KIRGUISTÁN

Por fin lo he vuelto hacer. Mi cuerpo y sobre todo mi mente necesitaba urgentemente salir de nuevo de mi zona de confort. Después de un año y medio sin poder viajar, con las limitaciones como consecuencia de la pandemia sufrida en todo el mundo, después de varios viajes cancelados y de billetes de avión anulados por las compañías aéreas, he vuelto a enfundarme el casco y las botas para descubrir sobre dos ruedas un país desconocido.

El destino elegido ha sido Kirguistán. Lo tenía pendiente desde el 2020, el año en el que el mundo se paró, anulándolo casi todo por dicha pandemia. 

Te preguntarás ¿porque Kirguistán? La respuesta es simple: muchos de mis amigos, grandes viajeros en moto, conocedores de Asia central, me habían hablado mucho y bien de las maravillas de este país desconocido para muchos.

La soledad y las montañas, me acompañaron toda la ruta.

Los que no tenemos la suerte de poder estar un mes o incluso varios meses viajando, no nos queda otra opción que desplazarnos en avión hasta el lugar al que queremos viajar y una vez allí alquilar una moto in situ, o bien enviar nuestra propia moto por transporte terrestre, marítimo o aéreo, según las posibilidades económicas de cada uno, hasta el lugar de inicio de la ruta.

Después de ver las distintas empresas que se dedican a alquilar motos en este país me decidí por la que me parecía más solvente y contacté con ellos para que me reservarán una moto para dos semanas de septiembre. 

La cordillera de Tien Shan, tras ella está China.

El día previsto, la BMW F800GS que sería mi compañera durante los próximos días, me esperaba en Bishkek, la capital de Kirguistán. Provista de dos maletas y top case, recién revisada, con herramientas y un par de cámaras de recambio para reparar pinchazos y el depósito lleno, se me antojaba la más bella máquina a la que podía acceder. 

Allí empezó nuestra historia de amor.

Como en todas las historias de amor apasionado, hay momentos de subida y momentos de bajada. También en nuestra particular historia.

Fueron once días de moto seguidos sin tregua, con algunas jornadas de más de nueve horas de conducción, sin prácticamente tiempo para comer. Fueron muchos kilómetros y horas circulando por pistas de tierra rotas, sin cobertura telefónica ni vehículos transitando. 

Hubo caídas de las que tuve que levantarme, y levantar la pesada moto, por mis propios medios y sin ayuda. Hubo días de bajón, incluso de sentirme enfermo. Hubo vómitos y diarrea. Hubo mucho frío y mucho calor, en un mismo día pasé de los 3º a las 8 de la mañana, a los 32º a las 2 de la tarde. Hubo dolor por los golpes. Hubo pérdidas y despistes en el camino. Pero sobre todo hubo alegría. Mucha alegría.

Cuando te caes, te levantas y sigues. No hay otra.

De esa alegría que te hace llevar una sonrisa constante bajo el casco. De esa alegría que te hace cantar, silbar, gritar que estás vivo, que vuelves a estar en ruta, descubriendo paisajes nunca vistos, hablando con gentes nunca imaginadas.

Llegar al Tash-Rabat, antiguo caravanserai de la ruta de la seda, fue algo mágico y trascendental para mí.

En otra ocasión te hablaré de las impresionantes montañas del país, de la hospitalidad kirguís, de los 0,60€ el litro de gasolina, de los 90 km/h de límite de velocidad en todo Kirguistán, de los frecuentes controles de velocidad y alcoholemia, de los semáforos que cambian cada 30 segundos, de las dificultades de intentar hablar ruso.

La huella de la URSS.

Hoy solo quería contarte que he vuelto con las pilas cargadas, con más planes que nunca y con nuevos proyectos. 

Volver a salir de mi zona de confort, como siempre, me ha sentado bien.

AMAZONÍA

Habíamos llegado el día anterior, después de varias horas navegando por el río Napo en un escueto cayuco sobrecargado con 4 mochileros y un guía local. A pesar de ser un afluente directo del río Amazonas, el Napo en esa época del año llevaba tan poco caudal que en varias ocasiones tuvimos que bajar de la barca y llevarla en volandas a fuerza de brazos para superar algún que otro saliente de rocas. En Puerto Misahuallí la capitanía del puerto nos selló los pasaportes, control imprescindible para poder navegar por los ríos de la Amazonía ecuatoriana. Antes de embarcar Mario, el guía, nos llevó a la cantina del poblado a comprar provisiones para la travesía que nos esperaba por la selva. Aparte de Mario, el grupo lo formábamos una pareja de hermanos israelís, chica y chico, mi compañera y yo, y para semejante grupo las provisiones compradas se limitaron a una bolsa de pan de molde tamaño familiar, una lata de atún en conserva de 1 kg. y 2 botellas de coca-cola de 2 litros cada una, amén de las botellas de agua varias que llevábamos cada uno en la mochila. 

Al desembarcar del cayuco repartimos el avituallamiento entre todas las mochilas y, calzados con botas de agua, nos alejamos de la riba del río siguiendo un pequeño sendero durante 40 minutos, hasta una agrupación de tres chozas con techo de chamizo, elevadas sobre troncos para evitar que las alimañas pudieran acceder a su interior. Nos subimos a una de ellas por unos precarios escalones, era la sobriedad personificada: una estancia diáfana, con el suelo de madera por el que se veía la tierra metro y medio más abajo, abierta a los 4 vientos y rodeada por una barandilla de troncos atados entre sí con cuerdas de cáñamo y liana, sin paredes, sin puertas, sin intimidad. Las otras dos chozas estaban habitadas por varias familias de etnia napuruna, predominante en la zona. Nos habían recibido con amabilidad pero con un cierto aire de recelo, quizá de miedo. Extendimos sobre unos montones de paja y hierba nuestros finos sacos de dormir, la mínima tela para que no nos devoraran los mosquitos y las arañas durante las calurosas horas nocturnas y volvimos a salir a la imaginaria plaza de arena formada por unos troncos horizontales a modo de bancos entre las tres chozas. Allí sentado, me deleité observando como a medida que oscurecía, aumentaba el nivel de los cantos de los pájaros y los aullidos de los monos desde la espesura cercana. Al poco rato se acercó un anciano acompañado de dos hombres más, quienes deduje que eran vecinos del poblado. Nos saludaron estrechando uno a uno nuestras manos y en un momento nos vimos rodeados de niños correteando y riendo junto a nosotros. Apenas hablaban español, nos comunicábamos mediante gestos y gracias a la traducción que nos hacía Mario, que hablaba perfectamente quechua del Napo, el idioma local. Tras un buen rato de plática vinieron las mujeres, portando una gran perola humeante y unos cuantos cubiertos y platos metálicos abollados, en los que sirvieron una especie de puré blanquecino con frijoles. Mario nos explicó que era yuca cocida, que las familias locales compartían la comida cogiéndola directamente con la mano desde la perola y que el hecho de ofrecérnosla en platos era una muestra de bienvenida respetuosa. Tímidamente cenamos lo que nos ofrecieron, más por cortesía que por el sabor de la comida, nuestro paladar urbanita no está acostumbrado a ciertos sabores. La noche avanzó y el cansancio me fue venciendo, hasta que me dormí sobre la tarima de la choza, escuchando cantos, aullidos, pitidos y chillidos de la fauna selvática. La noche pasó con el sueño inquieto por el continuo pero sigiloso movimiento de la cercana selva y al aumentar los aullidos y silbidos con las primeras luces, lentamente nos fuimos desperezando.

Una exótica ducha al aire libre, a base de un cubo de agua fría sujeto con cuerdas en lo alto de un árbol, me trajo bruscamente a la realidad de la selva. Desayunamos galletas con una bebida caliente a base de achicoria, cualquier parecido con el café era pura coincidencia, y nos calzamos de nuevo las botas de agua. 

El guía nos dio unas instrucciones claras: «caminad uno detrás de otro en fila, no alcéis la voz ni hagáis ruido excesivo, vigilad las serpientes que cuelgan de los árboles y mantened los ojos bien abiertos». Acto seguido cogió un puñado de frutos pequeños redondos y rojizos, los estrujo en una mano y con el líquido que desprendían nos marcó dos señales rojas en la frente a cada uno de nosotros. «Es achote» dijo, «nos protegerá allá donde vamos». Después sacó dos enormes machetes, me dio uno y me dijo: «tú irás dos metros detrás de mí desbrozando y cortando, entre los dos iremos abriendo paso, vigila no me des a mí».

Mario era adusto y parco en palabras, por eso cada vez que hablaba los cuatro le escuchábamos con atención. Además, la seriedad de su expresión hizo que su locución me quedara muy presente. Empezamos a andar y a los pocos minutos estábamos dando machetazos empapados de sudor, no eran ni las 10 de la mañana, pero la humedad de la selva invadía nuestro cuerpo. Machete en mano me llamó la atención que era de la marca Bellota, de fabricación española. El avance en la espesura resultaba cansado y farragoso, no solo por el ejercicio físico de dar golpes de machete para abrir un mínimo paso entre ramas y lianas, sino también porque a cada paso que dábamos nuestros pies se hundían en la tierra fangosa y arbórea. Definitivamente las botas de agua de goma tipo katiuska, eran el mejor calzado para moverse en este medio, húmedo y oscuro por la sombra de la selva que lo cubría todo. Yo me sentía totalmente desubicado. Me gusta salir de mi zona de confort, pero aquello era demasiado. Además, seguramente por mi formación de guía de montaña, necesito saber dónde estoy exactamente en cada momento y en aquella tupida selva no conseguía orientarme lo más mínimo. De vez en cuando Mario se detenía un momento, alzaba la vista hacia las copas de los árboles que lo cubrían todo, observaba en qué posición estaba el sol y cambiaba de dirección. También de vez en cuando, nos daba una escueta información sobre los animales que oíamos: ahora un tucán, ahora un mono aullador, o señalaba con el machete y el brazo extendido hacia un colibrí libando una flor, una serpiente enroscada en una rama o una enorme araña peluda en el suelo, que nuestra vista poco habituada no lograba ver por sí sola. En la selva nunca hay silencio. Casi sin avisar, entre machetazo y machetazo, llegamos a un cauce de río. Teníamos que cruzarlo. Nos quedamos en ropa interior y con la ropa en la mochila por encima de nuestras cabezas, entramos en el agua. Acalorados como estábamos, el frescor del agua nos apetecía y el remojón nos sentó bien, aunque la corriente tenía tanta fuerza que cruzando pasito a pasito, nos desplazó bastantes metros de nuestra ruta. Al otro lado del río nos secamos un poco y proseguimos nuestra expedición. El calor húmedo a esta hora ya era asfixiante, y cuando el sol ya estaba casi en el punto más alto del día, llegamos a un pequeño lago. Aquello era paradisíaco. Escondido en la selva amazónica se nos apareció una laguna de aguas tranquilas y transparentes, con una pequeña cascada en un extremo que aportaba un buen chorro de agua constante. A los cuatro mochileros nos parecía que habíamos encontrado un tesoro escondido, y es que realmente lo era. «Aquí comeremos» dijo secamente el guía, «podemos bañarnos antes».

No puedo describir con palabras lo que sentí al zambullirme en aquellas aguas cristalinas. Mi cuerpo caliente y empapado en sudor, rápidamente se refrescó y se mantuvo en una temperatura ideal. Flotando en la laguna, miraras donde miraras alrededor, la espesura de la selva la rodeaba formando frondosas paredes de vegetación, como si de una bañera se tratara, dotando al lugar de una peculiar privacidad. Aquello debía ser lo más parecido a estar en el vientre materno. Estuvimos un buen rato retozando en el agua y después nos repartimos entre los cinco la lata de atún, el pan de molde y las coca-colas que habíamos comprado la víspera en Misahuallí. El “ágape” duró cinco minutos, por frugal y escaso y por el hambre que teníamos. Cargamos la bolsa, botellas y lata vacías en las mochilas, y de nuevo nos adentramos en la selva amazónica. Al poco rato Mario dijo: «si os habéis quedado con hambre, ahora comeremos los postres». Pensé que nos mostraría algún delicioso fruto tropical escondido. Pero no. En medio de aquella espesa vegetación, observamos un claro en el que extrañamente no había ni un árbol o arbusto en un diámetro de quince metros, salvo un endeble arbolito de ramas largas y estrechas, situado en el centro geométrico del claro. «Este pequeño árbol se come todos los nutrientes de su alrededor, por eso no puede crecer nada cerca de él», nos explicó el guía, y añadió: «en él habitan una especie de hormigas que contienen mucho ácido cítrico, aquí tenemos el postre de limón». Nos quedamos todos extrañados y asentimos con una sonrisa, como diciendo: «sí claro». Mario se acercó al arbolito, tomo una rama de la que sobresalía una anómala protuberancia y con el filo del machete empezó a rascar suavemente el bulto hasta que lo agujereó. Del agujero empezaron a salir unas hormigas pequeñitas, de unos dos o tres milímetros de largo. Con la punta del machete raspó el agujero y sacó un puñado de larvas blancas y hormigas correteando, «aquí tenéis el postre ¿quién quiere probarlo?» Quizás por el hambre, quizás por mi curiosidad innata, pero no me lo pensé, dije «¡yo!» alzando el dedo. El resto del grupo me miraba con asco y giraban la cabeza mientras acercaba la boca al machete. Cuando tuve la mezcla de hormigas y larvas en la boca, Mario me dijo: «tienes que aplastar las hormigas con la lengua contra el paladar, o te bajarán las hormigas andando por dentro del cuello». Le hice caso y sentí como chasqueaban los cuerpecitos al chafarse dentro de mi boca y automáticamente me invadía un suave sabor a limón. Dos veces repetí la operación, mientras mis compañeros me decían que estaba loco. Tras esta experiencia gastronómica extrema, proseguimos la excursión.  Seguimos durante horas avanzando a golpe de machete, hasta que de repente la intensidad de la vegetación disminuyó y llegamos a la aldea de la que habíamos salido por la mañana.

Al llegar, Mario nos dijo que por la noche vendría el chamán de la zona, para hacer la ceremonia de la ayahuasca, que esa ceremonia era muy conveniente, puesto que habíamos estado transitando por zonas de la selva en las que habitan los espíritus, ya que ningún ser humano había circulado nunca, o en todo caso hacía mucho que no pasaba nadie. Nos dijo que la ayahuasca nos ayudaría a hacer la limpieza de espíritus malignos que nos hubieran podido seguir hasta la aldea. Y añadió: «si tomas ayahuasca, hablarás con los monos…».

Cayó la noche y empezaron a sonar timbales y cánticos, provenientes de los hombres que se habían sentado en los troncos de la placita central. En el centro, una hoguera proyectaba sombras titubeantes alrededor. Al rato de estar escuchando los monótonos tambores, hizo su aparición el chamán. Iba vestido con ropa occidental, pero con la cara pintada con achote y un tocado de plumas y liana en la cabeza, y cruzándole el pecho, un enorme zurrón curtido en mil ceremonias. Le precedían dos hombres que debían ser sus ayudantes, por la forma en que obedecían sus instrucciones. 

Se sentó y empezó la ceremonia encendiendo un enorme cigarro puro. Algunos hombres y mujeres fueron pasando mientras yo observaba curioso el proceso: la persona a “purificar” se colocaba de rodillas frente al chamán mientras este aspiraba el puro con fuerza, para seguidamente echar el humo a la cabeza de la persona directamente sobre el cabello, después le daba a beber un liquido marrón en un trozo de coco a modo de tazón. Para acabar vertía un chorro de una botella de aguardiente en el mismo coco y también se la bebía de un trago. Todo ello amenizado con el canturreo murmurado del chaman, seguramente invocando a que se marcharan los malos espíritus. Al acabar, la persona ya “purificada” se apartaba a tumbarse en el suelo, lejos de la mirada del resto de gente. 

El guía empezó a calentar agua para cocinar unos espaguetis para el grupo, entonces preguntó quién quería probar la ayahuasca, y otra vez como un resorte, levanté el dedo. «Entonces hablarás con los monos», volvió a decir Mario. 

No soy creyente de espíritus, ni de dioses, ni de religiones, pero la observación de aquella ceremonia me llamó poderosamente la atención y el ansia de probar y conocer me empujó a hacerlo. Nadie más del grupo quiso acompañarme.

Me puse de rodillas ante el chamán, me tiró el humo del puro que estaba casi acabado, y me dio a beber la ayahuasca de color marrón. Tenía un sabor amargo, pero me tragué entera la bebida en el coco que me ofreció, después bebí el aguardiente en el mismo coco y esta vez me costó tragarlo, de tan fuerte que era aquella bebida alcohólica. Me incorporé y me retiré a sentarme en la oscuridad, mientras el chamán seguía murmurando oraciones y los timbales no cesaban. Allí estaba yo sentado, esperando que vinieran a hablarme los monos. Pero no vinieron. En cambio sí que vinieron mis hijas. Míriam y Laura de ocho y cuatro años respectivamente, estaban en España a casi 9000 km. de distancia, y sin embargo las tenía delante. Iban ataviadas con taparrabos y plumas en la cabeza y cuando llegaron a mi lado se pusieron a bailar al ritmo de la percusión que sonaba. Yo estaba sonriendo y preguntándoles cómo habían llegado hasta allí, pero ellas se limitaban a bailar sin contestar mi pregunta. Al cabo de unos minutos de estar viendo con mis propios ojos a mis hijas, sus caritas se transformaron y dejaron de ser ellas. En realidad eran dos niñas del poblado, que habían venido hasta nosotros para dedicarnos unos bailes típicos. Pero yo os juro que vi a mis hijas. El efecto de la ayahuasca se transformó entonces en un terrible mareo. Todo se movía a mi alrededor. Giraban las estrellas, giraba la fogata, giraban las chozas y yo no me tenía sentado. Empecé a vomitar. No quiero ser muy explícito pero te diré que lo hice en grandes cantidades, a chorro y con más fuerza que nunca lo había hecho. Después me dormí. No mucho rato, pues cuando me desperté el chamán ya se estaba retirando. Subí a la parte elevada de la choza donde estaban mis compañeros que me preguntaban si había hablado con los monos. Les estaba contestando que no, cuando vi en un rincón restos de los espaguetis que habían cenado. Sin pensarlo me abalancé sobre la cazuela y los devoré como si hiciera días que no comía. «No he hablado con monos, pero he visto a mis hijas». Me miraron, ahora sí, convencidos de que estaba loco. Ya no recuerdo nada más, hasta que me despertó el canto de la selva al amanecer. 

En aquel viaje por Ecuador también ascendimos los volcanes Guagua Pichincha de 4794 m. y Cotopaxi, de 5897 m. de altitud, entre humeantes fumarolas de azufre. Bajamos en mountain bike, los casi 2000 metros de desnivel desde la cumbre del Rucu Pichincha hasta la ciudad de Quito. Pudimos observar de noche la erupción del volcán Tungurahua, con los ríos de lava incandescente deslizándose por sus laderas. Sin embargo la experiencia más impactante para mí, fue la que vivimos en la selva. La Amazonía me ofreció un viaje tan duro, que no me permitió dedicarme a tomar fotos. De aquel viaje, si no fuera porque quedó el sello del control del puerto de Misahuallí en el pasaporte, creería que fue un sueño.

No fue un sueño.

Sertshang, el orfanato de Kathmandu

Cada vez que piso el aeropuerto de Kathmandu noto una intensa vibración en el alma que me llena el espíritu de una paz y una alegría que solo soy capaz de sentir allí.

Quizás por eso necesito tanto volver a Nepal. Allí tengo amigos a los que intento visitar cada vez que voy, con los que nos comunicamos a menudo por WhatsApp, yo les felicito por su Thiar, o les deseo un feliz Dashain, y ellos me felicitan en Navidad.

Últimamente tengo un motivo más que me empuja a ir a Kathmandu. Desde que conocí el orfanato de Sertshang, a sus niñ@s y a la gente que lo dirige, siento el impulso de ayudarles de alguna manera. 

Sertshang Orphanage Home
Sertshang Orphanage Home

Situado en el barrio de Swayambhu, el Sertshang Orphanage Home cuenta con cerca de setenta chicas y chicos de distintas edades y procedencia, con una triste historia detrás. Algunos son huérfanos, muchos de ellos como consecuencia del terremoto del 25 de abril de 2015. Otros están allí porque sus padres eran tan pobres que no podían mantenerlos y, literalmente, los entregaron al centro. Pero a pesar de todo, la alegría aflora en cada rincón del orfanato. 

La relación entre los chicos es la de hermanos que se quieren, los mayores siempre cuidando de los más pequeños y dándose unos a otros el afecto y cariño que no tenían fuera de la casa. Entre todos se organizan para las tareas diarias, como servir las comidas y recoger los platos, u ordenar las habitaciones.

Por la mañana los más pequeños van a la escuela primaria y los mayores al equivalente de nuestra escuela secundaria, por las tardes juegan, cantan y estudian compartiendo espacios comunes. 

En este punto quiero contarte de qué manera se financia, en parte, el orfanato. Cuando las chicas y chicos acaban la escuela superior, tienen que dejar el centro. Entonces, si así lo quieren ellos, Sertshang les forma, asesora y financia para montar un negocio o microempresa, con el compromiso de que durante los primeros años tendrán que devolver el dinero que se les prestó, y que en caso de haber beneficios, una parte de los mismos será para el orfanato. 

De este modo, actualmente hay una guesthouse, una pastelería y cafetería, una plantación de café, un taller de barritas de incienso y un taller de pulseras, entre otros, totalmente gestionados por chic@s que pasaron por el orfanato, que emplea a jóvenes y a su vez produce unos mínimos ingresos para continuar dando cobijo a los que siguen en el orfanato. El propósito de Sertshang Orphanage Home, es formar una nueva generación de buenos y formados ciudadanos nepalíes.

Methok y Muna
Methok y Muna

El orfanato está dirigido por la eficiente Methok, una joven tibetana, cuya historia vital es de las más duras que he conocido. Siendo muy niña y tras perder a ambos progenitores, huyó de las difíciles condiciones de su aldea natal en Tibet, cruzando el Himalaya a pie, prácticamente llevando a cuestas a su hermano pequeño, hasta llegar a Nepal. Fue un viaje durísimo que daría para escribir una novela épica. Cuando la ves interactuando con las niñas y niños de la casa, te das cuenta de que les hace sentirse queridos.

A cargo de la Sathi guesthouse, la pequeña casa de huéspedes cercana al orfanato, está Muna, la menuda y sonriente chica que se ocupa que no les falte de nada a quienes se alojan allí.

Y como esto de ayudar en el fondo es un acto de egoísmo, porque hace que uno se sienta bien, reconozco que a mi me llena cuando vuelvo al orfanato meses después, y veo a los peques que casi no se tenían en pie, como van creciendo y se vuelven más sonrientes, o cuando hablo con Tsering Choron, que la acogieron siendo una niñita de pocos meses de edad, proveniente de las montañas de Khumbu, y me explica que ha venido por vacaciones desde China, donde está cursando el último curso de medicina. Grandes triunfos de las gentes del Sertshang Orphanage Home.

En estas fechas navideñas tan proclives a celebraciones en familia, me acuerdo mucho de mis amigos de Nepal. Con la pandemia mundial del Covid, no he podido visitarles durante todo el 2020. El pequeño país del Himalaya vive prácticamente del turismo, por lo que la crisis sanitaria les ha golpeado también económicamente. Sé que en el orfanato lo están pasando mal, pero resisten y se apoyan unos a otros. 

Yo por mi parte, egoísta como soy, en cuanto pueda les volveré a visitar para sentirme bien.

Sertshang Orphanage Home
Sertshang Orphanage Home

El casco amarillo

Por el rabillo del ojo veo un casco amarillo que se aproxima peligrosamente por mi izquierda, inmediatamente me doy cuenta que se trata de mi compañero. 

Ha acercado su moto hasta ponerse en paralelo a mí y empieza a agitar la mano derecha, indicándome que pare. 

En cuanto veo un arcén más o menos seguro me detengo.

—Me estoy quedando sin gasolina.


—¿Y cómo no me avisas antes? —le pregunto.


—Cuando hemos pasado la última gasolinera he tocado el claxon para avisarte, pero no me has oído. Y de eso hace muchos kilómetros.

—¿Cuánta autonomía te queda?

—Según el indicador digital tan sólo ocho kilómetros.

—Déjame consultar a San Google, a ver dónde está la gasolinera más cercana.

En las carreteras que unen las comarcas del Baix Penedès y el Alt Camp hay poco tráfico, y menos aún un día laborable de invierno. Aún así, pasa un vehículo en sentido contrario al nuestro y se detiene al vernos junto al arcén.

—¿Tenéis algún problema? —nos pregunta su amable conductora.

—Me queda poca gasolina y estamos mirando en el móvil cual es la gasolinera más cercana –explica mi compañero.

—Vaya, pues por aquí no hay muchas. ¿Hacia dónde vais?

—Vamos en dirección a Valls.

—Pues habéis pasado de largo la más cercana, la siguiente en la dirección que vais está a catorce kilómetros.

Tras agradecerle el interés a la señora, se va dejándonos con la duda de si volver para atrás hasta la gasolinera más cercana, o continuar hacia adelante.

Nos decidimos a seguir nuestra ruta.

—Tú ves tirando y si te acaba, yo me llegaré hasta la gasolinera a comprar un par de litros. Llevo gasolina de sobras –digo, convenciendo a mi amigo.

—Vale, iré circulando despacio.

En eso ya no estoy tan seguro. En situaciones como esta, con poco carburante en el depósito, siempre me entra la duda: ¿Qué es mejor, circular lentamente para que la moto consuma menos carburante y llegar más lejos con el que queda? ¿O conducir más rápido para recorrer antes los kilómetros que quedan hasta el repostaje, pero consumiendo más?

Mi compañero opta por la segunda opción, pues cada vez veo más distanciado ese casco amarillo, circulando por delante de mí.

Conduciendo con la tensión de la incógnita, me acuerdo de circunstancias vividas años atrás, en las que yo, o algún compañero, nos hemos quedado sin gasolina, la avería del pobre la llaman. En épocas pasadas, cuando las motos llevaban un tubito de goma, desde el depósito de gasolina hasta los carburadores fácilmente accesible desde el exterior, bastaba con desconectar dicho tubo por su parte inferior, introducirlo en cualquier botella vacía o recipiente que encontráramos y así obtener uno o dos litros para continuar. Incluso recuerdo una anécdota en la que al no encontrar ninguna botella, simplemente desmontamos el depósito de la moto “seca” y lo colocamos debajo del tubito de la moto donante. Con un par de herramientas bastaba para soltar los tres o cuatro tornillos necesarios.

Con las motos actuales, entre la electrónica y los sistemas de inyección eso es imposible, al menos para mí.

Por suerte, la BMW R Nine T Scrambler de mi amigo, nos ha permitido recorrer más kilómetros de los ocho que anunciaba, y conseguimos llegar hasta la estación de servicio sin mayor contratiempo.

Dejamos atrás Valls y continuamos ascendiendo por las espectaculares carreteras de las Muntanyes de Prades.

En esta ocasión me acompaña mi amigo Pigio, mejor dicho, yo le acompaño a él. O al menos lo intento, porque cuando se le cruza el gen competidor, tengo que esforzarme mucho para no perder de vista ese casco amarillo. 

Se suceden curvas de primera velocidad y curvas que invitan a inclinar la moto a cuchillo, con tramos rectos tan cortos que apenas da tiempo de subir una marcha, para inmediatamente volver a bajar dos y frenar con ganas.

Entramos en el Priorat y a la espectacularidad de la carretera, se le añade la belleza del paisaje, con la estrecha cinta de asfalto pasando entre terrazas de viñedos. Y llegamos a Escaladei. El impresionante monasterio, con más de 900 años de antigüedad, fue la primera cartuja construida en la península ibérica.

Después de un breve descanso en este histórico emplazamiento, proseguimos con nuestra borrachera de curvas, siempre a la zaga de Pigio, gran conocedor de la zona.

Al final de la jornada, me despido de mi amigo y pienso que la ruta de hoy nos ha brindado emoción, belleza, tensión y compañerismo. Y sobre todo ganas de vivir. 

Cuando miro por el retrovisor y veo ese casco amarillo alejándose, me pregunto: ¿para cuándo la próxima?