espalda el rincón del viajero.

Además están de estreno, ya que recientemente se han trasladado a un nuevo local más amplio, más céntrico y más acogedor en el eixample barcelonés. En dicho establecimiento, situado en la calle de la Diputació 18 de Barcelona, encontrarás una amplia flota de motos de alquiler, tanto de carretera como de trail, además de un espacio dedicado al viajero, en el que tienen una amplia bibliografía sobre motos, viajes y viajes en moto, para que puedas preparar tu futura ruta de fin de semana, o tu próximo viaje de 3 meses.

Firmando bajo la atenta mirada de Pau.

Precisamente para este espacio literario es para lo que me contactó Pau, pidiéndome un ejemplar de mi libro “Dos ruedas y cuatro continentes”, modesta aportación para tan selecta biblioteca. Con esta premisa me presenté en “la casa del viaje en moto”, para llevarle a Pau el libro que me había pedido y durante la fluida conversación surgió la idea. Puesto que debido a los tiempos que vivimos condicionados por la pandemia, todavía no había podido hacer una presentación del libro, le propuse a Pau la idea de hacerlo en su local el viernes 23 de abril, coincidiendo con el día del libro. A partir de ese momento todo fueron facilidades. 

Un joven lector agradecido.

El día convenido, Sant Jordi, día del libro, estuve en Pau Travel Moto firmando y dedicando ejemplares de mi libro “Dos ruedas y cuatro continentes” y fueron muchos los amigos que se pasaron por allí, a saludar y charlar sobre nuestra locura común de las motos y los viajes.

Amigos contentos con su libro.

La verdad es que Pau y David me hicieron sentir como en mi casa y las dos horas previstas se alargaron, pero mereció la pena. Desde estas líneas os invito a que conozcáis esta tienda, la casa del viaje en moto, seguro que no os defraudarán las instalaciones ni el trato de sus gentes. 

La simpática Honda Monkey también está disponible para alquilar.

LAS CAFÉ RACER NO SIRVEN PARA VIAJAR

Eso me decían, hasta que salió a relucir mi lado más cabezota y me dije a mí mismo un metafórico “sujétame el cubata”, que es la frase con la que expresamos una innata e inmediata acción de hacer algo llamado al fracaso a todas luces. 

Así pues, espoleado por ese “¿y porqué no?”, amarré un par de alforjas y una bolsa sobre depósito a mi flamante Triumph Thruxton 1200 R y me dispuse a devorar kilómetros. 

¿Que el asiento monoplaza es duro? Sí. ¿Que el espacio de carga es escueto? Vale. ¿Que con mi 1,80 tengo que llevar flexionadas las piernas sobre las estriberas atrasadas? Bueno. ¿Que los seminanillares me obligan a inclinar el cuerpo hacia adelante? De acuerdo. Pero soy un curtido motero/viajero/overlander/devorakilómetros (nótese la ironía) y no hay distancia que me eche para atrás.

Una mañana de primeros de mayo, tras cargar con cuatro mudas, el equipo de lluvia y llenar el depósito, me dirigí a buscar la autopista en dirección a Francia. Sería un viaje sin un objetivo concreto, como me gustan a mí, pero sí con unos sitios determinados que visitar. Me gustaría llegar a Gran Bretaña. Ya veremos. Voy sólo y puedo decidir donde y cuándo parar, como a mí me gusta, así que iré tirando y cuando me canse paro a pasar la noche y seguiré al día siguiente, me dije. Crucé la frontera casi sin enterarme, hice algunas paradas a repostar y beber café. Los kilómetros se sucedían de forma natural. Atravesé el espectacular viaducto de Millau. Venga, un poquito más, me sentía fresco.

El viaducto de Millau al fondo.

Continué empujado por la ilusión del viaje recién empezado. Después de comer ya no estaba tan descansado, pero seguí sin plantearme buscar alojamiento todavía. Un pocos kilómetros más. Hasta que poco a poco, empezaron a molestarme primero el cuello, después los brazos y finalmente las piernas. Acababa de pasar Clermont-Ferrand y llevaba cerca de 700 kilómetros. Pensé, sigo hasta Orleans y voy buscando sitio para dormir.

Parada para repostar.

Después de unos cuántos “un poquito más” mentales, finalmente encontré un alojamiento en Clichy, muy cerca de París. El primer día del viaje me había atizado más de 1000 kilómetros sobre mi maravillosa Triumph café racer. Al bajar de la moto en el motel de carretera, me dolía todo el cuerpo. Me duché, me tumbé en la cama y al poco rato empecé a temblar. Tenía fiebre. Era la respuesta de mi organismo al ataque que le había supuesto la paliza de incomodidad sobre la moto. En ese momento, sin un paracetamol que me bajara la fiebre, debí admitir que ya no era un chaval, y lo que tantas veces había hecho con menos edad, a mis 57 años era un sobre esfuerzo innecesario. Y me juré que el resto del viaje me lo tomaría con más calma.

Eso sí, a la mañana siguiente me sentía totalmente descansado y con ansias renovadas de moto. Un frugal desayuno y de nuevo me lancé en dirección norte, hacia las costas de Normandía. En poco más de 4 horas recorrí los 300 kilómetros que me separaban de Calais, aparqué la moto en la cola de embarque y compré el pasaje que me llevaría a la Gran Bretaña

Esperando para embarcar.

Las colas para embarcar siempre son un buen lugar para conocer y hablar con viajeros, aunque de momento soy el único motorista, hago buenas migas con unos cuantos british, que viajan en automóvil o en autocaravana. Más tarde llegaron una pareja en otra moto.

La espera pasó de forma más o menos amena y al poco tiempo dejaba la moto aparcada en la bodega del barco, durante las 2 horas que duraría la travesía. Una vez abordo me pude relajar y aproveché para hablar con mi mujer y ponernos al corriente, siempre que viajo me gusta estar en contacto con ella. Después contacté con mis hijas y me contaron que casualmente, iban a estar unos días de vacaciones en Londres, con un poco de suerte podríamos coincidir y vernos.

La Thruxton 1200 R amarrada en la bodega.

En este punto te voy a dar una información de servicio: en el ferry que cruza el Canal de la Mancha hay máquinas expendedoras de cambio, en las que puedes cambiar euros por libras esterlinas y viceversa. 

Máquina de cambio a bordo.

Al descender del barco en Dover, los trámites de aduana e inmediatamente máxima atención para incorporarme a la conducción por la izquierda, sobre todo en las intersecciones y rotondas, so pena de comerme el frontal de algún Rover,Morgan o Jaguar

Me dirigí en busca de la M1, rodeando el gran Londres. Más hacia el norte, paradita en un hotel en ruta, donde un sueño reparador, seguido de un buen “british breakfast”, me dejó listo para proseguir la ruta hacia las Midlands británicas.

Full british breakfast.

Llegué hasta Hinckley, concretamente a la factoría de las motocicletas Triumph, de donde salió la mismísima Thruxton 1200 R que me llevó hasta allí. Aparqué mi café racer en el amplio aparcamiento y dediqué el resto de la mañana a recorrer el museo de esta emblemática marca de motos. Pero la narración de la visita al museo te la contaré en otra ocasión.

Triumph factory visitor experience.

Tras explayarme en la sede de Triumph, regresé sobre el camino recorrido y me planté en el centro de Londres. En otra conversación con mis hijas me hicieron saber que ya estaban en la City, con lo que planeamos encontrarnos al día siguiente en Camden Town

El domingo amaneció espléndidamente soleado y me di un paseíto matinal por Notting Hill y la zona del mercadillo de Portobello. Después me desplacé a Camden Town, donde por fin, me encontré con mis hijas, después de meses sin vernos. Con ellas las risas y el cariño fluye en cada conversación. Las dos horas con Laura y Míriam, bajo un agradable sol de mayo en la terraza de Camden Town pasaron volando.

Encuentro con Míriam y Laura en Camden Town.

Por la tarde, como cada vez que visito Londres, no pudo faltar la visita al Ace Café, donde mi café racer se sentía en su ambiente, aparcada en el parking del famoso bar motero.

Después de unos días en la capital británica empecé el viaje de regreso, pero esta vez me disponía a cruzar el canal por otro punto.

Madeira Drive de Brighton.

Una hora y media me bastó para llegar a la playa de Brighton, a poco más de 100 kilómetros del centro de LondresBrighton es un destino turístico de playa muy frecuentado por visitantes británicos, que se hizo tristemente famoso por los enfrentamientos a palos entre los mods y rockers de 1964.

Ambiente mod en Brighton.

Los hechos de Brighton ’64 inspiraron la película Quadrophenia en 1979, una de las películas fundamentales en la historia del rock. Todavía hoy en día se respira un cierto aire mod en los bares, tiendas y calles de Brighton, especialmente en Madeira Drive, su espectacular paseo marítimo. 

Digna de Quadrophenia.
Dejo Brighton tras de mí y me dirijo a Newhaven.
Espectaculares acantilados.

Una buena ración de fish & chips me sirvió de despedida de esta bonita de población costera. Y precisamente siguiendo la costa y sus impresionantes acantilados, llegué hasta Newhaven, y compré un billete para el último ferry del día. La travesía hasta Francia me llevó en 4 horas a Dieppe, ya entrada la noche. A medianoche encontré alojamiento en un sencillo hotel.

La lluvia me acompañó el resto del viaje.

La mañana siguiente amaneció lluviosa en Dieppe, lo que me obligó a equiparme con el traje de lluvia, traje que ya no pude quitarme hasta llegar a casa. Así transcurrió mi travesía durante 2 días por Francia de vuelta a casa. Lluvia, lluvia y más lluvia. Paradas a repostar, paradas a comer, paradas a dormir, siempre con la lluvia como protagonista.

Reportaje bajo la lluvia.

Aún así, con tantos kilómetros bajo la lluvia a los mandos de mi café racer, llegué a casa cansado pero con una sonrisa dibujada en mi rostro y pensando que sí, que las café racer sí que sirven para viajar. De hecho siempre he pensado que se puede viajar con cualquier moto, todo depende del tiempo del que dispongas para hacer ese viaje y de la capacidad de sacrificio que estés dispuesto a asumir.

Sea como sea, no dejes de viajar.

Nunca dejes de viajar.

LA TORMENTA DE ARENA

Estábamos de vuelta y probablemente tardaríamos cinco o seis días en llegar a casa, pero el hecho de haber superado tantas penurias en el viaje de ida nos brindaba una falsa sensación de seguridad. 

Aunque aún nos faltaban más de 3900 km para llegar, en cierto modo teníamos la sensación del que el viaje tocaba a su fin. 

Volvíamos de Dakar, habíamos cruzado la frontera entre Mauritania y Senegal por el paso de Roso, según dicen una de las peores aduanas del mundo, fama bien merecida como pudimos comprobar en nuestras propias carnes. 

En Mauritania, cerca de Nouakchott, a mediodía y con 50 grados de temperatura, un golpe de calor, casi acaba con la vida de uno de nosotros, de no ser por la rápida intervención de un mauritano que casualmente pasó por allí.

Incluso habíamos tenido que repostar con la gasolina que llevábamos en bidones, para completar las largas distancias sin gasolineras.

Ahora, tras hacer noche en Nouadhibou, dejábamos atrás Mauritania y circulábamos por el Sáhara Occidental a trompicones, debido a los múltiples controles policiales que tenía aquella ruta en aquella época. Con varios viajes por Marruecos y el Sáhara a nuestras espaldas, íbamos prevenidos para estas paradas policiales, y por ello llevábamos fotocopias con la información personal que solían pedir, escritos en francés. De esta manera se agilizaban ligeramente las paradas.

A nuestra izquierda el Océano Atlántico Norte, a nuestra derecha la inmensidad del desierto del Sáhara, enfrente nuestro la ruta de regreso. En este tipo de viajes en el que se cruzan varios países, cada paso fronterizo es una complicación añadida, y en ese momento, aunque aún circulábamos por el Sáhara Occidental, tan solo nos quedaba cruzar la aduana de Marruecos a España, por eso nos sentíamos aliviados y confiados. ¿Qué más nos podía pasar?

Pues pasó algo más.

Levemente, de forma casi imperceptible el aire empezó a levantarse. A los pocos kilómetros, casi sin percatarnos, ya circulábamos por las rectas carreteras con las motos inclinadas hacia la derecha, para contrarrestar la fuerza que nos empujaba hacia el lado contrario. No contábamos con la fuerza de la naturaleza desatada, soplando con todas sus fuerzas y lanzándonos toda la arena del desierto. 

Sin detenernos e instintivamente, cerramos las cremalleras de la chaqueta y la pantalla del casco, a la vez que reducimos la velocidad ante el peligro evidente de caída por el viento. Recuerdo el ruido de la arena golpeando contra el casco, y la sensación de miedo a perder el control de la máquina. Aún con la pantalla totalmente cerrada, el viento y la arena se colaba por cualquier pequeña rendija que encontrara, obligándome a entornar los ojos hasta prácticamente cerrarlos. 

Durante una hora y media seguimos conduciendo bajo el azote de la tormenta de arena, hasta que por fin se fue y lo hizo de la misma manera que vino, lentamente y sin avisar. Cuando llegamos a Dakhla, la antigua Villa Cisneros, pudimos observar la huella que la arena había dejado de recuerdo en nuestras motos: la barra derecha de la suspensión delantera, la culata derecha del motor bóxer y las barras de protección limadas por la arena y la pantalla transparente con la mitad totalmente esmerilada.

Después, en la ducha de la pensión donde paramos a dormir, salió arena de todos los rincones de mi cuerpo, y cuando digo todos, me refiero a todos, no quiero entrar en detalles. Por suerte, uno de los amigos del grupo traía consigo colirio para los ojos, y gracias a él pudimos aliviar el escozor y enrojecimiento producido por la arena, aún con la pantalla del casco totalmente cerrada. Desde entonces siempre llevo conmigo unas cuantas monodosis de colirio.

A la hora de la cena, un muslo de pollo famélico y una coca cola caliente, acompañaron las risas comentando la experiencia, otra más a la saca.

ACE CAFE


Este mítico lugar de encuentro, referencia de los motoristas de Europa y del mundo entero, empezó en 1938 en la North Circular Road, cerca de Wembley, al noroeste de London, siendo una cafetería donde solían parar los camioneros, puesto que estaba cerca de la red de vías rápidas que circunvalan la capital del Reino Unido y que estaba abierto las 24 horas. No tardó en atraer también a los moteros, quienes hicieron de este tipo de establecimientos, los cafés de carretera, un lugar ideal para reunirse.

Un año después, en 1939, el local añadió a sus instalaciones una estación de servicio con gasolinera, zona de lavado y taller mecánico.

Sufrió graves daños durante la guerra, lo reconstruyeron y volvió a funcionar hasta 1969. Fue reabierto en el actual emplazamiento en el año 1997.

El Ace Café está íntimamente relacionado con la cultura de motos café racer, pues cuenta la leyenda que era costumbre poner un disco de la juke box, arrancar la moto, dar la vuelta a un circuito entre calles de la zona y volver al sitio de origen antes de que acabara la canción. 

Los jóvenes de los años 50 del siglo pasado, mejoraban las prestaciones de sus motocicletas, todas ellas producto de la industria británica de postguerra, a base de aligerarlas, ponerles semimanillares de carreras, o cúpulas con mejor aerodinámica, para conseguir más velocidad en las carreras entre cafeterías, de ahí el nombre de café racer.

Mark Wilsmore, el dueño actual del Ace Café, creó una franquicia de la marca, de la que hay diversos Ace Cafe repartidos por todo el mundo. Tengo la suerte de haber estado en tres ocasiones en el de London. También he visitado el de Luzern, y por supuesto el ahora ya desaparecido de Barcelona. Aparte de estos, hay uno en Orlando, USA, uno en Beijing, China, y otro en Lahti, Finlandia, y por supuesto no me importaría completar mi lista de Ace Café visitados.


Con el cierre del Ace Cafe de Barcelona, los moteros de esta ciudad y alrededores nos hemos quedado huérfanos de un lugar de encuentro emblemático, habrá que buscar una solución…

¿NUNCA LLUEVE EN EL DESIERTO?

O al menos así reza el dicho popular, que como todos los dichos populares se fundamentan en una verdad, aunque no absoluta. Siempre hay una excepción que confirma la regla, y yo experimenté esa excepción en mis propias carnes.

Llevábamos ya muchos kilómetros sufriendo el calor de agosto viajando por el sur de Marruecos, circulando con la pantalla del casco abierta y todas las cremalleras de chaqueta y pantalón desabrochadas, buscando la mínima aireación que proporciona la marcha sobre la moto.

Era un viaje sin un objetivo definido, simplemente un par de amigos dando una vuelta en moto por el reino Alauita, con fecha de salida pero sin fecha de vuelta, por eso al llegar a Merzouga decidimos tomarnos unos días de descanso.

En ambientes moteros y viajeros, se había puesto de moda el alberge de Alí el Cojo, un personaje peculiar a quién a pesar de faltarle la pierna derecha, conduce por las dunas locales con una habilidad sorprendente cualquier vehículo todo terreno que caiga en sus manos. Pues bien, precisamente porque estaba de moda, no nos alojamos allí, sino en otra kasbah cercana. 

Al segundo día de disfrutar del dolce far niente, nos surgió la oportunidad de realizar una excursión por las dunas del Erg Chebbi en dromedario. Quizás por aburrimiento o porque en el fondo también somos turistas, por más que nos creamos viajeros/aventureros, aceptamos el ofrecimiento.

El Erg Chebbi es un mar de arena, pequeño en comparación con la inmensidad del Sahara, pero suficientemente grande como para tener la sensación de perderte en el desierto, cuando te adentras en él. Sus dunas ocupan una superficie de 22 kilómetros de largo por 5 de ancho, en los que solo hay arena y más arena. Aprovecho para recomendarte, si alguna vez visitas el lugar, que pases una noche al menos, durmiendo sobre la arena, lejos de kasbahs y albergues, sin techo y sin tienda, bajo las estrellas. Pocas veces me he sentido tan pequeño como la vez que yo lo hice. Aquella noche, una manta y un saco de dormir me bastaron para entrar en sintonía con el universo, en aquel vivac improvisado. Pero eso fue en otro viaje, muchos años antes.

El viaje del que te estoy hablando ahora, era mucho más prosaico, así que una vez ataviados con pantalón corto, camiseta, chanclas de goma y gafas de sol, nos montamos en los respectivos dromedarios, acompañados por el joven saharaui que hacía de guía. 

El chico apenas hablaba francés, así que en silencio y a paso lento nos fuimos alejando de las construcciones habitadas. El movimiento acompasado del animal, mecía mi cuerpo suavemente a derecha e izquierda, con tal cadencia que hacía que mi mente fluyera relajadamente. Hubo un momento en que casi llegué a desconectar el pensamiento. De repente una sensación conocida pero desubicada me trajo de nuevo a la plena conciencia, era una gota golpeándome el rostro.

¿Una gota en la cara? No es posible, pensé. Aunque geográficamente el Erg Chebbi no es el desierto del Sáhara, no deja de ser una zona desértica en la que nunca llueve. Después otra gota. Y otra más. Y después muchas más. ¿Nunca llueve en el desierto?

Mi compañero y yo nos miramos sorprendidos. El joven guía nos miró sonriendo, deshizo el turbante que llevaba en la cabeza y se lo volvió a poner de modo que le cubriera la cara, dejando tan solo una pequeña ranura en la tela por donde mirar, y seguimos avanzando. 

El cielo se oscureció apagando el fuerte brillo del sol, la lluvia se intensificó llegando a resultar molesta. Pero seguimos avanzando convencidos de que aquello era tan poco frecuente, que debería durar muy poco más. ¿Qué importaba mojarnos un poco? Incluso lo agradecíamos después de tanto calor en la carretera.

Al poco rato a la lluvia se le sumó el viento, de tal manera que los impactos de las gotas de agua en las zonas descubiertas del cuerpo, la cara, los brazos y las piernas, resultaban casi dolorosos. Decidimos parar a esperar que dejara de llover. El chico hizo que los dromedarios doblegaran las cuatro patas y se recostaran sobre su cuerpo, cuando estuvieron acostados los animales se puso en cuclillas muy pegado a uno de ellos, de manera que le hacía de paraviento. Nosotros le imitamos y nos arrodillamos junto al otro dromedario. La temperatura empezó a bajar.

Estábamos a la intemperie, en chanclas bajo una tormenta de lluvia y viento, con la poca ropa que llevábamos empapada, piel con piel con los dromedarios. Pasaron los minutos y mi sorpresa llegó al límite, cuando los golpes en mi piel dolían de verdad, y al observar que en la arena golpeaban pequeñas bolitas de hielo que se fundían en cuestión de segundos. ¡Estaba granizando!

El guía hizo levantar de nuevo a los animales y con gran rapidez y habilidad, desató las pequeñas sillas de montar y les despojó de las gruesas mantas que llevan entre la joroba y la silla. Nos ofreció una a nosotros y él se cubrió con la otra. 

La escena era cuanto menos curiosa, literalmente adosados entre nosotros y al animal, con una pesada y apestosa manta cubriendo nuestras cabezas, temblando de frío y esperando que dejara de granizar. 

Cuando empezaba a extenderse sobre la arena un ligero manto blanco, dejó de caer hielo del cielo y rápidamente se abrieron las nubes, dejando ver de nuevo el sol. En pocos minutos volvió el bochorno, ahora acrecentado por los vapores que desprendía la arena húmeda. El guía volvió a ensillar a los dromedarios, mientras repetía shukraan, shukraan, in sha allha, nos montamos en ellos y emprendimos el regreso.

En el trayecto de vuelta intentamos preguntarle al chico si la kafkiana e increíble tormenta que habíamos sufrido era algo habitual, pero nuestra ignorancia del idioma árabe y su desconocimiento del francés, hicieron imposible toda comunicación.

Llegando a nuestro albergue en cambio, sí que se hizo entender, y a su manera nos dijo que le acompañáramos a comprar alfombras a buen precio, al taller de su familia. Esas frases de “el taller de mi familia” y “alfombras a buen precio” la he escuchado tantas veces en tanta ocasiones que he viajado por Marruecos, que declinamos su invitación. 

Y es que ya teníamos cubierto el cupo de turistas por una buena temporada.