Por fin lo he vuelto hacer. Mi cuerpo y sobre todo mi mente necesitaba urgentemente salir de nuevo de mi zona de confort. Después de un año y medio sin poder viajar, con las limitaciones como consecuencia de la pandemia sufrida en todo el mundo, después de varios viajes cancelados y de billetes de avión anulados por las compañías aéreas, he vuelto a enfundarme el casco y las botas para descubrir sobre dos ruedas un país desconocido.
El destino elegido ha sido Kirguistán. Lo tenía pendiente desde el 2020, el año en el que el mundo se paró, anulándolo casi todo por dicha pandemia.
Te preguntarás ¿porque Kirguistán? La respuesta es simple: muchos de mis amigos, grandes viajeros en moto, conocedores de Asia central, me habían hablado mucho y bien de las maravillas de este país desconocido para muchos.
Los que no tenemos la suerte de poder estar un mes o incluso varios meses viajando, no nos queda otra opción que desplazarnos en avión hasta el lugar al que queremos viajar y una vez allí alquilar una moto in situ, o bien enviar nuestra propia moto por transporte terrestre, marítimo o aéreo, según las posibilidades económicas de cada uno, hasta el lugar de inicio de la ruta.
Después de ver las distintas empresas que se dedican a alquilar motos en este país me decidí por la que me parecía más solvente y contacté con ellos para que me reservarán una moto para dos semanas de septiembre.
El día previsto, la BMW F800GS que sería mi compañera durante los próximos días, me esperaba en Bishkek, la capital de Kirguistán. Provista de dos maletas y top case, recién revisada, con herramientas y un par de cámaras de recambio para reparar pinchazos y el depósito lleno, se me antojaba la más bella máquina a la que podía acceder.
Allí empezó nuestra historia de amor.
Como en todas las historias de amor apasionado, hay momentos de subida y momentos de bajada. También en nuestra particular historia.
Fueron once días de moto seguidos sin tregua, con algunas jornadas de más de nueve horas de conducción, sin prácticamente tiempo para comer. Fueron muchos kilómetros y horas circulando por pistas de tierra rotas, sin cobertura telefónica ni vehículos transitando.
Hubo caídas de las que tuve que levantarme, y levantar la pesada moto, por mis propios medios y sin ayuda. Hubo días de bajón, incluso de sentirme enfermo. Hubo vómitos y diarrea. Hubo mucho frío y mucho calor, en un mismo día pasé de los 3º a las 8 de la mañana, a los 32º a las 2 de la tarde. Hubo dolor por los golpes. Hubo pérdidas y despistes en el camino. Pero sobre todo hubo alegría. Mucha alegría.
De esa alegría que te hace llevar una sonrisa constante bajo el casco. De esa alegría que te hace cantar, silbar, gritar que estás vivo, que vuelves a estar en ruta, descubriendo paisajes nunca vistos, hablando con gentes nunca imaginadas.
En otra ocasión te hablaré de las impresionantes montañas del país, de la hospitalidad kirguís, de los 0,60€ el litro de gasolina, de los 90 km/h de límite de velocidad en todo Kirguistán, de los frecuentes controles de velocidad y alcoholemia, de los semáforos que cambian cada 30 segundos, de las dificultades de intentar hablar ruso.
Hoy solo quería contarte que he vuelto con las pilas cargadas, con más planes que nunca y con nuevos proyectos.
Volver a salir de mi zona de confort, como siempre, me ha sentado bien.
Habíamos llegado el día anterior, después de varias horas navegando por el río Napo en un escueto cayuco sobrecargado con 4 mochileros y un guía local. A pesar de ser un afluente directo del río Amazonas, el Napo en esa época del año llevaba tan poco caudal que en varias ocasiones tuvimos que bajar de la barca y llevarla en volandas a fuerza de brazos para superar algún que otro saliente de rocas. En Puerto Misahuallí la capitanía del puerto nos selló los pasaportes, control imprescindible para poder navegar por los ríos de la Amazonía ecuatoriana. Antes de embarcar Mario, el guía, nos llevó a la cantina del poblado a comprar provisiones para la travesía que nos esperaba por la selva. Aparte de Mario, el grupo lo formábamos una pareja de hermanos israelís, chica y chico, mi compañera y yo, y para semejante grupo las provisiones compradas se limitaron a una bolsa de pan de molde tamaño familiar, una lata de atún en conserva de 1 kg. y 2 botellas de coca-cola de 2 litros cada una, amén de las botellas de agua varias que llevábamos cada uno en la mochila.
Al desembarcar del cayuco repartimos el avituallamiento entre todas las mochilas y, calzados con botas de agua, nos alejamos de la riba del río siguiendo un pequeño sendero durante 40 minutos, hasta una agrupación de tres chozas con techo de chamizo, elevadas sobre troncos para evitar que las alimañas pudieran acceder a su interior. Nos subimos a una de ellas por unos precarios escalones, era la sobriedad personificada: una estancia diáfana, con el suelo de madera por el que se veía la tierra metro y medio más abajo, abierta a los 4 vientos y rodeada por una barandilla de troncos atados entre sí con cuerdas de cáñamo y liana, sin paredes, sin puertas, sin intimidad. Las otras dos chozas estaban habitadas por varias familias de etnia napuruna, predominante en la zona. Nos habían recibido con amabilidad pero con un cierto aire de recelo, quizá de miedo. Extendimos sobre unos montones de paja y hierba nuestros finos sacos de dormir, la mínima tela para que no nos devoraran los mosquitos y las arañas durante las calurosas horas nocturnas y volvimos a salir a la imaginaria plaza de arena formada por unos troncos horizontales a modo de bancos entre las tres chozas. Allí sentado, me deleité observando como a medida que oscurecía, aumentaba el nivel de los cantos de los pájaros y los aullidos de los monos desde la espesura cercana. Al poco rato se acercó un anciano acompañado de dos hombres más, quienes deduje que eran vecinos del poblado. Nos saludaron estrechando uno a uno nuestras manos y en un momento nos vimos rodeados de niños correteando y riendo junto a nosotros. Apenas hablaban español, nos comunicábamos mediante gestos y gracias a la traducción que nos hacía Mario, que hablaba perfectamente quechua del Napo, el idioma local. Tras un buen rato de plática vinieron las mujeres, portando una gran perola humeante y unos cuantos cubiertos y platos metálicos abollados, en los que sirvieron una especie de puré blanquecino con frijoles. Mario nos explicó que era yuca cocida, que las familias locales compartían la comida cogiéndola directamente con la mano desde la perola y que el hecho de ofrecérnosla en platos era una muestra de bienvenida respetuosa. Tímidamente cenamos lo que nos ofrecieron, más por cortesía que por el sabor de la comida, nuestro paladar urbanita no está acostumbrado a ciertos sabores. La noche avanzó y el cansancio me fue venciendo, hasta que me dormí sobre la tarima de la choza, escuchando cantos, aullidos, pitidos y chillidos de la fauna selvática. La noche pasó con el sueño inquieto por el continuo pero sigiloso movimiento de la cercana selva y al aumentar los aullidos y silbidos con las primeras luces, lentamente nos fuimos desperezando.
Una exótica ducha al aire libre, a base de un cubo de agua fría sujeto con cuerdas en lo alto de un árbol, me trajo bruscamente a la realidad de la selva. Desayunamos galletas con una bebida caliente a base de achicoria, cualquier parecido con el café era pura coincidencia, y nos calzamos de nuevo las botas de agua.
El guía nos dio unas instrucciones claras: «caminad uno detrás de otro en fila, no alcéis la voz ni hagáis ruido excesivo, vigilad las serpientes que cuelgan de los árboles y mantened los ojos bien abiertos». Acto seguido cogió un puñado de frutos pequeños redondos y rojizos, los estrujo en una mano y con el líquido que desprendían nos marcó dos señales rojas en la frente a cada uno de nosotros. «Es achote» dijo, «nos protegerá allá donde vamos». Después sacó dos enormes machetes, me dio uno y me dijo: «tú irás dos metros detrás de mí desbrozando y cortando, entre los dos iremos abriendo paso, vigila no me des a mí».
Mario era adusto y parco en palabras, por eso cada vez que hablaba los cuatro le escuchábamos con atención. Además, la seriedad de su expresión hizo que su locución me quedara muy presente. Empezamos a andar y a los pocos minutos estábamos dando machetazos empapados de sudor, no eran ni las 10 de la mañana, pero la humedad de la selva invadía nuestro cuerpo. Machete en mano me llamó la atención que era de la marca Bellota, de fabricación española. El avance en la espesura resultaba cansado y farragoso, no solo por el ejercicio físico de dar golpes de machete para abrir un mínimo paso entre ramas y lianas, sino también porque a cada paso que dábamos nuestros pies se hundían en la tierra fangosa y arbórea. Definitivamente las botas de agua de goma tipo katiuska, eran el mejor calzado para moverse en este medio, húmedo y oscuro por la sombra de la selva que lo cubría todo. Yo me sentía totalmente desubicado. Me gusta salir de mi zona de confort, pero aquello era demasiado. Además, seguramente por mi formación de guía de montaña, necesito saber dónde estoy exactamente en cada momento y en aquella tupida selva no conseguía orientarme lo más mínimo. De vez en cuando Mario se detenía un momento, alzaba la vista hacia las copas de los árboles que lo cubrían todo, observaba en qué posición estaba el sol y cambiaba de dirección. También de vez en cuando, nos daba una escueta información sobre los animales que oíamos: ahora un tucán, ahora un mono aullador, o señalaba con el machete y el brazo extendido hacia un colibrí libando una flor, una serpiente enroscada en una rama o una enorme araña peluda en el suelo, que nuestra vista poco habituada no lograba ver por sí sola. En la selva nunca hay silencio. Casi sin avisar, entre machetazo y machetazo, llegamos a un cauce de río. Teníamos que cruzarlo. Nos quedamos en ropa interior y con la ropa en la mochila por encima de nuestras cabezas, entramos en el agua. Acalorados como estábamos, el frescor del agua nos apetecía y el remojón nos sentó bien, aunque la corriente tenía tanta fuerza que cruzando pasito a pasito, nos desplazó bastantes metros de nuestra ruta. Al otro lado del río nos secamos un poco y proseguimos nuestra expedición. El calor húmedo a esta hora ya era asfixiante, y cuando el sol ya estaba casi en el punto más alto del día, llegamos a un pequeño lago. Aquello era paradisíaco. Escondido en la selva amazónica se nos apareció una laguna de aguas tranquilas y transparentes, con una pequeña cascada en un extremo que aportaba un buen chorro de agua constante. A los cuatro mochileros nos parecía que habíamos encontrado un tesoro escondido, y es que realmente lo era. «Aquí comeremos» dijo secamente el guía, «podemos bañarnos antes».
No puedo describir con palabras lo que sentí al zambullirme en aquellas aguas cristalinas. Mi cuerpo caliente y empapado en sudor, rápidamente se refrescó y se mantuvo en una temperatura ideal. Flotando en la laguna, miraras donde miraras alrededor, la espesura de la selva la rodeaba formando frondosas paredes de vegetación, como si de una bañera se tratara, dotando al lugar de una peculiar privacidad. Aquello debía ser lo más parecido a estar en el vientre materno. Estuvimos un buen rato retozando en el agua y después nos repartimos entre los cinco la lata de atún, el pan de molde y las coca-colas que habíamos comprado la víspera en Misahuallí. El “ágape” duró cinco minutos, por frugal y escaso y por el hambre que teníamos. Cargamos la bolsa, botellas y lata vacías en las mochilas, y de nuevo nos adentramos en la selva amazónica. Al poco rato Mario dijo: «si os habéis quedado con hambre, ahora comeremos los postres». Pensé que nos mostraría algún delicioso fruto tropical escondido. Pero no. En medio de aquella espesa vegetación, observamos un claro en el que extrañamente no había ni un árbol o arbusto en un diámetro de quince metros, salvo un endeble arbolito de ramas largas y estrechas, situado en el centro geométrico del claro. «Este pequeño árbol se come todos los nutrientes de su alrededor, por eso no puede crecer nada cerca de él», nos explicó el guía, y añadió: «en él habitan una especie de hormigas que contienen mucho ácido cítrico, aquí tenemos el postre de limón». Nos quedamos todos extrañados y asentimos con una sonrisa, como diciendo: «sí claro». Mario se acercó al arbolito, tomo una rama de la que sobresalía una anómala protuberancia y con el filo del machete empezó a rascar suavemente el bulto hasta que lo agujereó. Del agujero empezaron a salir unas hormigas pequeñitas, de unos dos o tres milímetros de largo. Con la punta del machete raspó el agujero y sacó un puñado de larvas blancas y hormigas correteando, «aquí tenéis el postre ¿quién quiere probarlo?» Quizás por el hambre, quizás por mi curiosidad innata, pero no me lo pensé, dije «¡yo!» alzando el dedo. El resto del grupo me miraba con asco y giraban la cabeza mientras acercaba la boca al machete. Cuando tuve la mezcla de hormigas y larvas en la boca, Mario me dijo: «tienes que aplastar las hormigas con la lengua contra el paladar, o te bajarán las hormigas andando por dentro del cuello». Le hice caso y sentí como chasqueaban los cuerpecitos al chafarse dentro de mi boca y automáticamente me invadía un suave sabor a limón. Dos veces repetí la operación, mientras mis compañeros me decían que estaba loco. Tras esta experiencia gastronómica extrema, proseguimos la excursión. Seguimos durante horas avanzando a golpe de machete, hasta que de repente la intensidad de la vegetación disminuyó y llegamos a la aldea de la que habíamos salido por la mañana.
Al llegar, Mario nos dijo que por la noche vendría el chamán de la zona, para hacer la ceremonia de la ayahuasca, que esa ceremonia era muy conveniente, puesto que habíamos estado transitando por zonas de la selva en las que habitan los espíritus, ya que ningún ser humano había circulado nunca, o en todo caso hacía mucho que no pasaba nadie. Nos dijo que la ayahuasca nos ayudaría a hacer la limpieza de espíritus malignos que nos hubieran podido seguir hasta la aldea. Y añadió: «si tomas ayahuasca, hablarás con los monos…».
Cayó la noche y empezaron a sonar timbales y cánticos, provenientes de los hombres que se habían sentado en los troncos de la placita central. En el centro, una hoguera proyectaba sombras titubeantes alrededor. Al rato de estar escuchando los monótonos tambores, hizo su aparición el chamán. Iba vestido con ropa occidental, pero con la cara pintada con achote y un tocado de plumas y liana en la cabeza, y cruzándole el pecho, un enorme zurrón curtido en mil ceremonias. Le precedían dos hombres que debían ser sus ayudantes, por la forma en que obedecían sus instrucciones.
Se sentó y empezó la ceremonia encendiendo un enorme cigarro puro. Algunos hombres y mujeres fueron pasando mientras yo observaba curioso el proceso: la persona a “purificar” se colocaba de rodillas frente al chamán mientras este aspiraba el puro con fuerza, para seguidamente echar el humo a la cabeza de la persona directamente sobre el cabello, después le daba a beber un liquido marrón en un trozo de coco a modo de tazón. Para acabar vertía un chorro de una botella de aguardiente en el mismo coco y también se la bebía de un trago. Todo ello amenizado con el canturreo murmurado del chaman, seguramente invocando a que se marcharan los malos espíritus. Al acabar, la persona ya “purificada” se apartaba a tumbarse en el suelo, lejos de la mirada del resto de gente.
El guía empezó a calentar agua para cocinar unos espaguetis para el grupo, entonces preguntó quién quería probar la ayahuasca, y otra vez como un resorte, levanté el dedo. «Entonces hablarás con los monos», volvió a decir Mario.
No soy creyente de espíritus, ni de dioses, ni de religiones, pero la observación de aquella ceremonia me llamó poderosamente la atención y el ansia de probar y conocer me empujó a hacerlo. Nadie más del grupo quiso acompañarme.
Me puse de rodillas ante el chamán, me tiró el humo del puro que estaba casi acabado, y me dio a beber la ayahuasca de color marrón. Tenía un sabor amargo, pero me tragué entera la bebida en el coco que me ofreció, después bebí el aguardiente en el mismo coco y esta vez me costó tragarlo, de tan fuerte que era aquella bebida alcohólica. Me incorporé y me retiré a sentarme en la oscuridad, mientras el chamán seguía murmurando oraciones y los timbales no cesaban. Allí estaba yo sentado, esperando que vinieran a hablarme los monos. Pero no vinieron. En cambio sí que vinieron mis hijas. Míriam y Laura de ocho y cuatro años respectivamente, estaban en España a casi 9000 km. de distancia, y sin embargo las tenía delante. Iban ataviadas con taparrabos y plumas en la cabeza y cuando llegaron a mi lado se pusieron a bailar al ritmo de la percusión que sonaba. Yo estaba sonriendo y preguntándoles cómo habían llegado hasta allí, pero ellas se limitaban a bailar sin contestar mi pregunta. Al cabo de unos minutos de estar viendo con mis propios ojos a mis hijas, sus caritas se transformaron y dejaron de ser ellas. En realidad eran dos niñas del poblado, que habían venido hasta nosotros para dedicarnos unos bailes típicos. Pero yo os juro que vi a mis hijas. El efecto de la ayahuasca se transformó entonces en un terrible mareo. Todo se movía a mi alrededor. Giraban las estrellas, giraba la fogata, giraban las chozas y yo no me tenía sentado. Empecé a vomitar. No quiero ser muy explícito pero te diré que lo hice en grandes cantidades, a chorro y con más fuerza que nunca lo había hecho. Después me dormí. No mucho rato, pues cuando me desperté el chamán ya se estaba retirando. Subí a la parte elevada de la choza donde estaban mis compañeros que me preguntaban si había hablado con los monos. Les estaba contestando que no, cuando vi en un rincón restos de los espaguetis que habían cenado. Sin pensarlo me abalancé sobre la cazuela y los devoré como si hiciera días que no comía. «No he hablado con monos, pero he visto a mis hijas». Me miraron, ahora sí, convencidos de que estaba loco. Ya no recuerdo nada más, hasta que me despertó el canto de la selva al amanecer.
En aquel viaje por Ecuador también ascendimos los volcanes Guagua Pichincha de 4794 m. y Cotopaxi, de 5897 m. de altitud, entre humeantes fumarolas de azufre. Bajamos en mountain bike, los casi 2000 metros de desnivel desde la cumbre del Rucu Pichincha hasta la ciudad de Quito. Pudimos observar de noche la erupción del volcán Tungurahua, con los ríos de lava incandescente deslizándose por sus laderas. Sin embargo la experiencia más impactante para mí, fue la que vivimos en la selva. La Amazonía me ofreció un viaje tan duro, que no me permitió dedicarme a tomar fotos. De aquel viaje, si no fuera porque quedó el sello del control del puerto de Misahuallí en el pasaporte, creería que fue un sueño.
Según Wikipedia, Overlanding consiste en viajar a sitios remotos, utilizando mecanismos de transporte con capacidades todoterreno, donde la principal forma de alojamiento es la acampada, durante periodos prolongados de tiempo y abarcando inclusive lugares más allá de las fronteras internacionales. Pues bien, nada más alejado a esta definición fue lo que nos planteamos hacer tres amigos un miércoles del mes de noviembre.
Se daba la circunstancia que la restauración llevaba semanas cerrada debido a las restricciones por la pandemia, lo cual no nos impidió salir igualmente en moto a recorrer pistas y caminos de los Pirineos. Eso sí, deberíamos llevar con nosotros la vitualla necesaria para el día. En principio hablamos de llevar bocadillos preparados en casa, pero después nos vinimos arriba y decidimos que puesto que la ruta pasaba por un refugio de montaña con barbacoa, nos daríamos un festín de carne a la brasa. Con esta premisa nos encontramos en una gasolinera fuera del área metropolitana de Barcelona, en la que llenamos los depósitos de gasolina de la BMW R9T Scrambler de Pigio, la Triumph Scrambler 1200 de Juan y mi BMW F850GS, y arrancamos juntos hacia las montañas del norte. En poco más de una hora llegamos a Ribes de Freser.
En esta pequeña y atractiva población, al pie de la atractiva carretera frecuentada por multitud de moteros de la Collada de Toses, nos detuvimos para hacer unas compras: agua, pan, un poco de embutido y unos impresionantes entrecotes de ternera de raza Bruna dels Pirineus. Acomodamos la comida comprada en los zurrones de las motos y un momento antes de arrancar de nuevo, pensé que si nuestra intención era encender fuego para cocinar, sería una buena idea llevar con nosotros papel de periódico. No encontramos donde comprar diario alguno y se me ocurrió rebuscar en alguna papelera. Nos tuvimos que conformar con cuatro carteles de papel tirados en la basura y los cargamos también en la moto.
Salimos de Ribes de Freser en dirección a Pardines, pero antes de llegar tomamos un desvío hacia la izquierda, con la intención de recorrer la pista forestal que une Pardines con Tregurà, por el Coll de l’Erola y el Camí de Fontlletera, con la intención de parar a comer en el refugio libre Claus, prácticamente a mitad de camino. Pero se quedó en eso, en la intención. La pista estaba cerrada por obras.
Tuvimos que buscar una alternativa, desandamos el camino y volvimos a bajar a Ribes de Freser, de allí fuimos a Queralbs a buscar la pista que en un recorrido de 11 kilómetros, se eleva por encima de los 2000 metros de altitud hasta el Collado de Fontalba.
Las vistas en la subida por una pista forestal ancha con algún tramo ligeramente roto, fue a ritmo alegre, a ratos iba uno delante, a ratos iba otro, disfrutando del paisaje de alta montaña. En Fontalba nos detuvimos un buen rato admirando el fantástico panorama del Pirineo Oriental.
Estando en ese bucólico paraje, recordé que conozco otro lugar en el que también hay un refugio libre con posibilidad de hacer barbacoa, les propuse a mis compañeros acercarnos hasta allí y por supuesto aceptaron.
De nuevo bajamos a Ribes de Freser, punto de partida de casi todas las rutas montañeras de la zona, desde allí encaramos otro pequeño valle y subimos hasta Campelles, donde empieza la pista jalonada de abetos que sube al refugio de Pla de Prats. Cuando llegamos al refugio estábamos eufóricos ante la inminente fiesta carnívora que se nos presentaba.
Aparcamos las motos a un lado del camino y dejamos cascos y chaquetas sobre una de las mesas de picnic que hay en la parte exterior del refugio. Acto seguido, con la ilusión dibujada en nuestros rostros, tomamos una sartén que traíamos de casa, junto con los entrecots y fuimos a inspeccionar las barbacoas dispuestas a un lado del pequeño edificio. En las parrillas quedaban restos de carbón de usos anteriores, y a su lado había leña suficiente, así que pusimos tronquitos pequeños y los carteles que cogí en la basura en Ribes, sacamos un mechero y le prendimos fuego, esperando que se hiciera la magia. Pero la magia no llegó. Una y otra vez se apagaba, una y otra vez lo prendíamos. La leña al aire libre estaba húmeda y no había manera. Se encendía produciendo una mínima llama, para minutos después apagarse de nuevo. Así estuvimos un rato, hasta que viendo que nuestra técnica de supervivencia de overlander no daba los resultados esperados, alguien sugirió que había traído un bote de judías.
Con toda la frustración del mundo no nos quedó otra que resignarnos, ya que ni siquiera fuimos capaces de calentar las judías. Repartimos las judías, el pan y un poco de embutido y esa fue nuestra comida campestre. La tarde caía y el frío se iba haciendo presente. Por suerte alguien trajo de casa un termo con café caliente, ese fue el remate a tan exótica comida.
Entre risas recogimos los bártulos y empezamos la vuelta a casa, eso sí, buscando el camino con más curvas y más largo posible. Creo que es la vez que he vuelto a casa con más comida de la que salí: un magnífico entrecot de ternera Bruna dels Pirienus. Debo añadir que el entrecot cocinado sobre una encimera eléctrica no sabe igual que sobre brasas de carbón, pero es mucho más seguro para un aprendiz de overlander.
Sala de reuniones con una gran mesa rectangular rodeada por seis sillas, en el centro de la misma un teléfono con dispositivo de manos libres, un portalápices con cinco bolígrafos y unos cuantos folios en blanco.
Entra la responsable de Redes Sociales claramente contrariada.
–¡Necesito contenido ya! Estamos a menos de un mes para iniciar la campaña en Instagram y Facebook y no tengo nada. Necesito ilustraciones, fotos, vídeos, ¡algo!
A menudo los creativos de las empresas son un poco exagerados, quizás para dar más valor a su trabajo del que solemos darle el resto de mortales.
No es el caso de Amina. Desde que se la contrató para llevar la gestión de las RRSS de nuestra nueva empresa, ha dado muestras de ser una gran profesional, con mucha experiencia y las ideas muy claras. Además tiene razón, vamos con el tiempo justo para lanzar la primera publicación. Mi socio Pigio y yo nos miramos.
–¿Qué hacemos Pigio? El diseñador que nos hace las ilustraciones no tendrá las primeras pruebas hasta dentro de quince días.
–Tenemos el presupuesto del fotógrafo, sólo es cuestión de aprobarlo y hablar con él para ver su disponibilidad –propone Pigio.
Acto segundo
Un despacho con una mesa de oficina y una silla de dirección, en la mesa una pantalla de ordenador con su teclado, cuatro carpetas de expedientes y un teléfono móvil en posición de manos libres. Pigio sentado a un lado de la mesa y yo sentado enfrente suyo. Manteniendo una conversación telefónica a tres con Juan, el fotógrafo.
–Podemos hacer un photoshooting de dos o tres sesiones, con distintas motos y pilotos, así tendré una buena base para editar –nos explica Juan –de esta manera tendríais contenido para dos meses de stories y posts de Instagram.
–No sé de donde podemos sacar los pilotos, ni tenemos tiempo para organizar dos o tres sesiones. Nos urge mucho Juan –exclamo yo.
–Se me ocurre una cosa –interviene Pigio, –podríamos organizarlo para hacerlo en fin de semana, así serían dos sesiones seguidas.
–¿Y los pilotos? ¿Y las motos? –pregunto.
–Tú y yo con nuestras motos. Son suficientemente distintas como para llegar a distintos públicos.
–Os propongo ir a Los Monegros –dice el fotógrafo, –conozco el territorio y ofrece mucha variedad de paisajes y buenas localizaciones.
Lo que en principio parecía una idea descabellada empieza a tomar forma. Contactamos con otro piloto dispuesto a participar en la sesión de fotos y cuadramos agendas con él y con el fotógrafo. Estamos en época de pandemia y toda previsión es poca, así que además de someternos a sendas pruebas de detección del Covid-19, tramitamos las autorizaciones necesarias para realizar actividad empresarial en otra comunidad autónoma.Tras un intercambio de multitud de correos electrónicos, trazamos un plan para realizar el photoshooting el próximo fin de semana.
Acto tercero
Gasolinera del área de servicio del Bruc, en la autovía A2, primera hora de la tarde del viernes. Apenas un turismo repostando gasolina y cuatro camioneros comiendo el menú del día en la cafetería, en un lugar que normalmente, sin pandemia de por medio, estaría atestados de viajeros y transportistas. Un café mientras van llegando los miembros de la comisión fotográfica.
La comitiva está formada por Genís y su BMW R Nine T Urban, como piloto/modelo invitado; Juan con su Triumph 1200 Scrambler, como fotógrafo; Pigio con su BMW R Nine T y yo con mi BMW F 850 GS, como promotores del photoshoting.Un breve briefing para definir la ruta hasta nuestro alojamiento y partimos, ligeros de equipaje, rumbo a la comarca de los Monegros, en la comunidad de Aragón.
Acto cuarto
Un campo de alfalfa junto a una solitaria vía vecinal que cruza una carretera secundaria de Huesca. Primera hora de la mañana del sábado, las motos aparcadas en el exiguo arcén, Juan dando diversas instrucciones y moviéndose para buscar el encuadre óptimo.
–Pasa más cerca de la cámara…
–Sube la moto encima del montículo…
–Ves hasta la curva y vuelve haciendo un wheelie…
Cambio de emplazamiento.
Una pista de tierra en ligera pendiente con restos de barro de las últimas lluvias en los Monegros. Más instrucciones del fotógrafo.
–Cruza este charco…
–Frena derrapando delante de mí…
–Haz patinar la rueda levantando polvo…
Cambio de emplazamiento.
Ruinas de Belchite. Los restos de un campanario acribillado a balazos en una cruenta batalla durante la guerra civil. Juan sigue dando instrucciones.
–Poneros en fila uno detrás de otro…
–Mira al horizonte con la mirada perdida…
–Poneros de lado uno junto a otro…
A pesar de la tardía hora de la tarde, el fotógrafo se empeña en aprovechar la magnífica luz vespertina y la sesión se alarga un poco más. Después de 118 kilómetros off road, volvemos a la carretera para regresar a nuestro alojamiento. Llegamos al hotel tarde, avanzada la noche.
Epílogo
Bajo un puente de la autovía A2 para resguardarnos de la lluvia, cubriéndonos apresuradamente con el equipo impermeable antes de quedar totalmente empapados. Mediodía del domingo. Nuestra intención es ir hacia el Pirineo para cambiar de paisaje y hacer tomas dinámicas en puertos de montaña. El día lluvioso y gris no nos da tregua y tras diversas paradas en varios puertos de montaña, desistimos de conseguir buenas fotos. Nos tenemos que conformar con las obtenidas durante la jornada de ayer. Aunque no somos pilotos profesionales, lo hicimos con la dignidad suficientemente para que salgan buenas instantáneas. El fotógrafo está satisfecho. Llegamos a casa el domingo por la tarde con 360 fotografías, 2 horas de grabación de vídeo y 885 kilómetros en la mochila. Ahora son los creativos quienes deberan desarrollar todo el material gráfico conseguido.
La escena era deprimente: la moto de mi compañero sobre una mancha de aceite unos metros más arriba de donde estaba la mía, en un camino con mucha pendiente y enormes pedruscos sueltos que dificultaban la tracción de nuestras Royal Enfield 350 por aquella subida imposible. Pep sentado junto a su moto con la cabeza apoyada sobre las manos, Valerie sentada al otro lado. Yo junto a la mía tumbado en el suelo, intentando respirar para recobrar el resuello. Aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros.
Nos dirigíamos al reino de Mustang en Nepal, habíamos dormido en Lete, una pequeña aldea dentro del Área de Conservación del Annapurna, aunque lo de dormir es relativo, pues el frío intenso dentro de aquel austero refugio de paredes de fina chapa de madera, apenas me dejó conciliar el sueño.
Según el mapa estábamos llegando al Kali Gandaki, el desfiladero más profundo de la tierra, de 5500 m. de desnivel, con el río del mismo nombre surcando el valle entre dos gigantes; el Daulaghiri de 8167 m. y el Annapurna de 8091 m. Nuestro objetivo era pisar el lugar sagrado de Muktinah, pero el hecho de poder circular con nuestras motos por esa maravilla de la geografía terrestre del Kali Gandaki, nos daba suficiente motivación para aguantar la dureza del viaje. Aunque aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros.
Esa mañana llevábamos algo más de dos horas sobre las motos, cruzando ríos desbordados con el agua cubriendo media rueda, circulando por barrizales y sorteando enormes piedras caídas en desprendimientos. Pep llevaba días fastidiado por una ciática que le atacaba la pierna derecha y cada vez que tenía que apoyar el pie en el suelo para equilibrar la marcha le dolía horrores. Le acompañaba su mujer Valerie, con lo que en su caso, era más arduo manejar la moto cargada por terreno difícil.
Además, mis amigos Pep y Valerie habían estado haciendo un ruta por el Terai, la zona de jungla de Nepal fronteriza con India, y llevaban bastantes más kilómetros y días de viaje que yo, antes de que nos juntáramos en Pokhara, para iniciar el viaje a Mustang. O sea que encima cargaban con la impedimenta necesaria para más días de viaje y multiplicado por dos personas. Más peso que soportar en la pierna de Pep cada vez que la apoyaba en el suelo.
Aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros.
Cuando por fin logré respirar como un ser humano, me incorporé, fui hasta la moto de mis compañeros y me detuve a buscar la procedencia del aceite del suelo. Con la cantidad de polvo y barro incrustado en el motor no pude ver el origen. Pep seguía en silencio y cabizbajo.
—¿Cómo estás Pep? —le pregunté.
—Jodido. La ciática…
—Y esta subida no ayuda precisamente.
—Creo que el aceite supura por las juntas del motor —dijo Pep —hace mucho calor a mediodía, y tanto rato en primera velocidad para subir esta maldita subida debe poner el aceite hirviendo.
Nos quedamos un rato más sentados en silencio. El calor, la deshidratación y el cansancio hacían mella en nuestro estado de ánimo. Unos metros más arriba, a un lado del camino había una pequeña choza, con una mujer cortando leña y una niña mirándonos con curiosidad.
—¿Qué hacemos Pep? —pregunté con un hilo de voz.
Sin soltar palabra Pep se levantó y empezó a remontar la cuesta a pie, lentamente, hasta desaparecer de nuestro campo de visión. El desánimo era tal que si Pep o Valerie hubieran tan sólo insinuado volver para atrás y cancelar el viaje, lo hubiera entendido perfectamente. De hecho, creo que en mi fuero interno casi lo deseaba.
Al rato vislumbramos a mi amigo bajando hacia nosotros. El rostro le había cambiado.
—Quedan unos 50 o 60 metros de subida y después la pendiente se suaviza —nos informó —¿Seguimos?
Aquellas palabras fueron un soplo de aire fresco, un chute de adrenalina, la inyección de optimismo que necesitaba.
Y vencimos a la subida.
Lo que vino después fue espectacular. Fueron días de disfrute de una de las mejores experiencias sobre dos ruedas que haya vivido nunca. El Kali Gandaki, la llegada a Jomsom, la subida a Muktinah. Y después volver dando un rodeo por Gorkha. Aún con alguna avería en las robustas Royal Enfield que pudimos reparar por nuestros medios, y algún que otro extravío por aldeas que ni aparecían en los mapas, logramos nuestro objetivo. En Muktinah nos abrazamos, saltamos de alegría y lloramos.
Me consta que la mayor parte del recorrido que hicimos en aquel viaje ahora está asfaltado, pero en aquella ocasión, después de varios días de andar medio perdidos por pistas y caminos de tierra, cuando por fin llegamos al asfalto, nos bajamos de las motos a besarlo.
Debo admitir que de no ser por la valentía y determinación de mis compañeros de viaje, no habría llegado a Mustang. Gracias Valerie y Pep, por echarle el coraje que le echasteis.
Aquel fin de semana estaba gafado. Mi moto se paraba en cualquier momento sin motivo aparente y después le costaba mucho arrancar. Habíamos recorrido los Ports de Besseit y salir del congosto de La Fontcalda me costó una eternidad, al tener que verificar en cada parada del motor, las bujías, las conexiones de gasolina o los bornes de la batería de la Honda CBR 600 F, sin encontrar el fallo.
La Honda Pepsi, como era conocida la moto por su combinación de colores blanco, azul y rojo, me tenía amargado.
Era el verano de 1995 y en esa época del siglo pasado, todavía no había teléfonos móviles ni asistencia en viaje. Unas veces tocaba empujar la moto y engranar una marcha para arrancarla por inercia, y otras simplemente insistir presionando el botón de arranque hasta que el motor volvía a la vida.
No había una explicación o al menos yo no alcanzaba a comprenderla y por eso la preocupación se instaló en mis pensamientos, impidiéndome disfrutar de la ruta en moto.
Hasta que llegamos a Miravet para cruzar el Ebro en uno de sus pasos de barca. En ese momento, ante semejante ingenio del hombre se desvanecieron mis preocupaciones.
Lo que tenía ante mí flotando sobre el río, eran dos viejos llauds, unidos por su cubierta con una plataforma de carga, con el nombre de Isaac Peral escrito en su casco. El artilugio no tenía motor, ni vela, ni remos, sino que utilizaba la misma corriente del agua para cruzar de una orilla a otra. Simplemente cambiando la dirección del timón, conseguía que se desplazara hacia una riba o hacia la otra, enganchado con un cable a una línea de vida que uniendo las dos orillas, impedía que la barcaza se fuera río abajo empujada por la corriente.
La simplicidad del diseño para cruzar el cauce me causó tal sosiego, que por unos momentos hizo que me olvidara de motores, bujías y gasolina, y de los problemas que aquejaban a mi moto.
Tres coches y cinco motos, con sus conductores y acompañantes, formábamos la carga de la barcaza. El barquero era un tipo enjuto vestido con una chupa negra de cuero y lucía una larga cabellera, tenía más aspecto de cantante de heavy metal que de patrón de embarcación, sin embargo se manejaba con una desenvoltura que solo la experiencia acumulada le podía haber dado. Soltó las cadenas que amarraban la embarcación al pequeño muelle, giró totalmente los timones de la nave y esta empezó a moverse lentamente. La travesía apenas duró veinte minutos, marcados por la calma y el murmullo del agua pasando bajo el casco. Al llegar a la otra orilla los vehículos transportados arrancaron de nuevo sus motores. Excepto mi moto, que tuve que sacarla empujando por la rampa de cemento, con la ayuda de otros pasajeros.
Veinticinco años después he vuelto a montarme en el Isaac Peral.
Rodando por la provincia de Tarragona un lunes del mes de diciembre, hemos trazado una ruta que nos permitiera llegar a Miravet a tiempo de embarcar en el pas de barca, ja que durante el invierno solo funciona hasta la puesta de sol.
Mi compañero de ruta y yo tenemos el privilegio de ser los únicos pasajeros que a esta hora de la tarde nos embarcamos en la pareja de llauds que cruza el Ebro.
En cuanto la rueda delantera de mi moto ha pisado la tarima de madera de la plataforma flotante, he tenido la sensación de que se había parado el tiempo. Las misma estructura con dos cascos de barca, las misma cadenas a modo de amarras, los mismos tablones de madera a modo de cubierta, el mismo sistema de timonear, el mismo discurrir sobre el agua, el mismo silencio, la misma paz que veinticinco años atrás.
Lo único que ha cambiado es el barquero.
El patrón actual del Isaac Peral, es un afable señor al que le gusta su trabajo y conoce el río como nadie, y al que le gusta charlar, a juzgar por la buena conversación que mantenemos.
Nos cuenta detalles como que la barcaza tiene ya setenta y cinco años de uso, que aunque hay otros pasos de barca en Flix y en García, este de Miravet es el único que se mueve exclusivamente con la fuerza del agua, por lo que para él es el último pas de barca auténtico en funcionamiento, que antiguamente los barqueros eran vecinos de la zona que conocían el río y en cambio ahora para patronear en el río es necesario el PAC, título de Patrón de Aguas Continentales.
También nos da una charla medioambiental sobre la proliferación del siluro, el pez invasor que ha acabado prácticamente con los barbos y otras especies, o el efecto de las depuradoras en el río, que al mantener el agua más limpia, permite que los rayos de luz penetren más profundamente, por lo que se desarrollan más las algas del lecho, provocando un desequilibrio ecológico.
Con esta agradable cháchara llegamos a la otra orilla, tras pagar al barquero los cinco euros del billete, entre las dos motos y sus ocupantes, nos despedimos de él agradeciéndole el buen rato pasado y proseguimos nuestra ruta, pronto va a anochecer y tenemos que llegar a nuestro alojamiento.
A estas alturas del relato quizás te estarás preguntando que pasó con mi Honda CBR Pepsi, y cómo logré salir del Ebro aquel verano de 1995.