Por fin lo he vuelto hacer. Mi cuerpo y sobre todo mi mente necesitaba urgentemente salir de nuevo de mi zona de confort. Después de un año y medio sin poder viajar, con las limitaciones como consecuencia de la pandemia sufrida en todo el mundo, después de varios viajes cancelados y de billetes de avión anulados por las compañías aéreas, he vuelto a enfundarme el casco y las botas para descubrir sobre dos ruedas un país desconocido.
El destino elegido ha sido Kirguistán. Lo tenía pendiente desde el 2020, el año en el que el mundo se paró, anulándolo casi todo por dicha pandemia.
Te preguntarás ¿porque Kirguistán? La respuesta es simple: muchos de mis amigos, grandes viajeros en moto, conocedores de Asia central, me habían hablado mucho y bien de las maravillas de este país desconocido para muchos.
Los que no tenemos la suerte de poder estar un mes o incluso varios meses viajando, no nos queda otra opción que desplazarnos en avión hasta el lugar al que queremos viajar y una vez allí alquilar una moto in situ, o bien enviar nuestra propia moto por transporte terrestre, marítimo o aéreo, según las posibilidades económicas de cada uno, hasta el lugar de inicio de la ruta.
Después de ver las distintas empresas que se dedican a alquilar motos en este país me decidí por la que me parecía más solvente y contacté con ellos para que me reservarán una moto para dos semanas de septiembre.
El día previsto, la BMW F800GS que sería mi compañera durante los próximos días, me esperaba en Bishkek, la capital de Kirguistán. Provista de dos maletas y top case, recién revisada, con herramientas y un par de cámaras de recambio para reparar pinchazos y el depósito lleno, se me antojaba la más bella máquina a la que podía acceder.
Allí empezó nuestra historia de amor.
Como en todas las historias de amor apasionado, hay momentos de subida y momentos de bajada. También en nuestra particular historia.
Fueron once días de moto seguidos sin tregua, con algunas jornadas de más de nueve horas de conducción, sin prácticamente tiempo para comer. Fueron muchos kilómetros y horas circulando por pistas de tierra rotas, sin cobertura telefónica ni vehículos transitando.
Hubo caídas de las que tuve que levantarme, y levantar la pesada moto, por mis propios medios y sin ayuda. Hubo días de bajón, incluso de sentirme enfermo. Hubo vómitos y diarrea. Hubo mucho frío y mucho calor, en un mismo día pasé de los 3º a las 8 de la mañana, a los 32º a las 2 de la tarde. Hubo dolor por los golpes. Hubo pérdidas y despistes en el camino. Pero sobre todo hubo alegría. Mucha alegría.
De esa alegría que te hace llevar una sonrisa constante bajo el casco. De esa alegría que te hace cantar, silbar, gritar que estás vivo, que vuelves a estar en ruta, descubriendo paisajes nunca vistos, hablando con gentes nunca imaginadas.
En otra ocasión te hablaré de las impresionantes montañas del país, de la hospitalidad kirguís, de los 0,60€ el litro de gasolina, de los 90 km/h de límite de velocidad en todo Kirguistán, de los frecuentes controles de velocidad y alcoholemia, de los semáforos que cambian cada 30 segundos, de las dificultades de intentar hablar ruso.
Hoy solo quería contarte que he vuelto con las pilas cargadas, con más planes que nunca y con nuevos proyectos.
Volver a salir de mi zona de confort, como siempre, me ha sentado bien.
Mi gusto por las carreras de motos ha ido variando con el tiempo. Años atrás seguía casi como religión, las retransmisiones televisivas del campeonato mundial de motociclismo, y no me importaba darme una paliza de kilómetros para ver las carreras en Donnington Park o Jerez. Era la época de la categoría de 500 cc de 2 tiempos.
Tengo grandes recuerdos de las carreras de resistencia en Montjuic, o de los campeonatos de promoción Copa de Ossa, Streaker de Bultaco, Chrono de Montesa o la Copa RD de Yamaha, así como el Critérium Solo Moto, cuyo vencedor se llevaba de premio nada menos que una Yamaha TZ 250 de competición. Después se construyó el Circuit de Catalunya y los aficionados españoles tuvimos nuestro lugar de peregrinaje común, junto con Jerez, y más tarde con Motorland Aragón.
También en mi juventud hice mis pinitos en las carreras, pero no temas, no voy a contarte mis mediocres resultados en competición. Mi interés por el mundial se fue desinflando, hasta el punto en que ahora me suelo enterar del resultado de las carreras por la prensa, al día siguiente.
En cambio, de unos años hacia aquí, cada vez disfruto más asistiendo carreras de motos clásicas. Tengo unos cuantos amigos que compiten en diferentes campeonatos de resistencia y regularidad y me complace mucho acompañarlos en los circuitos, estar con ellos en el box entre manga y manga, o moverme por el paddock saludando a conocidos.
Seguramente tiene mucho que ver con que me gusten tanto este tipo de competiciones, el hecho de que en ellas corren las motos que me hacían soñar en mi juventud, con pilotos de esa época.
Paseando por un circuito en un día de carrera de motos clásicas puedes ver a Alejandro Tejedo, vencedor junto a Josep Maria Mallol de las 24 horas de Montjuic en 1980, o a Carlos Lavado, el piloto venezolano campeón del mundo en 250 cc los años 1983 y 1986, mientras tu espíritu se alegra escuchando el sonido agudo de los motores de dos tiempos y te invade el aroma del aceite de ricino.
Además estoy en el Club Café Racer 09, en el que tenemos una amplia muestra de amigos pilotos que nos representan: Pitu, Kiko, Kero, o los tristemente fallecidos Mangas y Pascual. Con el tiempo se van forjando otras amistades del mundillo, Jou, Coro, Victor, entre muchos otros.
En una carrera en la que participa el Club 09 se respira un ambiente distendido y en su box puedes encontrar a alguien cambiando bujías o cocinando una paella, otro motivo para ir a ver las clásicas.
Hay otras carreras motociclistas que aún no siendo de motos clásicas, me siguen llenando y motivando como la primera vez que supe de ellas: el Tourist Trophy de la Isla de Man. He tenido la suerte de acudir en dos ocasiones a la isla y tengo intención de volver en cuanto las circunstancias sean favorables.
Estoy convencido de que la vida es un continuo aprendizaje, un constante ensayo-error del que podemos aprender, sacar conclusiones y modificar comportamientos para mejorar. Casi siempre. Por eso cuando unos amigos me propusieron realizar un curso de conducción trail junto a ellos, no me lo pensé ni un segundo. En tantos años moviéndome en moto, he tenido que superar dunas de arena en el Sáhara, barrizales de arcilla en África, ríos desbordados en Nepal o carreteras heladas en Europa, o sea que podría parecer que soy un motero con amplios conocimientos y experiencia que no necesita cursos. Nada más lejos de la realidad, tengo experiencia, sí, pero también muchos vicios de conducción, o directamente errores sobre una moto. Por eso y por mis ganas de aprender me apunté al curso de iniciación al trail de la empresa TwinTrail https://www.twintrailexperience.es/. Puesto que nuestras agendas eran complicadas de coordinar, finalmente los cinco amigos optamos por hacerlo en un día laborable, contactamos con TwinTrail y después de ver las distintas opciones nos decidimos por un curso “one to one”, en el que el monitor está dedicado exclusivamente al grupo reducido que le ha contratado. Tocaba decidir entonces entre las dos versiones de este curso, podía ser de media jornada (4 horas) o de jornada completa (8 horas). ¿Qué somos, leones o huevones? Por supuesto elegimos el de 8 horas. Se impartiría un miércoles de 10:00 a 19:00, con un descanso de una hora para comer.
Y llegó el día del curso. A las 9:45 de la mañana Genís, Juan, Pigio y yo, (finalmente Enric no pudo venir por motivos laborales) nos plantamos en la puerta de las instalaciones de TwinTrail Experience en Castellolí, cerca de Barcelona y tras las presentaciones del monitor Carles Falcón, nos dirigimos al circuito cerrado privado, próximo al local, en el que se desarrollan los cursos.
El curso empezó con un breiffing en el que el monitor nos preguntó acerca de nuestra experiencia en conducción off road, para evaluar el nivel de pilotaje que teníamos. También nos hizo una advertencia muy importante: que nos tomáramos con calma los ejercicios y las prácticas sobre la moto, ya que el curso sería cansado al ser de 8 horas seguidas. ¿Qué somos, leones o huevones? A continuación nos explicó detalles sobre la postura a adoptar sobre la moto según el momento de conducción, esto es en frenada o en aceleración, y nos demostró la técnica para levantar del suelo los 240 kg. de una moto caída.
Al poco rato vino hasta el circuito Isaak Feliu, il capo de TwinTrail, cargadito de botellines de agua para que no nos deshidratáramos.
Seguimos con unas prácticas de control del embrague y equilibrio, con giros cerrados a baja velocidad controlando la moto con las rodillas. Antes de ir a comer Carles nos guió en una ruta off road por los alrededores, para practicar todo lo aprendido por la mañana, bajo la supervisión de Carles Falcón, que no nos quitaba ojo. Llegamos al restaurante de Castellolí ligeramente tocados por el cansancio, pero el break del almuerzo nos supuso un ratito de reposo y un chute de energía.
Tras la comida volvimos al circuito, por la tarde tocaba practicar frenada con bloqueo de rueda, trasera y delantera. Este ejercicio es fundamental para conocer los límites de tu moto y te aseguro que al principio daba bastante miedo, aunque después lo fuimos perdiendo.
También hubo prácticas de subida y bajada de pendientes de grava con mucha inclinación. A estas alturas del curso ya llevábamos cerca de 6 horas de subir, bajar, de pie, sentado, arrancar, frenar, caer, levantar la moto, y el cansancio estaba más presente. Para finalizar el curso nos esperaba otra ruta off road, más larga y un poquito más complicada que la de la mañana.
En esta ocasión pudimos poner en práctica frenadas en pendiente, curvas cerradas, aprovechar inercias para remontar pendientes y circular sobre distintos tipos de terreno. Cuando faltaba relativamente poco para el fin de la ruta, pasamos muy cerca de un tramo de asfalto, y el monitor nos ofreció la posibilidad de volver a TwinTrail por carretera o seguir por la pista. En este punto yo estaba tan cansado que no quise forzar más y junto a otro compañero, decidimos volver por carretera. Llegamos al local con pocos minutos de diferencia respecto a los que completaron la ruta off, una vez allí nos despedimos de Carles Falcón, un verdadero crack como monitor, que además de manejar una maxitrail como si fuera un patinete, (irá junto a Isaak Feliu y Albert Martín a correr el Dakar 2022 en Arabia Saudí), tiene grandes dotes para transmitir sus conocimientos. Un ratito más nos quedamos los 4 amigos comentando la jugada y riéndonos de las respectivas caídas.
Sí, hubo unas 6 caídas entre todos (aunque uno de nosotros no se cayó ninguna vez, y no diré quién fue), por suerte sin ningún daño material o físico que lamentar. Para estos cursos de tantas horas es importante estar más o menos fuerte o en forma, no sé si somos leones o huevones, pero a mí las agujetas me duraron unos cuantos días.
Eso me decían, hasta que salió a relucir mi lado más cabezota y me dije a mí mismo un metafórico “sujétame el cubata”, que es la frase con la que expresamos una innata e inmediata acción de hacer algo llamado al fracaso a todas luces.
Así pues, espoleado por ese “¿y porqué no?”, amarré un par de alforjas y una bolsa sobre depósito a mi flamante Triumph Thruxton 1200 R y me dispuse a devorar kilómetros.
¿Que el asiento monoplaza es duro? Sí. ¿Que el espacio de carga es escueto? Vale. ¿Que con mi 1,80 tengo que llevar flexionadas las piernas sobre las estriberas atrasadas? Bueno. ¿Que los seminanillares me obligan a inclinar el cuerpo hacia adelante? De acuerdo. Pero soy un curtido motero/viajero/overlander/devorakilómetros (nótese la ironía) y no hay distancia que me eche para atrás.
Una mañana de primeros de mayo, tras cargar con cuatro mudas, el equipo de lluvia y llenar el depósito, me dirigí a buscar la autopista en dirección a Francia. Sería un viaje sin un objetivo concreto, como me gustan a mí, pero sí con unos sitios determinados que visitar. Me gustaría llegar a Gran Bretaña. Ya veremos. Voy sólo y puedo decidir donde y cuándo parar, como a mí me gusta, así que iré tirando y cuando me canse paro a pasar la noche y seguiré al día siguiente, me dije. Crucé la frontera casi sin enterarme, hice algunas paradas a repostar y beber café. Los kilómetros se sucedían de forma natural. Atravesé el espectacular viaducto de Millau. Venga, un poquito más, me sentía fresco.
Continué empujado por la ilusión del viaje recién empezado. Después de comer ya no estaba tan descansado, pero seguí sin plantearme buscar alojamiento todavía. Un pocos kilómetros más. Hasta que poco a poco, empezaron a molestarme primero el cuello, después los brazos y finalmente las piernas. Acababa de pasar Clermont-Ferrand y llevaba cerca de 700 kilómetros. Pensé, sigo hasta Orleans y voy buscando sitio para dormir.
Después de unos cuántos “un poquito más” mentales, finalmente encontré un alojamiento en Clichy, muy cerca de París. El primer día del viaje me había atizado más de 1000 kilómetros sobre mi maravillosa Triumph café racer. Al bajar de la moto en el motel de carretera, me dolía todo el cuerpo. Me duché, me tumbé en la cama y al poco rato empecé a temblar. Tenía fiebre. Era la respuesta de mi organismo al ataque que le había supuesto la paliza de incomodidad sobre la moto. En ese momento, sin un paracetamol que me bajara la fiebre, debí admitir que ya no era un chaval, y lo que tantas veces había hecho con menos edad, a mis 57 años era un sobre esfuerzo innecesario. Y me juré que el resto del viaje me lo tomaría con más calma.
Eso sí, a la mañana siguiente me sentía totalmente descansado y con ansias renovadas de moto. Un frugal desayuno y de nuevo me lancé en dirección norte, hacia las costas de Normandía. En poco más de 4 horas recorrí los 300 kilómetros que me separaban de Calais, aparqué la moto en la cola de embarque y compré el pasaje que me llevaría a la Gran Bretaña.
Las colas para embarcar siempre son un buen lugar para conocer y hablar con viajeros, aunque de momento soy el único motorista, hago buenas migas con unos cuantos british, que viajan en automóvil o en autocaravana. Más tarde llegaron una pareja en otra moto.
La espera pasó de forma más o menos amena y al poco tiempo dejaba la moto aparcada en la bodega del barco, durante las 2 horas que duraría la travesía. Una vez abordo me pude relajar y aproveché para hablar con mi mujer y ponernos al corriente, siempre que viajo me gusta estar en contacto con ella. Después contacté con mis hijas y me contaron que casualmente, iban a estar unos días de vacaciones en Londres, con un poco de suerte podríamos coincidir y vernos.
En este punto te voy a dar una información de servicio: en el ferry que cruza el Canal de la Mancha hay máquinas expendedoras de cambio, en las que puedes cambiar euros por libras esterlinas y viceversa.
Al descender del barco en Dover, los trámites de aduana e inmediatamente máxima atención para incorporarme a la conducción por la izquierda, sobre todo en las intersecciones y rotondas, so pena de comerme el frontal de algún Rover,Morgan o Jaguar.
Me dirigí en busca de la M1, rodeando el gran Londres. Más hacia el norte, paradita en un hotel en ruta, donde un sueño reparador, seguido de un buen “british breakfast”, me dejó listo para proseguir la ruta hacia las Midlands británicas.
Llegué hasta Hinckley, concretamente a la factoría de las motocicletas Triumph, de donde salió la mismísima Thruxton 1200 R que me llevó hasta allí. Aparqué mi caféracer en el amplio aparcamiento y dediqué el resto de la mañana a recorrer el museo de esta emblemática marca de motos. Pero la narración de la visita al museo te la contaré en otra ocasión.
Tras explayarme en la sede de Triumph, regresé sobre el camino recorrido y me planté en el centro de Londres. En otra conversación con mis hijas me hicieron saber que ya estaban en la City, con lo que planeamos encontrarnos al día siguiente en Camden Town.
El domingo amaneció espléndidamente soleado y me di un paseíto matinal por Notting Hill y la zona del mercadillo de Portobello. Después me desplacé a Camden Town, donde por fin, me encontré con mis hijas, después de meses sin vernos. Con ellas las risas y el cariño fluye en cada conversación. Las dos horas con Laura y Míriam, bajo un agradable sol de mayo en la terraza de Camden Town pasaron volando.
Por la tarde, como cada vez que visito Londres, no pudo faltar la visita al Ace Café, donde mi café racer se sentía en su ambiente, aparcada en el parking del famoso bar motero.
Después de unos días en la capital británica empecé el viaje de regreso, pero esta vez me disponía a cruzar el canal por otro punto.
Una hora y media me bastó para llegar a la playa de Brighton, a poco más de 100 kilómetros del centro de Londres. Brighton es un destino turístico de playa muy frecuentado por visitantes británicos, que se hizo tristemente famoso por los enfrentamientos a palos entre los mods y rockers de 1964.
Los hechos de Brighton ’64 inspiraron la película Quadrophenia en 1979, una de las películas fundamentales en la historia del rock. Todavía hoy en día se respira un cierto aire mod en los bares, tiendas y calles de Brighton, especialmente en Madeira Drive, su espectacular paseo marítimo.
Una buena ración de fish & chips me sirvió de despedida de esta bonita de población costera. Y precisamente siguiendo la costa y sus impresionantes acantilados, llegué hasta Newhaven, y compré un billete para el último ferry del día. La travesía hasta Francia me llevó en 4 horas a Dieppe, ya entrada la noche. A medianoche encontré alojamiento en un sencillo hotel.
La mañana siguiente amaneció lluviosa en Dieppe, lo que me obligó a equiparme con el traje de lluvia, traje que ya no pude quitarme hasta llegar a casa. Así transcurrió mi travesía durante 2 días por Francia de vuelta a casa. Lluvia, lluvia y más lluvia. Paradas a repostar, paradas a comer, paradas a dormir, siempre con la lluvia como protagonista.
Aún así, con tantos kilómetros bajo la lluvia a los mandos de mi café racer, llegué a casa cansado pero con una sonrisa dibujada en mi rostro y pensando que sí, que las café racer sí que sirven para viajar. De hecho siempre he pensado que se puede viajar con cualquier moto, todo depende del tiempo del que dispongas para hacer ese viaje y de la capacidad de sacrificio que estés dispuesto a asumir.
Justamente ahora que se cumple un año del inicio del estado de alarma por la incidencia del Covid en España, me parece oportuno recordar lo que escribí meses atrás, y que se publicó en el libro Ruedas y letras contra el Covid, del cual encontrarás información en esta misma web.
“Confieso que fui de los que se lo creyó. Creí que sería solo cuestión de catorce días, como dijeron al principio, cuando decretaron el estado de alarma. Por suerte o por desgracia mi negocio familiar es uno de los considerados esenciales y no cesamos nuestra actividad. Nos turnamos entre mi mujer y yo para poder atender mínimamente el negocio que, por suerte, no necesita nuestra presencia todas las horas de apertura al público.
Mis estados de ánimo fueron variando con el paso de los días. Primero fue decepción, porque por culpa del COVID-19 se nos fastidió un viaje a Nepal que teníamos programado para mediados del mes de abril. Cinco días después de decretarse el estado de alarma empecé a encontrarme mal, las consultas médicas telemáticas decían que tenía síntomas de COVID-19 y me recomendaban el aislamiento total durante catorce días. Estuve aislado en mi casa, incluso durmiendo en una habitación separada de mi mujer, con la mascarilla puesta todo el tiempo y extremando las medidas higiénicas y sanitarias para no contagiar a nadie más. Esos días los viví con preocupación por cómo podría evolucionar la enfermedad.
Entre tanto se decretó el confinamiento total del país. Afortunadamente, al octavo día desaparecieron la fiebre y los síntomas, pero continué el ciclo de catorce días antes de volver a salir de mi aislamiento en la habitación.
No tengo coche, el único vehículo matriculado a mi nombre es mi moto, así que una vez superado mi confinamiento individual y, dada mi condición de servicio esencial, las pocas veces que me desplacé a mi tienda lo hice sobre dos ruedas; recuerdo que ahí mi estado anímico cambió al de esperanza. Recorrer en moto los diez kilómetros que separan la tienda de mi domicilio, con el casco modular abierto y la mascarilla puesta, recibiendo el fresco de las mañanas de primeros de abril en la cara, me daban la vida. Esos quince minutos de ida por la mañana y quince minutos de vuelta a mediodía me sabían tan bien y los vivía con tanta intensidad como si fuera un viaje apasionante por una ruta desconocida. Y es que siempre he pensado que el trayecto es el que es, pero la actitud con el que lo vives es cuestión de cada uno.
Podríamos decir que soy un motero o motorista muy activo, suelo salir cada semana con amigos o solo, y siempre que puedo hago algún viaje a países lejanos y desconocidos, casi siempre en solitario. Familiares y amigos me llamaban o escribían por WhatsApp: «Lo debes de estar pasando fatal, Carles, acostumbrado a viajar tanto en moto y de golpe tener que quedarte en casa». Pues la verdad es que no, encontré el equilibrio en la lectura y la escritura, y llegué a sentirme sosegado.
No hay que olvidar que detrás de las ruedas de prensa y de las comparecencias de Fernando Simón hay un número estremecedor de fallecidos, cada uno con historias tristes de soledad en sus últimos días. Me gustaría aprovechar este texto para tener un recuerdo para un amigo motero que, desgraciadamente, pasó a formar parte de esta terrible estadística después de semanas de lucha contra la muerte, ingresado en una UCI. Pascual Molina no superó al maldito virus y se fue a rodar en moto por el Valhalla, o por donde sea que vayan a rodar los compañeros que ya no están entre los vivos.
Los estados de alarma se fueron sucediendo uno tras otro. En el momento de escribir estas líneas vamos por la quinta prórroga y, hasta el momento, he leído una decena de libros de lo más variados; desde novela negra hasta sociología, pero sobre todo libros de viajes en moto.
Creativamente pasé por unas semanas bastante productivas. En primer lugar, pude terminar de escribir un libro sobre mis viajes en moto que tenía empezado. Se llamará Dos ruedas y cuatro continentes. En ese momento me sentí ilusionado, pues espero verlo publicado pronto. En segundo lugar, le he dado un buen empujón a un proyecto que tenía casi olvidado: mi primera novela, en la que estoy plenamente inmerso.
Justamente ayer fue el primer día en el que la región sanitaria de la comunidad autónoma en la que vivo pasó a la fase 1 de la desescalada y, por supuesto, a primera hora de la mañana salí en mi moto y estuve rodando, explorando los límites geográficos que me permite la ley en dicha fase. Tomé algún café en las pocas terrazas abiertas al público. Estuve rodando alegre muchas horas y volví a casa a las seis de la tarde, con la sonrisa tatuada en mi cara.
Hay otro proyecto que tengo aparcado, más bien enterrado bajo capas y capas de incertidumbre: un viaje en moto por Asia Central en septiembre; y es que en el momento actual no sé si será posible viajar a ningún lado.
Lo que está claro es que va a cambiar (de hecho ha cambiado ya) el paradigma que conocíamos hasta ahora en muchos aspectos de nuestras vidas, y por descontado en lo referido a los viajes. Probablemente nos fijaremos en objetivos dentro de nuestro país y redescubriremos paraísos cercanos, para, de este modo, ayudar a reactivar la economía local, que tantos estragos está causando esta pandemia.
Me atrevo a augurar que mi estado de ánimo va a mutar a expectante en los próximos días por varios motivos: por un lado, por los posibles rebrotes o retrocesos en el control de la epidemia mundial; y por otro, por los avances científicos que nos traigan, o bien la vacuna contra el coronavirus, o bien el tratamiento definitivo que acabe con la trágica letalidad de la enfermedad del COVID-19. Hasta que esto llegue pienso vivir lo que han llamado la «nueva normalidad», rodando en mi moto por donde me dejen, sumándole kilómetros a mi existencia y comiéndome la vida a bocados, a pesar de que haya días en que me sienta a ratos decepcionado, preocupado, esperanzado, sosegado, ilusionado, alegre o con incertidumbre; y es que, por desgracia, nunca sabemos cuándo se parará nuestro cuenta kilómetros.
Estábamos de vuelta y probablemente tardaríamos cinco o seis días en llegar a casa, pero el hecho de haber superado tantas penurias en el viaje de ida nos brindaba una falsa sensación de seguridad.
Aunque aún nos faltaban más de 3900 km para llegar, en cierto modo teníamos la sensación del que el viaje tocaba a su fin.
Volvíamos de Dakar, habíamos cruzado la frontera entre Mauritania y Senegal por el paso de Roso, según dicen una de las peores aduanas del mundo, fama bien merecida como pudimos comprobar en nuestras propias carnes.
En Mauritania, cerca de Nouakchott, a mediodía y con 50 grados de temperatura, un golpe de calor, casi acaba con la vida de uno de nosotros, de no ser por la rápida intervención de un mauritano que casualmente pasó por allí.
Incluso habíamos tenido que repostar con la gasolina que llevábamos en bidones, para completar las largas distancias sin gasolineras.
Ahora, tras hacer noche en Nouadhibou, dejábamos atrás Mauritania y circulábamos por el Sáhara Occidental a trompicones, debido a los múltiples controles policiales que tenía aquella ruta en aquella época. Con varios viajes por Marruecos y el Sáhara a nuestras espaldas, íbamos prevenidos para estas paradas policiales, y por ello llevábamos fotocopias con la información personal que solían pedir, escritos en francés. De esta manera se agilizaban ligeramente las paradas.
A nuestra izquierda el Océano Atlántico Norte, a nuestra derecha la inmensidad del desierto del Sáhara, enfrente nuestro la ruta de regreso. En este tipo de viajes en el que se cruzan varios países, cada paso fronterizo es una complicación añadida, y en ese momento, aunque aún circulábamos por el Sáhara Occidental, tan solo nos quedaba cruzar la aduana de Marruecos a España, por eso nos sentíamos aliviados y confiados. ¿Qué más nos podía pasar?
Pues pasó algo más.
Levemente, de forma casi imperceptible el aire empezó a levantarse. A los pocos kilómetros, casi sin percatarnos, ya circulábamos por las rectas carreteras con las motos inclinadas hacia la derecha, para contrarrestar la fuerza que nos empujaba hacia el lado contrario. No contábamos con la fuerza de la naturaleza desatada, soplando con todas sus fuerzas y lanzándonos toda la arena del desierto.
Sin detenernos e instintivamente, cerramos las cremalleras de la chaqueta y la pantalla del casco, a la vez que reducimos la velocidad ante el peligro evidente de caída por el viento. Recuerdo el ruido de la arena golpeando contra el casco, y la sensación de miedo a perder el control de la máquina. Aún con la pantalla totalmente cerrada, el viento y la arena se colaba por cualquier pequeña rendija que encontrara, obligándome a entornar los ojos hasta prácticamente cerrarlos.
Durante una hora y media seguimos conduciendo bajo el azote de la tormenta de arena, hasta que por fin se fue y lo hizo de la misma manera que vino, lentamente y sin avisar. Cuando llegamos a Dakhla, la antigua Villa Cisneros, pudimos observar la huella que la arena había dejado de recuerdo en nuestras motos: la barra derecha de la suspensión delantera, la culata derecha del motor bóxer y las barras de protección limadas por la arena y la pantalla transparente con la mitad totalmente esmerilada.
Después, en la ducha de la pensión donde paramos a dormir, salió arena de todos los rincones de mi cuerpo, y cuando digo todos, me refiero a todos, no quiero entrar en detalles. Por suerte, uno de los amigos del grupo traía consigo colirio para los ojos, y gracias a él pudimos aliviar el escozor y enrojecimiento producido por la arena, aún con la pantalla del casco totalmente cerrada. Desde entonces siempre llevo conmigo unas cuantas monodosis de colirio.
A la hora de la cena, un muslo de pollo famélico y una coca cola caliente, acompañaron las risas comentando la experiencia, otra más a la saca.
Este mítico lugar de encuentro, referencia de los motoristas de Europa y del mundo entero, empezó en 1938 en la North Circular Road, cerca de Wembley, al noroeste de London, siendo una cafetería donde solían parar los camioneros, puesto que estaba cerca de la red de vías rápidas que circunvalan la capital del Reino Unido y que estaba abierto las 24 horas. No tardó en atraer también a los moteros, quienes hicieron de este tipo de establecimientos, los cafés de carretera, un lugar ideal para reunirse.
Un año después, en 1939, el local añadió a sus instalaciones una estación de servicio con gasolinera, zona de lavado y taller mecánico.
Sufrió graves daños durante la guerra, lo reconstruyeron y volvió a funcionar hasta 1969. Fue reabierto en el actual emplazamiento en el año 1997.
El Ace Café está íntimamente relacionado con la cultura de motos café racer, pues cuenta la leyenda que era costumbre poner un disco de la juke box, arrancar la moto, dar la vuelta a un circuito entre calles de la zona y volver al sitio de origen antes de que acabara la canción.
Los jóvenes de los años 50 del siglo pasado, mejoraban las prestaciones de sus motocicletas, todas ellas producto de la industria británica de postguerra, a base de aligerarlas, ponerles semimanillares de carreras, o cúpulas con mejor aerodinámica, para conseguir más velocidad en las carreras entre cafeterías, de ahí el nombre de café racer.
Mark Wilsmore, el dueño actual del Ace Café, creó una franquicia de la marca, de la que hay diversos Ace Cafe repartidos por todo el mundo. Tengo la suerte de haber estado en tres ocasiones en el de London. También he visitado el de Luzern, y por supuesto el ahora ya desaparecido de Barcelona. Aparte de estos, hay uno en Orlando, USA, uno en Beijing, China, y otro en Lahti, Finlandia, y por supuesto no me importaría completar mi lista de Ace Café visitados.
Con el cierre del Ace Cafe de Barcelona, los moteros de esta ciudad y alrededores nos hemos quedado huérfanos de un lugar de encuentro emblemático, habrá que buscar una solución…
No acostumbro a ir a concentraciones. No tengo nada en contra de ellas, pero por mi forma de entender la moto y la vida en general, me agobian las aglomeraciones y me siento más cómodo cuanto menos organizada esté la ruta.
Sin embargo hay algunas a las que sí me gusta ir, todas ellas en invierno. El Amotonamiento de la Penya Paddock en Ulldemolins, Tarragona, que dejó de realizarse en 2019; la Invernal de la Penya Paki Paya, de reciente creación en la provincia de Barcelona; la Reunión Invernal de Arguis del Moto Club Monrepós, desde 1974 en el embalse de Arguis, Huesca; o la famosa Elefantentreffen, a la que acudí en su edición 64 en 2020, en Loh/Solla, en la Baviera alemana, justamente hoy hace un año.
Todas ellas tienen en común el frío, las hogueras, el caldo caliente, la amistad y la camaradería que se respira.
Recuerdo hace años en la reunión de Arguis, levantarme por la mañana y apartar con la mano la capa de hielo formado en la lona de la tienda de campaña, tras una gélida noche solo confortada por las risas de los amigos y compañeros, y jurarme a mí mismo: «¡no volveré más! ¡joder que frío!»
Y al año siguiente, el fin de semana anterior a Navidad, allí volvía a estar, fiel a mi cita para encontrarme de nuevo a esos amigos y compañeros de distintos puntos de España, que solo nos veíamos en esa reunión.
Aunque ya no hace el frío de años atrás, estas reuniones mantienen la esencia del viaje en moto en invierno: la conducción “a la defensiva”, el hielo traicionero en las curvas sombrías, la pantalla del casco empañada o los ojos llorosos por el hilo de aire que se cuela por el casco (elige una u otra opción, no hay punto intermedio), los dedos de las manos insensibles, los pies como cubitos de hielo, y al bajar de la moto tener el cuello y la espalda agarrotados por la tensión, tras horas de encoger el cuerpo por el frío.
Al llegar al lugar de la concentración resulta imprescindible reunirse junto a la hoguera con un vaso de caldo caliente, escuchando las batallitas moteras de rigor, para de esta manera atemperar el cuerpo y el espíritu.
Desgraciadamente en 2020 no hubo Reunión, como consecuencia de esta pandemia mundial de la Covid-19 que tanto ha condicionado nuestras vidas, pero me consuela haber acudido a la 46 edición, la última que se hizo en 2019, y además tengo la seguridad de que en 2021 podremos vernos de nuevo en la 47 Reunión Invernal de Arguis, el encuentro de motoristas más antiguo de España.
¡Algún día tienes que venir a ver las motos de mi cueva!
Lo que en principio me pareció una de esas propuestas más o menos informales, tipo: ¡a ver si quedamos! ¡tenemos que tomar un café! o ¡a la próxima invito yo!, empezó a tomar fuerza cuando mi amigo David la repitió en diversas ocasiones. A partir de ese momento empecé a cuadrar agendas para realizar esa visita. La verdad es que no me costó demasiado, teniendo en cuenta que David vive en la comarca del Priorat, lo que implica circular por carreteras reviradas de verdad y con paisajes de vértigo.
El día acordado fue un martes de invierno, y en esta ocasión me acompañaría un buen amigo. Puesto que él vive en otra ciudad, buscamos un punto intermedio para encontrarnos y a partir de allí adentrarnos juntos en las montañas de Prades y llegar al Priorat.
Después de muchas curvas, algunas peligrosamente húmedas, llegamos a casa de David casi a mediodía. Nos abrió la verja para dejar las motos y nos dió un cálido recibimiento. Después nos enseñó el jardín, el huerto, la casa y su entorno, pero en eso no voy a entretenerme demasiado. Lo bueno fue lo que nos enseñó después.
Nos hizo pasar por la parte exterior trasera de la casa, para bajar por una rampa hasta una puerta de madera. Al abrir dicha puerta accedimos a su cueva.
Llamarla cueva es un eufemismo que David emplea, una muestra más de su humildad y honestidad. Lo que hay allí dentro es un santuario, una pequeña colección, incluso diría mejor que un museo, porque cada una de las siete motos que actualmente posee, las ha restaurado él mismo, están en perfecto estado, en orden de marcha y con todos los impuestos y seguros al día, arrancándolas y circulando con ellas constantemente.
Pero lo que más me llama la atención es una pequeña Moto Guzzi Hispania 65 cc., del año 1959, básicamente por que cuando la recogió para restaurar, me enseño las fotos de su estado. Simplemente impresionante.
David lo hace absolutamente todo, tanto del motor como del chasis y carrocería: desmontar, reparar, sustituir, arenar, imprimar, pintar, tapizar y volver a montar. Trabaja con una meticulosidad de cirujano, tiene todos los libros de taller de sus motos, les hace el mantenimiento correspondiente siguiendo las indicaciones de fábrica y muy a menudo ha tenido que manufacturar él mismo alguna herramienta para extraer cojinetes o desmontar embragues. Y además realiza piezas en fibra de carbono, con un ingenioso sistema que no precisa horno autoclave.
Nos habla con amor de cada una de sus motos, sus niñas mimadas. La Ossa 250 E73, del año 1974; la Suzuki GSX 550 del año 1984; la Vespa Primavera 75 de 1979; la Honda NSR 125 de 1990; la Montesa Cota 349 de 1981; la Honda Dominator de 1992 y la BMW R65 LS café racer de 1982. De cada una de ellas nos explica detalles técnicos que sorprenderían al más experto, y en cada dato que da rezuma sabiduría y conocimientos.
Admito que me gustan todas las motos, o casi todas, pero las clásicas y oldtimer me tienen enamorado, probablemente porque muchas de ellas las vi rodando en mi juventud. Por eso estando aquí dentro, en el santuario de David, me emociono tanto y empiezo a fotografiar hasta el mínimo detalle.
Un buen rato después, salimos del inmaculado taller, y aún con la boca abierta de admiración, David nos guía por las carreteras de su vecindad, cruzando el pantano de Ciurana, por una carretera que los días laborables está abierta a la circulación y los fines de semana la cierran al tráfico. Conoce todas las carreteras, caminos y senderos de su territorio, y por supuesto, los buenos sitios para comer.
Nos llevó a un restaurante junto a la riba del pantano, donde entre charla y anécdotas moteras, disfrutamos de la comida de la zona. Al acabar nos despedimos, agradeciéndole que nos permitiera conocer su santuario.
Así es David, amante de las motos, gran mecánico, buen anfitrión y sobretodo excelente persona.