Por fin lo he vuelto hacer. Mi cuerpo y sobre todo mi mente necesitaba urgentemente salir de nuevo de mi zona de confort. Después de un año y medio sin poder viajar, con las limitaciones como consecuencia de la pandemia sufrida en todo el mundo, después de varios viajes cancelados y de billetes de avión anulados por las compañías aéreas, he vuelto a enfundarme el casco y las botas para descubrir sobre dos ruedas un país desconocido.
El destino elegido ha sido Kirguistán. Lo tenía pendiente desde el 2020, el año en el que el mundo se paró, anulándolo casi todo por dicha pandemia.
Te preguntarás ¿porque Kirguistán? La respuesta es simple: muchos de mis amigos, grandes viajeros en moto, conocedores de Asia central, me habían hablado mucho y bien de las maravillas de este país desconocido para muchos.
Los que no tenemos la suerte de poder estar un mes o incluso varios meses viajando, no nos queda otra opción que desplazarnos en avión hasta el lugar al que queremos viajar y una vez allí alquilar una moto in situ, o bien enviar nuestra propia moto por transporte terrestre, marítimo o aéreo, según las posibilidades económicas de cada uno, hasta el lugar de inicio de la ruta.
Después de ver las distintas empresas que se dedican a alquilar motos en este país me decidí por la que me parecía más solvente y contacté con ellos para que me reservarán una moto para dos semanas de septiembre.
El día previsto, la BMW F800GS que sería mi compañera durante los próximos días, me esperaba en Bishkek, la capital de Kirguistán. Provista de dos maletas y top case, recién revisada, con herramientas y un par de cámaras de recambio para reparar pinchazos y el depósito lleno, se me antojaba la más bella máquina a la que podía acceder.
Allí empezó nuestra historia de amor.
Como en todas las historias de amor apasionado, hay momentos de subida y momentos de bajada. También en nuestra particular historia.
Fueron once días de moto seguidos sin tregua, con algunas jornadas de más de nueve horas de conducción, sin prácticamente tiempo para comer. Fueron muchos kilómetros y horas circulando por pistas de tierra rotas, sin cobertura telefónica ni vehículos transitando.
Hubo caídas de las que tuve que levantarme, y levantar la pesada moto, por mis propios medios y sin ayuda. Hubo días de bajón, incluso de sentirme enfermo. Hubo vómitos y diarrea. Hubo mucho frío y mucho calor, en un mismo día pasé de los 3º a las 8 de la mañana, a los 32º a las 2 de la tarde. Hubo dolor por los golpes. Hubo pérdidas y despistes en el camino. Pero sobre todo hubo alegría. Mucha alegría.
De esa alegría que te hace llevar una sonrisa constante bajo el casco. De esa alegría que te hace cantar, silbar, gritar que estás vivo, que vuelves a estar en ruta, descubriendo paisajes nunca vistos, hablando con gentes nunca imaginadas.
En otra ocasión te hablaré de las impresionantes montañas del país, de la hospitalidad kirguís, de los 0,60€ el litro de gasolina, de los 90 km/h de límite de velocidad en todo Kirguistán, de los frecuentes controles de velocidad y alcoholemia, de los semáforos que cambian cada 30 segundos, de las dificultades de intentar hablar ruso.
Hoy solo quería contarte que he vuelto con las pilas cargadas, con más planes que nunca y con nuevos proyectos.
Volver a salir de mi zona de confort, como siempre, me ha sentado bien.
Una tarde de primavera del año 2007, estando en una terraza del Port Olímpic salió la conversación.
–Este verano me voy a Dakar en moto –les dije a mis compañeros de mesa.
–¡Yo también! –replicó mi amigo Berni, –pero yo iré en Vespa.
Ir hasta Senegal en agosto tiene su punto, hacerlo en moto tiene cierto mérito, pero ir en una Vespa, atravesando España, Marruecos, Sáhara Occidental y Mauritania, tiene mucha dosis de locura.
Superada la primera sorpresa por la noticia, Berni nos dio más detalles de su proyecto. Se trataba de llevar dos Vespas para donarlas a un grupo de maestros que se tenían que desplazar por las aldeas más alejadas con una cierta autonomía. Berni y su amigo Jordi, ambos grandes aficionados a los scooter y en especial a las Vespas, contarían con el apoyo del Vespa Team Barcelona y la Scooter Society, para llevar dos Vespa TX 200 hasta un pueblecito a las afueras de Dakar.
También partirían de Barcelona y viajarían en la misma época, aunque saliendo unos días antes que nosotros: “¿te imaginas que nos encontremos?”.
Así quedó la cosa, cada uno de nosotros siguió con las preparaciones de sus respectivos viajes. En mi caso finalmente haríamos el viaje cuatro motos. Pasaron los meses y llegó el momento, tan deseado como esperado de iniciar el viaje. Permíteme mencionarte que en aquella época todavía no teníamos Whatsapp, y puesto que Berni vivía entre Toledo y Barcelona, nos comunicábamos por Messenger o llamada telefónica, por eso sabíamos que las Vespas habían emprendido la ruta hacia el sur unos cuantos días antes que nosotros.
Viajando por Marruecos pudimos encontrar algún cibercafé y conectarnos a internet, de esta manera nos enteramos de una noticia graciosa: en los foros de scooters en los que eran participantes activos Berni y Jordi, habían organizado una porra para adivinar en qué punto del viaje se estropearían las Vespas y se les acabaría el viaje. Yo ya había estado seis veces en Marruecos y el Sáhara Occidental, pero nunca había cruzado a Mauritania. Los días del viaje se sucedían sin más contratiempos que los inherentes a un viaje de estas características, que no son pocos: papeleos de fronteras, controles policiales y calor, mucho calor.
Ya en Mauritania, después de pasar la noche en Noadhibou y cruzando el país, tuvimos noticias de que teóricamente las Vespas andaban unos pocos kilómetros por delante nuestro. En nosotros tomó fuerza de nuevo la idea: “¿te imaginas que nos encontremos?”.
Y así fue, primero dos puntitos oscuros en la lejanía de la recta carretera, después los puntitos fueron tomando forma, finalmente vimos claramente que se trataba de dos Vespas. Allí, junto a la árida carretera y bajo un sol de justicia nos detuvimos. Saludos, abrazos, felicitaciones y risas, y pasado un rato nos deseamos suerte mutuamente y nos despedimos con un: “a ver quién llega primero a Dakar”.
Volvimos a la ruta dejando atrás a Berni y Jordi con sus Vespas y su menor velocidad, nos acercábamos a Nouakchott y al día siguiente nos esperaba la complicada aduana de Rosso para acceder a Senegal. Por cierto, lo que viví en el paso de la frontera de Rosso, fue tan inverosímil y kafkiano, tal y como narro en mi libro “Dos ruedas y cuatro continentes”, que merece un post entero aparte.
Una vez dentro de Senegal el único control que sufrimos, fue una parada de la policía senegalesa, en la que sólo comprobaron que lleváramos el carnet de vacunación al día. Llegamos a la población de Saint-Louis, nos instalamos en un hotel y después de asearnos y cambiarnos de ropa salimos a dar una vuelta por la ciudad.
Nos llamó la atención un local llamado Yguane café, que tenía el frontal de un vehículo todo terreno en la fachada y se anunciaba como café cubano. Entramos a tomar algo fresco y en cuanto accedimos al interior del bar nos encontramos de nuevo a Berni y Jordi, esta vez con pantalón corto y camiseta. La casualidad quiso que nos encontráramos dos días después de rebasarlos en la carretera, en un garito de una ciudad de Senegal.
Estábamos a 230 km de Dakar, un puro trámite que recorreríamos al día siguiente, y en aquel bar nos sentíamos relajados. Entre Gazelle y Gazelle, la cerveza africana hecha en Dakar, Berni nos explicó que las Vespas se habían portado de maravilla, que la única avería sufrida, fue un bombilla fundida. Nos dijo en Dakar se encontrarían con Malik, a quien le entregarían las dos Vespas TX 200, y pocos días después volverían en avión a Barcelona.
A nosotros todavía nos faltaba pasar unos días visitando Dakar y la isla de Gorée, y desandar todo el camino recorrido de vuelta a casa.
Mi gusto por las carreras de motos ha ido variando con el tiempo. Años atrás seguía casi como religión, las retransmisiones televisivas del campeonato mundial de motociclismo, y no me importaba darme una paliza de kilómetros para ver las carreras en Donnington Park o Jerez. Era la época de la categoría de 500 cc de 2 tiempos.
Tengo grandes recuerdos de las carreras de resistencia en Montjuic, o de los campeonatos de promoción Copa de Ossa, Streaker de Bultaco, Chrono de Montesa o la Copa RD de Yamaha, así como el Critérium Solo Moto, cuyo vencedor se llevaba de premio nada menos que una Yamaha TZ 250 de competición. Después se construyó el Circuit de Catalunya y los aficionados españoles tuvimos nuestro lugar de peregrinaje común, junto con Jerez, y más tarde con Motorland Aragón.
También en mi juventud hice mis pinitos en las carreras, pero no temas, no voy a contarte mis mediocres resultados en competición. Mi interés por el mundial se fue desinflando, hasta el punto en que ahora me suelo enterar del resultado de las carreras por la prensa, al día siguiente.
En cambio, de unos años hacia aquí, cada vez disfruto más asistiendo carreras de motos clásicas. Tengo unos cuantos amigos que compiten en diferentes campeonatos de resistencia y regularidad y me complace mucho acompañarlos en los circuitos, estar con ellos en el box entre manga y manga, o moverme por el paddock saludando a conocidos.
Seguramente tiene mucho que ver con que me gusten tanto este tipo de competiciones, el hecho de que en ellas corren las motos que me hacían soñar en mi juventud, con pilotos de esa época.
Paseando por un circuito en un día de carrera de motos clásicas puedes ver a Alejandro Tejedo, vencedor junto a Josep Maria Mallol de las 24 horas de Montjuic en 1980, o a Carlos Lavado, el piloto venezolano campeón del mundo en 250 cc los años 1983 y 1986, mientras tu espíritu se alegra escuchando el sonido agudo de los motores de dos tiempos y te invade el aroma del aceite de ricino.
Además estoy en el Club Café Racer 09, en el que tenemos una amplia muestra de amigos pilotos que nos representan: Pitu, Kiko, Kero, o los tristemente fallecidos Mangas y Pascual. Con el tiempo se van forjando otras amistades del mundillo, Jou, Coro, Victor, entre muchos otros.
En una carrera en la que participa el Club 09 se respira un ambiente distendido y en su box puedes encontrar a alguien cambiando bujías o cocinando una paella, otro motivo para ir a ver las clásicas.
Hay otras carreras motociclistas que aún no siendo de motos clásicas, me siguen llenando y motivando como la primera vez que supe de ellas: el Tourist Trophy de la Isla de Man. He tenido la suerte de acudir en dos ocasiones a la isla y tengo intención de volver en cuanto las circunstancias sean favorables.
Habíamos llegado el día anterior, después de varias horas navegando por el río Napo en un escueto cayuco sobrecargado con 4 mochileros y un guía local. A pesar de ser un afluente directo del río Amazonas, el Napo en esa época del año llevaba tan poco caudal que en varias ocasiones tuvimos que bajar de la barca y llevarla en volandas a fuerza de brazos para superar algún que otro saliente de rocas. En Puerto Misahuallí la capitanía del puerto nos selló los pasaportes, control imprescindible para poder navegar por los ríos de la Amazonía ecuatoriana. Antes de embarcar Mario, el guía, nos llevó a la cantina del poblado a comprar provisiones para la travesía que nos esperaba por la selva. Aparte de Mario, el grupo lo formábamos una pareja de hermanos israelís, chica y chico, mi compañera y yo, y para semejante grupo las provisiones compradas se limitaron a una bolsa de pan de molde tamaño familiar, una lata de atún en conserva de 1 kg. y 2 botellas de coca-cola de 2 litros cada una, amén de las botellas de agua varias que llevábamos cada uno en la mochila.
Al desembarcar del cayuco repartimos el avituallamiento entre todas las mochilas y, calzados con botas de agua, nos alejamos de la riba del río siguiendo un pequeño sendero durante 40 minutos, hasta una agrupación de tres chozas con techo de chamizo, elevadas sobre troncos para evitar que las alimañas pudieran acceder a su interior. Nos subimos a una de ellas por unos precarios escalones, era la sobriedad personificada: una estancia diáfana, con el suelo de madera por el que se veía la tierra metro y medio más abajo, abierta a los 4 vientos y rodeada por una barandilla de troncos atados entre sí con cuerdas de cáñamo y liana, sin paredes, sin puertas, sin intimidad. Las otras dos chozas estaban habitadas por varias familias de etnia napuruna, predominante en la zona. Nos habían recibido con amabilidad pero con un cierto aire de recelo, quizá de miedo. Extendimos sobre unos montones de paja y hierba nuestros finos sacos de dormir, la mínima tela para que no nos devoraran los mosquitos y las arañas durante las calurosas horas nocturnas y volvimos a salir a la imaginaria plaza de arena formada por unos troncos horizontales a modo de bancos entre las tres chozas. Allí sentado, me deleité observando como a medida que oscurecía, aumentaba el nivel de los cantos de los pájaros y los aullidos de los monos desde la espesura cercana. Al poco rato se acercó un anciano acompañado de dos hombres más, quienes deduje que eran vecinos del poblado. Nos saludaron estrechando uno a uno nuestras manos y en un momento nos vimos rodeados de niños correteando y riendo junto a nosotros. Apenas hablaban español, nos comunicábamos mediante gestos y gracias a la traducción que nos hacía Mario, que hablaba perfectamente quechua del Napo, el idioma local. Tras un buen rato de plática vinieron las mujeres, portando una gran perola humeante y unos cuantos cubiertos y platos metálicos abollados, en los que sirvieron una especie de puré blanquecino con frijoles. Mario nos explicó que era yuca cocida, que las familias locales compartían la comida cogiéndola directamente con la mano desde la perola y que el hecho de ofrecérnosla en platos era una muestra de bienvenida respetuosa. Tímidamente cenamos lo que nos ofrecieron, más por cortesía que por el sabor de la comida, nuestro paladar urbanita no está acostumbrado a ciertos sabores. La noche avanzó y el cansancio me fue venciendo, hasta que me dormí sobre la tarima de la choza, escuchando cantos, aullidos, pitidos y chillidos de la fauna selvática. La noche pasó con el sueño inquieto por el continuo pero sigiloso movimiento de la cercana selva y al aumentar los aullidos y silbidos con las primeras luces, lentamente nos fuimos desperezando.
Una exótica ducha al aire libre, a base de un cubo de agua fría sujeto con cuerdas en lo alto de un árbol, me trajo bruscamente a la realidad de la selva. Desayunamos galletas con una bebida caliente a base de achicoria, cualquier parecido con el café era pura coincidencia, y nos calzamos de nuevo las botas de agua.
El guía nos dio unas instrucciones claras: «caminad uno detrás de otro en fila, no alcéis la voz ni hagáis ruido excesivo, vigilad las serpientes que cuelgan de los árboles y mantened los ojos bien abiertos». Acto seguido cogió un puñado de frutos pequeños redondos y rojizos, los estrujo en una mano y con el líquido que desprendían nos marcó dos señales rojas en la frente a cada uno de nosotros. «Es achote» dijo, «nos protegerá allá donde vamos». Después sacó dos enormes machetes, me dio uno y me dijo: «tú irás dos metros detrás de mí desbrozando y cortando, entre los dos iremos abriendo paso, vigila no me des a mí».
Mario era adusto y parco en palabras, por eso cada vez que hablaba los cuatro le escuchábamos con atención. Además, la seriedad de su expresión hizo que su locución me quedara muy presente. Empezamos a andar y a los pocos minutos estábamos dando machetazos empapados de sudor, no eran ni las 10 de la mañana, pero la humedad de la selva invadía nuestro cuerpo. Machete en mano me llamó la atención que era de la marca Bellota, de fabricación española. El avance en la espesura resultaba cansado y farragoso, no solo por el ejercicio físico de dar golpes de machete para abrir un mínimo paso entre ramas y lianas, sino también porque a cada paso que dábamos nuestros pies se hundían en la tierra fangosa y arbórea. Definitivamente las botas de agua de goma tipo katiuska, eran el mejor calzado para moverse en este medio, húmedo y oscuro por la sombra de la selva que lo cubría todo. Yo me sentía totalmente desubicado. Me gusta salir de mi zona de confort, pero aquello era demasiado. Además, seguramente por mi formación de guía de montaña, necesito saber dónde estoy exactamente en cada momento y en aquella tupida selva no conseguía orientarme lo más mínimo. De vez en cuando Mario se detenía un momento, alzaba la vista hacia las copas de los árboles que lo cubrían todo, observaba en qué posición estaba el sol y cambiaba de dirección. También de vez en cuando, nos daba una escueta información sobre los animales que oíamos: ahora un tucán, ahora un mono aullador, o señalaba con el machete y el brazo extendido hacia un colibrí libando una flor, una serpiente enroscada en una rama o una enorme araña peluda en el suelo, que nuestra vista poco habituada no lograba ver por sí sola. En la selva nunca hay silencio. Casi sin avisar, entre machetazo y machetazo, llegamos a un cauce de río. Teníamos que cruzarlo. Nos quedamos en ropa interior y con la ropa en la mochila por encima de nuestras cabezas, entramos en el agua. Acalorados como estábamos, el frescor del agua nos apetecía y el remojón nos sentó bien, aunque la corriente tenía tanta fuerza que cruzando pasito a pasito, nos desplazó bastantes metros de nuestra ruta. Al otro lado del río nos secamos un poco y proseguimos nuestra expedición. El calor húmedo a esta hora ya era asfixiante, y cuando el sol ya estaba casi en el punto más alto del día, llegamos a un pequeño lago. Aquello era paradisíaco. Escondido en la selva amazónica se nos apareció una laguna de aguas tranquilas y transparentes, con una pequeña cascada en un extremo que aportaba un buen chorro de agua constante. A los cuatro mochileros nos parecía que habíamos encontrado un tesoro escondido, y es que realmente lo era. «Aquí comeremos» dijo secamente el guía, «podemos bañarnos antes».
No puedo describir con palabras lo que sentí al zambullirme en aquellas aguas cristalinas. Mi cuerpo caliente y empapado en sudor, rápidamente se refrescó y se mantuvo en una temperatura ideal. Flotando en la laguna, miraras donde miraras alrededor, la espesura de la selva la rodeaba formando frondosas paredes de vegetación, como si de una bañera se tratara, dotando al lugar de una peculiar privacidad. Aquello debía ser lo más parecido a estar en el vientre materno. Estuvimos un buen rato retozando en el agua y después nos repartimos entre los cinco la lata de atún, el pan de molde y las coca-colas que habíamos comprado la víspera en Misahuallí. El “ágape” duró cinco minutos, por frugal y escaso y por el hambre que teníamos. Cargamos la bolsa, botellas y lata vacías en las mochilas, y de nuevo nos adentramos en la selva amazónica. Al poco rato Mario dijo: «si os habéis quedado con hambre, ahora comeremos los postres». Pensé que nos mostraría algún delicioso fruto tropical escondido. Pero no. En medio de aquella espesa vegetación, observamos un claro en el que extrañamente no había ni un árbol o arbusto en un diámetro de quince metros, salvo un endeble arbolito de ramas largas y estrechas, situado en el centro geométrico del claro. «Este pequeño árbol se come todos los nutrientes de su alrededor, por eso no puede crecer nada cerca de él», nos explicó el guía, y añadió: «en él habitan una especie de hormigas que contienen mucho ácido cítrico, aquí tenemos el postre de limón». Nos quedamos todos extrañados y asentimos con una sonrisa, como diciendo: «sí claro». Mario se acercó al arbolito, tomo una rama de la que sobresalía una anómala protuberancia y con el filo del machete empezó a rascar suavemente el bulto hasta que lo agujereó. Del agujero empezaron a salir unas hormigas pequeñitas, de unos dos o tres milímetros de largo. Con la punta del machete raspó el agujero y sacó un puñado de larvas blancas y hormigas correteando, «aquí tenéis el postre ¿quién quiere probarlo?» Quizás por el hambre, quizás por mi curiosidad innata, pero no me lo pensé, dije «¡yo!» alzando el dedo. El resto del grupo me miraba con asco y giraban la cabeza mientras acercaba la boca al machete. Cuando tuve la mezcla de hormigas y larvas en la boca, Mario me dijo: «tienes que aplastar las hormigas con la lengua contra el paladar, o te bajarán las hormigas andando por dentro del cuello». Le hice caso y sentí como chasqueaban los cuerpecitos al chafarse dentro de mi boca y automáticamente me invadía un suave sabor a limón. Dos veces repetí la operación, mientras mis compañeros me decían que estaba loco. Tras esta experiencia gastronómica extrema, proseguimos la excursión. Seguimos durante horas avanzando a golpe de machete, hasta que de repente la intensidad de la vegetación disminuyó y llegamos a la aldea de la que habíamos salido por la mañana.
Al llegar, Mario nos dijo que por la noche vendría el chamán de la zona, para hacer la ceremonia de la ayahuasca, que esa ceremonia era muy conveniente, puesto que habíamos estado transitando por zonas de la selva en las que habitan los espíritus, ya que ningún ser humano había circulado nunca, o en todo caso hacía mucho que no pasaba nadie. Nos dijo que la ayahuasca nos ayudaría a hacer la limpieza de espíritus malignos que nos hubieran podido seguir hasta la aldea. Y añadió: «si tomas ayahuasca, hablarás con los monos…».
Cayó la noche y empezaron a sonar timbales y cánticos, provenientes de los hombres que se habían sentado en los troncos de la placita central. En el centro, una hoguera proyectaba sombras titubeantes alrededor. Al rato de estar escuchando los monótonos tambores, hizo su aparición el chamán. Iba vestido con ropa occidental, pero con la cara pintada con achote y un tocado de plumas y liana en la cabeza, y cruzándole el pecho, un enorme zurrón curtido en mil ceremonias. Le precedían dos hombres que debían ser sus ayudantes, por la forma en que obedecían sus instrucciones.
Se sentó y empezó la ceremonia encendiendo un enorme cigarro puro. Algunos hombres y mujeres fueron pasando mientras yo observaba curioso el proceso: la persona a “purificar” se colocaba de rodillas frente al chamán mientras este aspiraba el puro con fuerza, para seguidamente echar el humo a la cabeza de la persona directamente sobre el cabello, después le daba a beber un liquido marrón en un trozo de coco a modo de tazón. Para acabar vertía un chorro de una botella de aguardiente en el mismo coco y también se la bebía de un trago. Todo ello amenizado con el canturreo murmurado del chaman, seguramente invocando a que se marcharan los malos espíritus. Al acabar, la persona ya “purificada” se apartaba a tumbarse en el suelo, lejos de la mirada del resto de gente.
El guía empezó a calentar agua para cocinar unos espaguetis para el grupo, entonces preguntó quién quería probar la ayahuasca, y otra vez como un resorte, levanté el dedo. «Entonces hablarás con los monos», volvió a decir Mario.
No soy creyente de espíritus, ni de dioses, ni de religiones, pero la observación de aquella ceremonia me llamó poderosamente la atención y el ansia de probar y conocer me empujó a hacerlo. Nadie más del grupo quiso acompañarme.
Me puse de rodillas ante el chamán, me tiró el humo del puro que estaba casi acabado, y me dio a beber la ayahuasca de color marrón. Tenía un sabor amargo, pero me tragué entera la bebida en el coco que me ofreció, después bebí el aguardiente en el mismo coco y esta vez me costó tragarlo, de tan fuerte que era aquella bebida alcohólica. Me incorporé y me retiré a sentarme en la oscuridad, mientras el chamán seguía murmurando oraciones y los timbales no cesaban. Allí estaba yo sentado, esperando que vinieran a hablarme los monos. Pero no vinieron. En cambio sí que vinieron mis hijas. Míriam y Laura de ocho y cuatro años respectivamente, estaban en España a casi 9000 km. de distancia, y sin embargo las tenía delante. Iban ataviadas con taparrabos y plumas en la cabeza y cuando llegaron a mi lado se pusieron a bailar al ritmo de la percusión que sonaba. Yo estaba sonriendo y preguntándoles cómo habían llegado hasta allí, pero ellas se limitaban a bailar sin contestar mi pregunta. Al cabo de unos minutos de estar viendo con mis propios ojos a mis hijas, sus caritas se transformaron y dejaron de ser ellas. En realidad eran dos niñas del poblado, que habían venido hasta nosotros para dedicarnos unos bailes típicos. Pero yo os juro que vi a mis hijas. El efecto de la ayahuasca se transformó entonces en un terrible mareo. Todo se movía a mi alrededor. Giraban las estrellas, giraba la fogata, giraban las chozas y yo no me tenía sentado. Empecé a vomitar. No quiero ser muy explícito pero te diré que lo hice en grandes cantidades, a chorro y con más fuerza que nunca lo había hecho. Después me dormí. No mucho rato, pues cuando me desperté el chamán ya se estaba retirando. Subí a la parte elevada de la choza donde estaban mis compañeros que me preguntaban si había hablado con los monos. Les estaba contestando que no, cuando vi en un rincón restos de los espaguetis que habían cenado. Sin pensarlo me abalancé sobre la cazuela y los devoré como si hiciera días que no comía. «No he hablado con monos, pero he visto a mis hijas». Me miraron, ahora sí, convencidos de que estaba loco. Ya no recuerdo nada más, hasta que me despertó el canto de la selva al amanecer.
En aquel viaje por Ecuador también ascendimos los volcanes Guagua Pichincha de 4794 m. y Cotopaxi, de 5897 m. de altitud, entre humeantes fumarolas de azufre. Bajamos en mountain bike, los casi 2000 metros de desnivel desde la cumbre del Rucu Pichincha hasta la ciudad de Quito. Pudimos observar de noche la erupción del volcán Tungurahua, con los ríos de lava incandescente deslizándose por sus laderas. Sin embargo la experiencia más impactante para mí, fue la que vivimos en la selva. La Amazonía me ofreció un viaje tan duro, que no me permitió dedicarme a tomar fotos. De aquel viaje, si no fuera porque quedó el sello del control del puerto de Misahuallí en el pasaporte, creería que fue un sueño.
Según Wikipedia, Overlanding consiste en viajar a sitios remotos, utilizando mecanismos de transporte con capacidades todoterreno, donde la principal forma de alojamiento es la acampada, durante periodos prolongados de tiempo y abarcando inclusive lugares más allá de las fronteras internacionales. Pues bien, nada más alejado a esta definición fue lo que nos planteamos hacer tres amigos un miércoles del mes de noviembre.
Se daba la circunstancia que la restauración llevaba semanas cerrada debido a las restricciones por la pandemia, lo cual no nos impidió salir igualmente en moto a recorrer pistas y caminos de los Pirineos. Eso sí, deberíamos llevar con nosotros la vitualla necesaria para el día. En principio hablamos de llevar bocadillos preparados en casa, pero después nos vinimos arriba y decidimos que puesto que la ruta pasaba por un refugio de montaña con barbacoa, nos daríamos un festín de carne a la brasa. Con esta premisa nos encontramos en una gasolinera fuera del área metropolitana de Barcelona, en la que llenamos los depósitos de gasolina de la BMW R9T Scrambler de Pigio, la Triumph Scrambler 1200 de Juan y mi BMW F850GS, y arrancamos juntos hacia las montañas del norte. En poco más de una hora llegamos a Ribes de Freser.
En esta pequeña y atractiva población, al pie de la atractiva carretera frecuentada por multitud de moteros de la Collada de Toses, nos detuvimos para hacer unas compras: agua, pan, un poco de embutido y unos impresionantes entrecotes de ternera de raza Bruna dels Pirineus. Acomodamos la comida comprada en los zurrones de las motos y un momento antes de arrancar de nuevo, pensé que si nuestra intención era encender fuego para cocinar, sería una buena idea llevar con nosotros papel de periódico. No encontramos donde comprar diario alguno y se me ocurrió rebuscar en alguna papelera. Nos tuvimos que conformar con cuatro carteles de papel tirados en la basura y los cargamos también en la moto.
Salimos de Ribes de Freser en dirección a Pardines, pero antes de llegar tomamos un desvío hacia la izquierda, con la intención de recorrer la pista forestal que une Pardines con Tregurà, por el Coll de l’Erola y el Camí de Fontlletera, con la intención de parar a comer en el refugio libre Claus, prácticamente a mitad de camino. Pero se quedó en eso, en la intención. La pista estaba cerrada por obras.
Tuvimos que buscar una alternativa, desandamos el camino y volvimos a bajar a Ribes de Freser, de allí fuimos a Queralbs a buscar la pista que en un recorrido de 11 kilómetros, se eleva por encima de los 2000 metros de altitud hasta el Collado de Fontalba.
Las vistas en la subida por una pista forestal ancha con algún tramo ligeramente roto, fue a ritmo alegre, a ratos iba uno delante, a ratos iba otro, disfrutando del paisaje de alta montaña. En Fontalba nos detuvimos un buen rato admirando el fantástico panorama del Pirineo Oriental.
Estando en ese bucólico paraje, recordé que conozco otro lugar en el que también hay un refugio libre con posibilidad de hacer barbacoa, les propuse a mis compañeros acercarnos hasta allí y por supuesto aceptaron.
De nuevo bajamos a Ribes de Freser, punto de partida de casi todas las rutas montañeras de la zona, desde allí encaramos otro pequeño valle y subimos hasta Campelles, donde empieza la pista jalonada de abetos que sube al refugio de Pla de Prats. Cuando llegamos al refugio estábamos eufóricos ante la inminente fiesta carnívora que se nos presentaba.
Aparcamos las motos a un lado del camino y dejamos cascos y chaquetas sobre una de las mesas de picnic que hay en la parte exterior del refugio. Acto seguido, con la ilusión dibujada en nuestros rostros, tomamos una sartén que traíamos de casa, junto con los entrecots y fuimos a inspeccionar las barbacoas dispuestas a un lado del pequeño edificio. En las parrillas quedaban restos de carbón de usos anteriores, y a su lado había leña suficiente, así que pusimos tronquitos pequeños y los carteles que cogí en la basura en Ribes, sacamos un mechero y le prendimos fuego, esperando que se hiciera la magia. Pero la magia no llegó. Una y otra vez se apagaba, una y otra vez lo prendíamos. La leña al aire libre estaba húmeda y no había manera. Se encendía produciendo una mínima llama, para minutos después apagarse de nuevo. Así estuvimos un rato, hasta que viendo que nuestra técnica de supervivencia de overlander no daba los resultados esperados, alguien sugirió que había traído un bote de judías.
Con toda la frustración del mundo no nos quedó otra que resignarnos, ya que ni siquiera fuimos capaces de calentar las judías. Repartimos las judías, el pan y un poco de embutido y esa fue nuestra comida campestre. La tarde caía y el frío se iba haciendo presente. Por suerte alguien trajo de casa un termo con café caliente, ese fue el remate a tan exótica comida.
Entre risas recogimos los bártulos y empezamos la vuelta a casa, eso sí, buscando el camino con más curvas y más largo posible. Creo que es la vez que he vuelto a casa con más comida de la que salí: un magnífico entrecot de ternera Bruna dels Pirienus. Debo añadir que el entrecot cocinado sobre una encimera eléctrica no sabe igual que sobre brasas de carbón, pero es mucho más seguro para un aprendiz de overlander.
Justamente ahora que se cumple un año del inicio del estado de alarma por la incidencia del Covid en España, me parece oportuno recordar lo que escribí meses atrás, y que se publicó en el libro Ruedas y letras contra el Covid, del cual encontrarás información en esta misma web.
“Confieso que fui de los que se lo creyó. Creí que sería solo cuestión de catorce días, como dijeron al principio, cuando decretaron el estado de alarma. Por suerte o por desgracia mi negocio familiar es uno de los considerados esenciales y no cesamos nuestra actividad. Nos turnamos entre mi mujer y yo para poder atender mínimamente el negocio que, por suerte, no necesita nuestra presencia todas las horas de apertura al público.
Mis estados de ánimo fueron variando con el paso de los días. Primero fue decepción, porque por culpa del COVID-19 se nos fastidió un viaje a Nepal que teníamos programado para mediados del mes de abril. Cinco días después de decretarse el estado de alarma empecé a encontrarme mal, las consultas médicas telemáticas decían que tenía síntomas de COVID-19 y me recomendaban el aislamiento total durante catorce días. Estuve aislado en mi casa, incluso durmiendo en una habitación separada de mi mujer, con la mascarilla puesta todo el tiempo y extremando las medidas higiénicas y sanitarias para no contagiar a nadie más. Esos días los viví con preocupación por cómo podría evolucionar la enfermedad.
Entre tanto se decretó el confinamiento total del país. Afortunadamente, al octavo día desaparecieron la fiebre y los síntomas, pero continué el ciclo de catorce días antes de volver a salir de mi aislamiento en la habitación.
No tengo coche, el único vehículo matriculado a mi nombre es mi moto, así que una vez superado mi confinamiento individual y, dada mi condición de servicio esencial, las pocas veces que me desplacé a mi tienda lo hice sobre dos ruedas; recuerdo que ahí mi estado anímico cambió al de esperanza. Recorrer en moto los diez kilómetros que separan la tienda de mi domicilio, con el casco modular abierto y la mascarilla puesta, recibiendo el fresco de las mañanas de primeros de abril en la cara, me daban la vida. Esos quince minutos de ida por la mañana y quince minutos de vuelta a mediodía me sabían tan bien y los vivía con tanta intensidad como si fuera un viaje apasionante por una ruta desconocida. Y es que siempre he pensado que el trayecto es el que es, pero la actitud con el que lo vives es cuestión de cada uno.
Podríamos decir que soy un motero o motorista muy activo, suelo salir cada semana con amigos o solo, y siempre que puedo hago algún viaje a países lejanos y desconocidos, casi siempre en solitario. Familiares y amigos me llamaban o escribían por WhatsApp: «Lo debes de estar pasando fatal, Carles, acostumbrado a viajar tanto en moto y de golpe tener que quedarte en casa». Pues la verdad es que no, encontré el equilibrio en la lectura y la escritura, y llegué a sentirme sosegado.
No hay que olvidar que detrás de las ruedas de prensa y de las comparecencias de Fernando Simón hay un número estremecedor de fallecidos, cada uno con historias tristes de soledad en sus últimos días. Me gustaría aprovechar este texto para tener un recuerdo para un amigo motero que, desgraciadamente, pasó a formar parte de esta terrible estadística después de semanas de lucha contra la muerte, ingresado en una UCI. Pascual Molina no superó al maldito virus y se fue a rodar en moto por el Valhalla, o por donde sea que vayan a rodar los compañeros que ya no están entre los vivos.
Los estados de alarma se fueron sucediendo uno tras otro. En el momento de escribir estas líneas vamos por la quinta prórroga y, hasta el momento, he leído una decena de libros de lo más variados; desde novela negra hasta sociología, pero sobre todo libros de viajes en moto.
Creativamente pasé por unas semanas bastante productivas. En primer lugar, pude terminar de escribir un libro sobre mis viajes en moto que tenía empezado. Se llamará Dos ruedas y cuatro continentes. En ese momento me sentí ilusionado, pues espero verlo publicado pronto. En segundo lugar, le he dado un buen empujón a un proyecto que tenía casi olvidado: mi primera novela, en la que estoy plenamente inmerso.
Justamente ayer fue el primer día en el que la región sanitaria de la comunidad autónoma en la que vivo pasó a la fase 1 de la desescalada y, por supuesto, a primera hora de la mañana salí en mi moto y estuve rodando, explorando los límites geográficos que me permite la ley en dicha fase. Tomé algún café en las pocas terrazas abiertas al público. Estuve rodando alegre muchas horas y volví a casa a las seis de la tarde, con la sonrisa tatuada en mi cara.
Hay otro proyecto que tengo aparcado, más bien enterrado bajo capas y capas de incertidumbre: un viaje en moto por Asia Central en septiembre; y es que en el momento actual no sé si será posible viajar a ningún lado.
Lo que está claro es que va a cambiar (de hecho ha cambiado ya) el paradigma que conocíamos hasta ahora en muchos aspectos de nuestras vidas, y por descontado en lo referido a los viajes. Probablemente nos fijaremos en objetivos dentro de nuestro país y redescubriremos paraísos cercanos, para, de este modo, ayudar a reactivar la economía local, que tantos estragos está causando esta pandemia.
Me atrevo a augurar que mi estado de ánimo va a mutar a expectante en los próximos días por varios motivos: por un lado, por los posibles rebrotes o retrocesos en el control de la epidemia mundial; y por otro, por los avances científicos que nos traigan, o bien la vacuna contra el coronavirus, o bien el tratamiento definitivo que acabe con la trágica letalidad de la enfermedad del COVID-19. Hasta que esto llegue pienso vivir lo que han llamado la «nueva normalidad», rodando en mi moto por donde me dejen, sumándole kilómetros a mi existencia y comiéndome la vida a bocados, a pesar de que haya días en que me sienta a ratos decepcionado, preocupado, esperanzado, sosegado, ilusionado, alegre o con incertidumbre; y es que, por desgracia, nunca sabemos cuándo se parará nuestro cuenta kilómetros.
Sala de reuniones con una gran mesa rectangular rodeada por seis sillas, en el centro de la misma un teléfono con dispositivo de manos libres, un portalápices con cinco bolígrafos y unos cuantos folios en blanco.
Entra la responsable de Redes Sociales claramente contrariada.
–¡Necesito contenido ya! Estamos a menos de un mes para iniciar la campaña en Instagram y Facebook y no tengo nada. Necesito ilustraciones, fotos, vídeos, ¡algo!
A menudo los creativos de las empresas son un poco exagerados, quizás para dar más valor a su trabajo del que solemos darle el resto de mortales.
No es el caso de Amina. Desde que se la contrató para llevar la gestión de las RRSS de nuestra nueva empresa, ha dado muestras de ser una gran profesional, con mucha experiencia y las ideas muy claras. Además tiene razón, vamos con el tiempo justo para lanzar la primera publicación. Mi socio Pigio y yo nos miramos.
–¿Qué hacemos Pigio? El diseñador que nos hace las ilustraciones no tendrá las primeras pruebas hasta dentro de quince días.
–Tenemos el presupuesto del fotógrafo, sólo es cuestión de aprobarlo y hablar con él para ver su disponibilidad –propone Pigio.
Acto segundo
Un despacho con una mesa de oficina y una silla de dirección, en la mesa una pantalla de ordenador con su teclado, cuatro carpetas de expedientes y un teléfono móvil en posición de manos libres. Pigio sentado a un lado de la mesa y yo sentado enfrente suyo. Manteniendo una conversación telefónica a tres con Juan, el fotógrafo.
–Podemos hacer un photoshooting de dos o tres sesiones, con distintas motos y pilotos, así tendré una buena base para editar –nos explica Juan –de esta manera tendríais contenido para dos meses de stories y posts de Instagram.
–No sé de donde podemos sacar los pilotos, ni tenemos tiempo para organizar dos o tres sesiones. Nos urge mucho Juan –exclamo yo.
–Se me ocurre una cosa –interviene Pigio, –podríamos organizarlo para hacerlo en fin de semana, así serían dos sesiones seguidas.
–¿Y los pilotos? ¿Y las motos? –pregunto.
–Tú y yo con nuestras motos. Son suficientemente distintas como para llegar a distintos públicos.
–Os propongo ir a Los Monegros –dice el fotógrafo, –conozco el territorio y ofrece mucha variedad de paisajes y buenas localizaciones.
Lo que en principio parecía una idea descabellada empieza a tomar forma. Contactamos con otro piloto dispuesto a participar en la sesión de fotos y cuadramos agendas con él y con el fotógrafo. Estamos en época de pandemia y toda previsión es poca, así que además de someternos a sendas pruebas de detección del Covid-19, tramitamos las autorizaciones necesarias para realizar actividad empresarial en otra comunidad autónoma.Tras un intercambio de multitud de correos electrónicos, trazamos un plan para realizar el photoshooting el próximo fin de semana.
Acto tercero
Gasolinera del área de servicio del Bruc, en la autovía A2, primera hora de la tarde del viernes. Apenas un turismo repostando gasolina y cuatro camioneros comiendo el menú del día en la cafetería, en un lugar que normalmente, sin pandemia de por medio, estaría atestados de viajeros y transportistas. Un café mientras van llegando los miembros de la comisión fotográfica.
La comitiva está formada por Genís y su BMW R Nine T Urban, como piloto/modelo invitado; Juan con su Triumph 1200 Scrambler, como fotógrafo; Pigio con su BMW R Nine T y yo con mi BMW F 850 GS, como promotores del photoshoting.Un breve briefing para definir la ruta hasta nuestro alojamiento y partimos, ligeros de equipaje, rumbo a la comarca de los Monegros, en la comunidad de Aragón.
Acto cuarto
Un campo de alfalfa junto a una solitaria vía vecinal que cruza una carretera secundaria de Huesca. Primera hora de la mañana del sábado, las motos aparcadas en el exiguo arcén, Juan dando diversas instrucciones y moviéndose para buscar el encuadre óptimo.
–Pasa más cerca de la cámara…
–Sube la moto encima del montículo…
–Ves hasta la curva y vuelve haciendo un wheelie…
Cambio de emplazamiento.
Una pista de tierra en ligera pendiente con restos de barro de las últimas lluvias en los Monegros. Más instrucciones del fotógrafo.
–Cruza este charco…
–Frena derrapando delante de mí…
–Haz patinar la rueda levantando polvo…
Cambio de emplazamiento.
Ruinas de Belchite. Los restos de un campanario acribillado a balazos en una cruenta batalla durante la guerra civil. Juan sigue dando instrucciones.
–Poneros en fila uno detrás de otro…
–Mira al horizonte con la mirada perdida…
–Poneros de lado uno junto a otro…
A pesar de la tardía hora de la tarde, el fotógrafo se empeña en aprovechar la magnífica luz vespertina y la sesión se alarga un poco más. Después de 118 kilómetros off road, volvemos a la carretera para regresar a nuestro alojamiento. Llegamos al hotel tarde, avanzada la noche.
Epílogo
Bajo un puente de la autovía A2 para resguardarnos de la lluvia, cubriéndonos apresuradamente con el equipo impermeable antes de quedar totalmente empapados. Mediodía del domingo. Nuestra intención es ir hacia el Pirineo para cambiar de paisaje y hacer tomas dinámicas en puertos de montaña. El día lluvioso y gris no nos da tregua y tras diversas paradas en varios puertos de montaña, desistimos de conseguir buenas fotos. Nos tenemos que conformar con las obtenidas durante la jornada de ayer. Aunque no somos pilotos profesionales, lo hicimos con la dignidad suficientemente para que salgan buenas instantáneas. El fotógrafo está satisfecho. Llegamos a casa el domingo por la tarde con 360 fotografías, 2 horas de grabación de vídeo y 885 kilómetros en la mochila. Ahora son los creativos quienes deberan desarrollar todo el material gráfico conseguido.
Estábamos de vuelta y probablemente tardaríamos cinco o seis días en llegar a casa, pero el hecho de haber superado tantas penurias en el viaje de ida nos brindaba una falsa sensación de seguridad.
Aunque aún nos faltaban más de 3900 km para llegar, en cierto modo teníamos la sensación del que el viaje tocaba a su fin.
Volvíamos de Dakar, habíamos cruzado la frontera entre Mauritania y Senegal por el paso de Roso, según dicen una de las peores aduanas del mundo, fama bien merecida como pudimos comprobar en nuestras propias carnes.
En Mauritania, cerca de Nouakchott, a mediodía y con 50 grados de temperatura, un golpe de calor, casi acaba con la vida de uno de nosotros, de no ser por la rápida intervención de un mauritano que casualmente pasó por allí.
Incluso habíamos tenido que repostar con la gasolina que llevábamos en bidones, para completar las largas distancias sin gasolineras.
Ahora, tras hacer noche en Nouadhibou, dejábamos atrás Mauritania y circulábamos por el Sáhara Occidental a trompicones, debido a los múltiples controles policiales que tenía aquella ruta en aquella época. Con varios viajes por Marruecos y el Sáhara a nuestras espaldas, íbamos prevenidos para estas paradas policiales, y por ello llevábamos fotocopias con la información personal que solían pedir, escritos en francés. De esta manera se agilizaban ligeramente las paradas.
A nuestra izquierda el Océano Atlántico Norte, a nuestra derecha la inmensidad del desierto del Sáhara, enfrente nuestro la ruta de regreso. En este tipo de viajes en el que se cruzan varios países, cada paso fronterizo es una complicación añadida, y en ese momento, aunque aún circulábamos por el Sáhara Occidental, tan solo nos quedaba cruzar la aduana de Marruecos a España, por eso nos sentíamos aliviados y confiados. ¿Qué más nos podía pasar?
Pues pasó algo más.
Levemente, de forma casi imperceptible el aire empezó a levantarse. A los pocos kilómetros, casi sin percatarnos, ya circulábamos por las rectas carreteras con las motos inclinadas hacia la derecha, para contrarrestar la fuerza que nos empujaba hacia el lado contrario. No contábamos con la fuerza de la naturaleza desatada, soplando con todas sus fuerzas y lanzándonos toda la arena del desierto.
Sin detenernos e instintivamente, cerramos las cremalleras de la chaqueta y la pantalla del casco, a la vez que reducimos la velocidad ante el peligro evidente de caída por el viento. Recuerdo el ruido de la arena golpeando contra el casco, y la sensación de miedo a perder el control de la máquina. Aún con la pantalla totalmente cerrada, el viento y la arena se colaba por cualquier pequeña rendija que encontrara, obligándome a entornar los ojos hasta prácticamente cerrarlos.
Durante una hora y media seguimos conduciendo bajo el azote de la tormenta de arena, hasta que por fin se fue y lo hizo de la misma manera que vino, lentamente y sin avisar. Cuando llegamos a Dakhla, la antigua Villa Cisneros, pudimos observar la huella que la arena había dejado de recuerdo en nuestras motos: la barra derecha de la suspensión delantera, la culata derecha del motor bóxer y las barras de protección limadas por la arena y la pantalla transparente con la mitad totalmente esmerilada.
Después, en la ducha de la pensión donde paramos a dormir, salió arena de todos los rincones de mi cuerpo, y cuando digo todos, me refiero a todos, no quiero entrar en detalles. Por suerte, uno de los amigos del grupo traía consigo colirio para los ojos, y gracias a él pudimos aliviar el escozor y enrojecimiento producido por la arena, aún con la pantalla del casco totalmente cerrada. Desde entonces siempre llevo conmigo unas cuantas monodosis de colirio.
A la hora de la cena, un muslo de pollo famélico y una coca cola caliente, acompañaron las risas comentando la experiencia, otra más a la saca.
La escena era deprimente: la moto de mi compañero sobre una mancha de aceite unos metros más arriba de donde estaba la mía, en un camino con mucha pendiente y enormes pedruscos sueltos que dificultaban la tracción de nuestras Royal Enfield 350 por aquella subida imposible. Pep sentado junto a su moto con la cabeza apoyada sobre las manos, Valerie sentada al otro lado. Yo junto a la mía tumbado en el suelo, intentando respirar para recobrar el resuello. Aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros.
Nos dirigíamos al reino de Mustang en Nepal, habíamos dormido en Lete, una pequeña aldea dentro del Área de Conservación del Annapurna, aunque lo de dormir es relativo, pues el frío intenso dentro de aquel austero refugio de paredes de fina chapa de madera, apenas me dejó conciliar el sueño.
Según el mapa estábamos llegando al Kali Gandaki, el desfiladero más profundo de la tierra, de 5500 m. de desnivel, con el río del mismo nombre surcando el valle entre dos gigantes; el Daulaghiri de 8167 m. y el Annapurna de 8091 m. Nuestro objetivo era pisar el lugar sagrado de Muktinah, pero el hecho de poder circular con nuestras motos por esa maravilla de la geografía terrestre del Kali Gandaki, nos daba suficiente motivación para aguantar la dureza del viaje. Aunque aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros.
Esa mañana llevábamos algo más de dos horas sobre las motos, cruzando ríos desbordados con el agua cubriendo media rueda, circulando por barrizales y sorteando enormes piedras caídas en desprendimientos. Pep llevaba días fastidiado por una ciática que le atacaba la pierna derecha y cada vez que tenía que apoyar el pie en el suelo para equilibrar la marcha le dolía horrores. Le acompañaba su mujer Valerie, con lo que en su caso, era más arduo manejar la moto cargada por terreno difícil.
Además, mis amigos Pep y Valerie habían estado haciendo un ruta por el Terai, la zona de jungla de Nepal fronteriza con India, y llevaban bastantes más kilómetros y días de viaje que yo, antes de que nos juntáramos en Pokhara, para iniciar el viaje a Mustang. O sea que encima cargaban con la impedimenta necesaria para más días de viaje y multiplicado por dos personas. Más peso que soportar en la pierna de Pep cada vez que la apoyaba en el suelo.
Aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros.
Cuando por fin logré respirar como un ser humano, me incorporé, fui hasta la moto de mis compañeros y me detuve a buscar la procedencia del aceite del suelo. Con la cantidad de polvo y barro incrustado en el motor no pude ver el origen. Pep seguía en silencio y cabizbajo.
—¿Cómo estás Pep? —le pregunté.
—Jodido. La ciática…
—Y esta subida no ayuda precisamente.
—Creo que el aceite supura por las juntas del motor —dijo Pep —hace mucho calor a mediodía, y tanto rato en primera velocidad para subir esta maldita subida debe poner el aceite hirviendo.
Nos quedamos un rato más sentados en silencio. El calor, la deshidratación y el cansancio hacían mella en nuestro estado de ánimo. Unos metros más arriba, a un lado del camino había una pequeña choza, con una mujer cortando leña y una niña mirándonos con curiosidad.
—¿Qué hacemos Pep? —pregunté con un hilo de voz.
Sin soltar palabra Pep se levantó y empezó a remontar la cuesta a pie, lentamente, hasta desaparecer de nuestro campo de visión. El desánimo era tal que si Pep o Valerie hubieran tan sólo insinuado volver para atrás y cancelar el viaje, lo hubiera entendido perfectamente. De hecho, creo que en mi fuero interno casi lo deseaba.
Al rato vislumbramos a mi amigo bajando hacia nosotros. El rostro le había cambiado.
—Quedan unos 50 o 60 metros de subida y después la pendiente se suaviza —nos informó —¿Seguimos?
Aquellas palabras fueron un soplo de aire fresco, un chute de adrenalina, la inyección de optimismo que necesitaba.
Y vencimos a la subida.
Lo que vino después fue espectacular. Fueron días de disfrute de una de las mejores experiencias sobre dos ruedas que haya vivido nunca. El Kali Gandaki, la llegada a Jomsom, la subida a Muktinah. Y después volver dando un rodeo por Gorkha. Aún con alguna avería en las robustas Royal Enfield que pudimos reparar por nuestros medios, y algún que otro extravío por aldeas que ni aparecían en los mapas, logramos nuestro objetivo. En Muktinah nos abrazamos, saltamos de alegría y lloramos.
Me consta que la mayor parte del recorrido que hicimos en aquel viaje ahora está asfaltado, pero en aquella ocasión, después de varios días de andar medio perdidos por pistas y caminos de tierra, cuando por fin llegamos al asfalto, nos bajamos de las motos a besarlo.
Debo admitir que de no ser por la valentía y determinación de mis compañeros de viaje, no habría llegado a Mustang. Gracias Valerie y Pep, por echarle el coraje que le echasteis.
No acostumbro a ir a concentraciones. No tengo nada en contra de ellas, pero por mi forma de entender la moto y la vida en general, me agobian las aglomeraciones y me siento más cómodo cuanto menos organizada esté la ruta.
Sin embargo hay algunas a las que sí me gusta ir, todas ellas en invierno. El Amotonamiento de la Penya Paddock en Ulldemolins, Tarragona, que dejó de realizarse en 2019; la Invernal de la Penya Paki Paya, de reciente creación en la provincia de Barcelona; la Reunión Invernal de Arguis del Moto Club Monrepós, desde 1974 en el embalse de Arguis, Huesca; o la famosa Elefantentreffen, a la que acudí en su edición 64 en 2020, en Loh/Solla, en la Baviera alemana, justamente hoy hace un año.
Todas ellas tienen en común el frío, las hogueras, el caldo caliente, la amistad y la camaradería que se respira.
Recuerdo hace años en la reunión de Arguis, levantarme por la mañana y apartar con la mano la capa de hielo formado en la lona de la tienda de campaña, tras una gélida noche solo confortada por las risas de los amigos y compañeros, y jurarme a mí mismo: «¡no volveré más! ¡joder que frío!»
Y al año siguiente, el fin de semana anterior a Navidad, allí volvía a estar, fiel a mi cita para encontrarme de nuevo a esos amigos y compañeros de distintos puntos de España, que solo nos veíamos en esa reunión.
Aunque ya no hace el frío de años atrás, estas reuniones mantienen la esencia del viaje en moto en invierno: la conducción “a la defensiva”, el hielo traicionero en las curvas sombrías, la pantalla del casco empañada o los ojos llorosos por el hilo de aire que se cuela por el casco (elige una u otra opción, no hay punto intermedio), los dedos de las manos insensibles, los pies como cubitos de hielo, y al bajar de la moto tener el cuello y la espalda agarrotados por la tensión, tras horas de encoger el cuerpo por el frío.
Al llegar al lugar de la concentración resulta imprescindible reunirse junto a la hoguera con un vaso de caldo caliente, escuchando las batallitas moteras de rigor, para de esta manera atemperar el cuerpo y el espíritu.
Desgraciadamente en 2020 no hubo Reunión, como consecuencia de esta pandemia mundial de la Covid-19 que tanto ha condicionado nuestras vidas, pero me consuela haber acudido a la 46 edición, la última que se hizo en 2019, y además tengo la seguridad de que en 2021 podremos vernos de nuevo en la 47 Reunión Invernal de Arguis, el encuentro de motoristas más antiguo de España.