KIRGUISTÁN

Por fin lo he vuelto hacer. Mi cuerpo y sobre todo mi mente necesitaba urgentemente salir de nuevo de mi zona de confort. Después de un año y medio sin poder viajar, con las limitaciones como consecuencia de la pandemia sufrida en todo el mundo, después de varios viajes cancelados y de billetes de avión anulados por las compañías aéreas, he vuelto a enfundarme el casco y las botas para descubrir sobre dos ruedas un país desconocido.

El destino elegido ha sido Kirguistán. Lo tenía pendiente desde el 2020, el año en el que el mundo se paró, anulándolo casi todo por dicha pandemia. 

Te preguntarás ¿porque Kirguistán? La respuesta es simple: muchos de mis amigos, grandes viajeros en moto, conocedores de Asia central, me habían hablado mucho y bien de las maravillas de este país desconocido para muchos.

La soledad y las montañas, me acompañaron toda la ruta.

Los que no tenemos la suerte de poder estar un mes o incluso varios meses viajando, no nos queda otra opción que desplazarnos en avión hasta el lugar al que queremos viajar y una vez allí alquilar una moto in situ, o bien enviar nuestra propia moto por transporte terrestre, marítimo o aéreo, según las posibilidades económicas de cada uno, hasta el lugar de inicio de la ruta.

Después de ver las distintas empresas que se dedican a alquilar motos en este país me decidí por la que me parecía más solvente y contacté con ellos para que me reservarán una moto para dos semanas de septiembre. 

La cordillera de Tien Shan, tras ella está China.

El día previsto, la BMW F800GS que sería mi compañera durante los próximos días, me esperaba en Bishkek, la capital de Kirguistán. Provista de dos maletas y top case, recién revisada, con herramientas y un par de cámaras de recambio para reparar pinchazos y el depósito lleno, se me antojaba la más bella máquina a la que podía acceder. 

Allí empezó nuestra historia de amor.

Como en todas las historias de amor apasionado, hay momentos de subida y momentos de bajada. También en nuestra particular historia.

Fueron once días de moto seguidos sin tregua, con algunas jornadas de más de nueve horas de conducción, sin prácticamente tiempo para comer. Fueron muchos kilómetros y horas circulando por pistas de tierra rotas, sin cobertura telefónica ni vehículos transitando. 

Hubo caídas de las que tuve que levantarme, y levantar la pesada moto, por mis propios medios y sin ayuda. Hubo días de bajón, incluso de sentirme enfermo. Hubo vómitos y diarrea. Hubo mucho frío y mucho calor, en un mismo día pasé de los 3º a las 8 de la mañana, a los 32º a las 2 de la tarde. Hubo dolor por los golpes. Hubo pérdidas y despistes en el camino. Pero sobre todo hubo alegría. Mucha alegría.

Cuando te caes, te levantas y sigues. No hay otra.

De esa alegría que te hace llevar una sonrisa constante bajo el casco. De esa alegría que te hace cantar, silbar, gritar que estás vivo, que vuelves a estar en ruta, descubriendo paisajes nunca vistos, hablando con gentes nunca imaginadas.

Llegar al Tash-Rabat, antiguo caravanserai de la ruta de la seda, fue algo mágico y trascendental para mí.

En otra ocasión te hablaré de las impresionantes montañas del país, de la hospitalidad kirguís, de los 0,60€ el litro de gasolina, de los 90 km/h de límite de velocidad en todo Kirguistán, de los frecuentes controles de velocidad y alcoholemia, de los semáforos que cambian cada 30 segundos, de las dificultades de intentar hablar ruso.

La huella de la URSS.

Hoy solo quería contarte que he vuelto con las pilas cargadas, con más planes que nunca y con nuevos proyectos. 

Volver a salir de mi zona de confort, como siempre, me ha sentado bien.

UN AÑO DE PANDEMIA

Justamente ahora que se cumple un año del inicio del estado de alarma por la incidencia del Covid en España, me parece oportuno recordar lo que escribí meses atrás, y que se publicó en el libro Ruedas y letras contra el Covid, del cual encontrarás información en esta misma web. 

“Confieso que fui de los que se lo creyó.  Creí que sería solo cuestión de catorce días, como dijeron al principio, cuando decretaron el estado de alarma. Por suerte o por desgracia mi negocio familiar es uno de los considerados esenciales y no cesamos nuestra actividad. Nos turnamos entre mi mujer y yo para poder atender mínimamente el negocio que, por suerte, no necesita nuestra presencia todas las horas de apertura al público. 

Mis estados de ánimo fueron variando con el paso de los días. Primero fue decepción, porque por culpa del COVID-19 se nos fastidió un viaje a Nepal que teníamos programado para mediados del mes de abril. Cinco días después de decretarse el estado de alarma empecé a encontrarme mal, las consultas médicas telemáticas decían que tenía síntomas de COVID-19 y me recomendaban el aislamiento total durante catorce días. Estuve aislado en mi casa, incluso durmiendo en una habitación separada de mi mujer, con la mascarilla puesta todo el tiempo y extremando las medidas higiénicas y sanitarias para no contagiar a nadie más. Esos días los viví con preocupación por cómo podría evolucionar la enfermedad. 

Entre tanto se decretó el confinamiento total del país. Afortunadamente, al octavo día desaparecieron la fiebre y los síntomas, pero continué el ciclo de catorce días antes de volver a salir de mi aislamiento en la habitación. 

No tengo coche, el único vehículo matriculado a mi nombre es mi moto, así que una vez superado mi confinamiento individual y, dada mi condición de servicio esencial, las pocas veces que me desplacé a mi tienda lo hice sobre dos ruedas; recuerdo que ahí mi estado anímico cambió al de esperanza. Recorrer en moto los diez kilómetros que separan la tienda de mi domicilio, con el casco modular abierto y la mascarilla puesta, recibiendo el fresco de las mañanas de primeros de abril en la cara, me daban la vida. Esos quince minutos de ida por la mañana y quince minutos de vuelta a mediodía me sabían tan bien y los vivía con tanta intensidad como si fuera un viaje apasionante por una ruta desconocida. Y es que siempre he pensado que el trayecto es el que es, pero la actitud con el que lo vives es cuestión de cada uno. 

Podríamos decir que soy un motero o motorista muy activo, suelo salir cada semana con amigos o solo, y siempre que puedo hago algún viaje a países lejanos y desconocidos, casi siempre en solitario. Familiares y amigos me llamaban o escribían por WhatsApp: «Lo debes de estar pasando fatal, Carles, acostumbrado a viajar tanto en moto y de golpe tener que quedarte en casa». Pues la verdad es que no, encontré el equilibrio en la lectura y la escritura, y llegué a sentirme sosegado.

No hay que olvidar que detrás de las ruedas de prensa y de las comparecencias de Fernando Simón hay un número estremecedor de fallecidos, cada uno con historias tristes de soledad en sus últimos días. Me gustaría aprovechar este texto para tener un recuerdo para un amigo motero que, desgraciadamente, pasó a formar parte de esta terrible estadística después de semanas de lucha contra la muerte, ingresado en una UCI. Pascual Molina no superó al maldito virus y se fue a rodar en moto por el Valhalla, o por donde sea que vayan a rodar los compañeros que ya no están entre los vivos. 

Los estados de alarma se fueron sucediendo uno tras otro. En el momento de escribir estas líneas vamos por la quinta prórroga y, hasta el momento, he leído una decena de libros de lo más variados; desde novela negra hasta sociología, pero sobre todo libros de viajes en moto. 

Creativamente pasé por unas semanas bastante productivas. En primer lugar, pude terminar de escribir un libro sobre mis viajes en moto que tenía empezado. Se llamará Dos ruedas y cuatro continentes. En ese momento me sentí ilusionado, pues espero verlo publicado pronto. En segundo lugar, le he dado un buen empujón a un proyecto que tenía casi olvidado: mi primera novela, en la que estoy plenamente inmerso. 

Justamente ayer fue el primer día en el que la región sanitaria de la comunidad autónoma en la que vivo pasó a la fase 1 de la desescalada y, por supuesto, a primera hora de la mañana salí en mi moto y estuve rodando, explorando los límites geográficos que me permite la ley en dicha fase. Tomé algún café en las pocas terrazas abiertas al público. Estuve rodando alegre muchas horas y volví a casa a las seis de la tarde, con la sonrisa tatuada en mi cara. 

Hay otro proyecto que tengo aparcado, más bien enterrado bajo capas y capas de incertidumbre: un viaje en moto por Asia Central en septiembre; y es que en el momento actual no sé si será posible viajar a ningún lado. 

Lo que está claro es que va a cambiar (de hecho ha cambiado ya) el paradigma que conocíamos hasta ahora en muchos aspectos de nuestras vidas, y por descontado en lo referido a los viajes. Probablemente nos fijaremos en objetivos dentro de nuestro país y redescubriremos paraísos cercanos, para, de este modo, ayudar a reactivar la economía local, que tantos estragos está causando esta pandemia. 

Me atrevo a augurar que mi estado de ánimo va a mutar a expectante en los próximos días por varios motivos: por un lado, por los posibles rebrotes o retrocesos en el control de la epidemia mundial; y por otro, por los avances científicos que nos traigan, o bien la vacuna contra el coronavirus, o bien el tratamiento definitivo que acabe con la trágica letalidad de la enfermedad del COVID-19. Hasta que esto llegue pienso vivir lo que han llamado la «nueva normalidad», rodando en mi moto por donde me dejen, sumándole kilómetros a mi existencia y comiéndome la vida a bocados, a pesar de que haya días en que me sienta a ratos decepcionado, preocupado, esperanzado, sosegado, ilusionado, alegre o con incertidumbre; y es que, por desgracia, nunca sabemos cuándo se parará nuestro cuenta kilómetros. 

Confieso que fui de los que se lo creyó.”

La subida imposible

La escena era deprimente: la moto de mi compañero sobre una mancha de aceite unos metros más arriba de donde estaba la mía, en un camino con mucha pendiente y enormes pedruscos sueltos que dificultaban la tracción de nuestras Royal Enfield 350 por aquella subida imposible. Pep sentado junto a su moto con la cabeza apoyada sobre las manos, Valerie sentada al otro lado. Yo junto a la mía tumbado en el suelo, intentando respirar para recobrar el resuello. Aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros.

Las pequeñas Royal Enfield 350 dieron la talla

Nos dirigíamos al reino de Mustang en Nepal, habíamos dormido en Lete, una pequeña aldea dentro del Área de Conservación del Annapurna, aunque lo de dormir es relativo, pues el frío intenso dentro de aquel austero refugio de paredes de fina chapa de madera, apenas me dejó conciliar el sueño. 

Según el mapa estábamos llegando al Kali Gandaki, el desfiladero más profundo de la tierra, de 5500 m. de desnivel, con el río del mismo nombre surcando el valle entre dos gigantes; el Daulaghiri de 8167 m. y el Annapurna de 8091 m. Nuestro objetivo era pisar el lugar sagrado de Muktinah, pero el hecho de poder circular con nuestras motos por esa maravilla de la geografía terrestre del Kali Gandaki, nos daba suficiente motivación para aguantar la dureza del viaje. Aunque aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros.

El kali Gandaki a nuestros pies

Esa mañana llevábamos algo más de dos horas sobre las motos, cruzando ríos desbordados con el agua cubriendo media rueda, circulando por barrizales y sorteando enormes piedras caídas en desprendimientos. Pep llevaba días fastidiado por una ciática que le atacaba la pierna derecha y cada vez que tenía que apoyar el pie en el suelo para equilibrar la marcha le dolía horrores. Le acompañaba su mujer Valerie, con lo que en su caso, era más arduo manejar la moto cargada por terreno difícil. 

Además, mis amigos Pep y Valerie habían estado haciendo un ruta por el Terai, la zona de jungla de Nepal fronteriza con India, y llevaban bastantes más kilómetros y días de viaje que yo, antes de que nos juntáramos en Pokhara, para iniciar el viaje a Mustang. O sea que encima cargaban con la impedimenta necesaria para más días de viaje y multiplicado por dos personas. Más peso que soportar en la pierna de Pep cada vez que la apoyaba en el suelo.

Aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros. 

Cuando por fin logré respirar como un ser humano, me incorporé, fui hasta la moto de mis compañeros y me detuve a buscar la procedencia del aceite del suelo. Con la cantidad de polvo y barro incrustado en el motor no pude ver el origen. Pep seguía en silencio y cabizbajo. 

            —¿Cómo estás Pep? —le pregunté.

            —Jodido. La ciática…

—Y esta subida no ayuda precisamente. 

—Creo que el aceite supura por las juntas del motor —dijo Pep —hace mucho calor a mediodía, y tanto rato en primera velocidad para subir esta maldita subida debe poner el aceite hirviendo.

Nos quedamos un rato más sentados en silencio. El calor, la deshidratación y el cansancio hacían mella en nuestro estado de ánimo. Unos metros más arriba, a un lado del camino había una pequeña choza, con una mujer cortando leña y una niña mirándonos con curiosidad. 

            —¿Qué hacemos Pep? —pregunté con un hilo de voz.

Sin soltar palabra Pep se levantó y empezó a remontar la cuesta a pie, lentamente, hasta desaparecer de nuestro campo de visión. El desánimo era tal que si Pep o Valerie hubieran tan sólo insinuado volver para atrás y cancelar el viaje, lo hubiera entendido perfectamente. De hecho, creo que en mi fuero interno casi lo deseaba.

Al rato vislumbramos a mi amigo bajando hacia nosotros. El rostro le había cambiado.

            —Quedan unos 50 o 60 metros de subida y después la pendiente se suaviza —nos informó —¿Seguimos?

Aquellas palabras fueron un soplo de aire fresco, un chute de adrenalina, la inyección de optimismo que necesitaba. 

Y vencimos a la subida.

Lo que vino después fue espectacular. Fueron días de disfrute de una de las mejores experiencias sobre dos ruedas que haya vivido nunca. El Kali Gandaki, la llegada a Jomsom, la subida a Muktinah. Y después volver dando un rodeo por Gorkha. Aún con alguna avería en las robustas Royal Enfield que pudimos reparar por nuestros medios, y algún que otro extravío por aldeas que ni aparecían en los mapas, logramos nuestro objetivo. En Muktinah nos abrazamos, saltamos de alegría y lloramos.

Reparando sobre la marcha

Me consta que la mayor parte del recorrido que hicimos en aquel viaje ahora está asfaltado, pero en aquella ocasión, después de varios días de andar medio perdidos por pistas y caminos de tierra, cuando por fin llegamos al asfalto, nos bajamos de las motos a besarlo.

Besando el asfalto después de días sin pisarlo

Debo admitir que de no ser por la valentía y determinación de mis compañeros de viaje, no habría llegado a Mustang. Gracias Valerie y Pep, por echarle el coraje que le echasteis.

¿NUNCA LLUEVE EN EL DESIERTO?

O al menos así reza el dicho popular, que como todos los dichos populares se fundamentan en una verdad, aunque no absoluta. Siempre hay una excepción que confirma la regla, y yo experimenté esa excepción en mis propias carnes.

Llevábamos ya muchos kilómetros sufriendo el calor de agosto viajando por el sur de Marruecos, circulando con la pantalla del casco abierta y todas las cremalleras de chaqueta y pantalón desabrochadas, buscando la mínima aireación que proporciona la marcha sobre la moto.

Era un viaje sin un objetivo definido, simplemente un par de amigos dando una vuelta en moto por el reino Alauita, con fecha de salida pero sin fecha de vuelta, por eso al llegar a Merzouga decidimos tomarnos unos días de descanso.

En ambientes moteros y viajeros, se había puesto de moda el alberge de Alí el Cojo, un personaje peculiar a quién a pesar de faltarle la pierna derecha, conduce por las dunas locales con una habilidad sorprendente cualquier vehículo todo terreno que caiga en sus manos. Pues bien, precisamente porque estaba de moda, no nos alojamos allí, sino en otra kasbah cercana. 

Al segundo día de disfrutar del dolce far niente, nos surgió la oportunidad de realizar una excursión por las dunas del Erg Chebbi en dromedario. Quizás por aburrimiento o porque en el fondo también somos turistas, por más que nos creamos viajeros/aventureros, aceptamos el ofrecimiento.

El Erg Chebbi es un mar de arena, pequeño en comparación con la inmensidad del Sahara, pero suficientemente grande como para tener la sensación de perderte en el desierto, cuando te adentras en él. Sus dunas ocupan una superficie de 22 kilómetros de largo por 5 de ancho, en los que solo hay arena y más arena. Aprovecho para recomendarte, si alguna vez visitas el lugar, que pases una noche al menos, durmiendo sobre la arena, lejos de kasbahs y albergues, sin techo y sin tienda, bajo las estrellas. Pocas veces me he sentido tan pequeño como la vez que yo lo hice. Aquella noche, una manta y un saco de dormir me bastaron para entrar en sintonía con el universo, en aquel vivac improvisado. Pero eso fue en otro viaje, muchos años antes.

El viaje del que te estoy hablando ahora, era mucho más prosaico, así que una vez ataviados con pantalón corto, camiseta, chanclas de goma y gafas de sol, nos montamos en los respectivos dromedarios, acompañados por el joven saharaui que hacía de guía. 

El chico apenas hablaba francés, así que en silencio y a paso lento nos fuimos alejando de las construcciones habitadas. El movimiento acompasado del animal, mecía mi cuerpo suavemente a derecha e izquierda, con tal cadencia que hacía que mi mente fluyera relajadamente. Hubo un momento en que casi llegué a desconectar el pensamiento. De repente una sensación conocida pero desubicada me trajo de nuevo a la plena conciencia, era una gota golpeándome el rostro.

¿Una gota en la cara? No es posible, pensé. Aunque geográficamente el Erg Chebbi no es el desierto del Sáhara, no deja de ser una zona desértica en la que nunca llueve. Después otra gota. Y otra más. Y después muchas más. ¿Nunca llueve en el desierto?

Mi compañero y yo nos miramos sorprendidos. El joven guía nos miró sonriendo, deshizo el turbante que llevaba en la cabeza y se lo volvió a poner de modo que le cubriera la cara, dejando tan solo una pequeña ranura en la tela por donde mirar, y seguimos avanzando. 

El cielo se oscureció apagando el fuerte brillo del sol, la lluvia se intensificó llegando a resultar molesta. Pero seguimos avanzando convencidos de que aquello era tan poco frecuente, que debería durar muy poco más. ¿Qué importaba mojarnos un poco? Incluso lo agradecíamos después de tanto calor en la carretera.

Al poco rato a la lluvia se le sumó el viento, de tal manera que los impactos de las gotas de agua en las zonas descubiertas del cuerpo, la cara, los brazos y las piernas, resultaban casi dolorosos. Decidimos parar a esperar que dejara de llover. El chico hizo que los dromedarios doblegaran las cuatro patas y se recostaran sobre su cuerpo, cuando estuvieron acostados los animales se puso en cuclillas muy pegado a uno de ellos, de manera que le hacía de paraviento. Nosotros le imitamos y nos arrodillamos junto al otro dromedario. La temperatura empezó a bajar.

Estábamos a la intemperie, en chanclas bajo una tormenta de lluvia y viento, con la poca ropa que llevábamos empapada, piel con piel con los dromedarios. Pasaron los minutos y mi sorpresa llegó al límite, cuando los golpes en mi piel dolían de verdad, y al observar que en la arena golpeaban pequeñas bolitas de hielo que se fundían en cuestión de segundos. ¡Estaba granizando!

El guía hizo levantar de nuevo a los animales y con gran rapidez y habilidad, desató las pequeñas sillas de montar y les despojó de las gruesas mantas que llevan entre la joroba y la silla. Nos ofreció una a nosotros y él se cubrió con la otra. 

La escena era cuanto menos curiosa, literalmente adosados entre nosotros y al animal, con una pesada y apestosa manta cubriendo nuestras cabezas, temblando de frío y esperando que dejara de granizar. 

Cuando empezaba a extenderse sobre la arena un ligero manto blanco, dejó de caer hielo del cielo y rápidamente se abrieron las nubes, dejando ver de nuevo el sol. En pocos minutos volvió el bochorno, ahora acrecentado por los vapores que desprendía la arena húmeda. El guía volvió a ensillar a los dromedarios, mientras repetía shukraan, shukraan, in sha allha, nos montamos en ellos y emprendimos el regreso.

En el trayecto de vuelta intentamos preguntarle al chico si la kafkiana e increíble tormenta que habíamos sufrido era algo habitual, pero nuestra ignorancia del idioma árabe y su desconocimiento del francés, hicieron imposible toda comunicación.

Llegando a nuestro albergue en cambio, sí que se hizo entender, y a su manera nos dijo que le acompañáramos a comprar alfombras a buen precio, al taller de su familia. Esas frases de “el taller de mi familia” y “alfombras a buen precio” la he escuchado tantas veces en tanta ocasiones que he viajado por Marruecos, que declinamos su invitación. 

Y es que ya teníamos cubierto el cupo de turistas por una buena temporada.

ROYALER@S

La verdad es que la temperatura no invitaba mucho a salir en moto, pero no podía rechazar la amable invitación que me había hecho días atrás Xevi, alma mater del grupo de Royal Enfield del Vallès, en la provincia de Barcelona. 

El punto de encuentro fue una conocida churrería de Sabadell, por lo que gracias a su chocolate caliente, alivió un poco el frío a los primeros en llegar. No hubo que esperar mucho, a la hora fijada éramos nueve motoristas, incluido una chica, dispuest@s a pasar una mañana de diversión rodando en moto. 

El frío no nos amedrenta

Después de los saludos y presentaciones de quienes todavía no nos conocíamos, arrancamos motores en dirección al Parc Natural de Sant Llorenç del Munt i l’Obac. En esta salida llevamos el catálogo de Royal Enfield prácticamente al completo: Sònia con su Himalayan 410, Carlos con la Interceptor 650, Ricard con su Classic 500, Carles con la Continental GT 650 y Xevi con su Bullet Trials 500, entre otras motos. 

Me coloqué el último de la fila, más que nada para poder observar a estas bonitas máquinas en su hábitat natural: las carreteras reviradas. 

Llegan las primeras curvas y las afrontamos a ritmo tranquilo, disfrutando del paisaje y del sonido de los escapes, se nota que estamos en el patio de recreo del grupo Royal Vallès, sus motos se desenvuelven con naturalidad en el parque de Sant Llorenç.

Las motos al sol de invierno

Royal Enfield es la marca de motos que lleva más años de producción ininterrumpida, desde 1901 en que fabricaron la primera motocicleta, no han dejado de fabricar hasta la fecha. Anteriormente fabricaba para la industria armamentística, en 1893 inventaron el lema que todavía hoy luce en sus motos: made like a gun (hecha como una arma). La empresa empezó produciendo en Inglaterra para más tarde abrir otra factoría en India, donde sigue la producción actual.

Vamos ascendiendo por el Parc Natural, pasamos por tramos sombríos y en mi moto se enciende el indicador de riesgo de hielo, hay que trazar con cuidado y frenar con antelación. Al llegar a la parte más alta, son casi las once de la mañana y el termómetro marca 0 grados. Es lo que tiene salir a rodar en plena ola de frío, pero nada detiene a este grupo de entusiastas moter@s seguidores de la marca británica.

0 grados, ni frío ni calor

Personalmente nunca he tenido una Royal Enfield, no obstante tengo un poco de experiencia con una Bullet, fue la moto que me llevó en un periplo por Nepal. Guardo un gran recuerdo de aquella moto y de aquel viaje, en el que recorrí el valle de Kathmandú y ascendímos hasta el reino de Mustang. Durante cerca de quince días la pequeña 350 fue mi infatigable compañera, que me llevó sin desfallecer por carreteras rotas y pistas embarradas, cruzando cauces de río y puentes de madera y con la seguridad de que cualquier contratiempo mecánico, lo habrían podido solventar en la primera aldea en la que hubiera un mecánico con una martillo y una llave inglesa.

La ruta con los chic@s de Royal Enfield del Vallès pasa por Monistrol de Calders, donde hacemos una parada técnica para reponer fuerzas. Entre risas y anécdotas y con un buen desayuno a la mesa, conseguimos olvidar el frío pasado. 

Que no falte un buen almuerzo

Para terminar la salida, volvemos haciendo alguna que otra parada para tomar fotos de las motos. Las Royals son bonitas y fotogénicas, y poseen una belleza atemporal que hace que estéticamente gusten a casi todo el mundo. 

Recientemente la firma británica ha comunicado el fin de la fabricación de la Bullet, victima de las normas medioambientales europeas. En concreto la Euro 5 ha acabado con la motocicleta más antigua del mundo en producción continua, ya que empezó en 1932. Más adelante le seguirá el modelo Classic.

Variedad de modelos

Cuando llego a casa y aparco mi moto pienso que no me importaría tener una Royal en el garaje. Muchas gracias chic@s por dejarme participar de tan selecto grupo. Nos vemos en la próxima.