DÍA DEL LIBRO EN PAUTRAVELMOTO

Con Paco nos conocíamos de tiempo atrás, de haber coincidido en alguna que otra ruta en moto. Con Pau sólo a través de este invento, fantástico y maquiavélico a la vez, que son las redes sociales. Hasta ahora. Después de varios intentos, infructuosos por motivos de agenda, por fin pudimos conocernos en persona y chocar puños y codos, cosas de la pandemia, y pasar un buen rato charlando, cómo no, de motos y viajes. Pau y Paco junto con David y María, son el alma mater de PauTravelMoto, https://www.pautravelmoto.com, la conocida tienda de alquiler de motos referente en Barcelona. Entre los dos suman kilometrajes y viajes sobre una moto dignos de quitarse el sombrero, con vuelta al mundo incluida.

A nuestra espalda el rincón del viajero.

Además están de estreno, ya que recientemente se han trasladado a un nuevo local más amplio, más céntrico y más acogedor en el eixample barcelonés. En dicho establecimiento, situado en la calle de la Diputació 18 de Barcelona, encontrarás una amplia flota de motos de alquiler, tanto de carretera como de trail, además de un espacio dedicado al viajero, en el que tienen una amplia bibliografía sobre motos, viajes y viajes en moto, para que puedas preparar tu futura ruta de fin de semana, o tu próximo viaje de 3 meses.

Firmando bajo la atenta mirada de Pau.

Precisamente para este espacio literario es para lo que me contactó Pau, pidiéndome un ejemplar de mi libro “Dos ruedas y cuatro continentes”, modesta aportación para tan selecta biblioteca. Con esta premisa me presenté en “la casa del viaje en moto”, para llevarle a Pau el libro que me había pedido y durante la fluida conversación surgió la idea. Puesto que debido a los tiempos que vivimos condicionados por la pandemia, todavía no había podido hacer una presentación del libro, le propuse a Pau la idea de hacerlo en su local el viernes 23 de abril, coincidiendo con el día del libro. A partir de ese momento todo fueron facilidades. 

Un joven lector agradecido.

El día convenido, Sant Jordi, día del libro, estuve en Pau Travel Moto firmando y dedicando ejemplares de mi libro “Dos ruedas y cuatro continentes” y fueron muchos los amigos que se pasaron por allí, a saludar y charlar sobre nuestra locura común de las motos y los viajes.

Amigos contentos con su libro.

La verdad es que Pau y David me hicieron sentir como en mi casa y las dos horas previstas se alargaron, pero mereció la pena. Desde estas líneas os invito a que conozcáis esta tienda, la casa del viaje en moto, seguro que no os defraudarán las instalaciones ni el trato de sus gentes. 

La simpática Honda Monkey también está disponible para alquilar.

UN AÑO DE PANDEMIA

Justamente ahora que se cumple un año del inicio del estado de alarma por la incidencia del Covid en España, me parece oportuno recordar lo que escribí meses atrás, y que se publicó en el libro Ruedas y letras contra el Covid, del cual encontrarás información en esta misma web. 

“Confieso que fui de los que se lo creyó.  Creí que sería solo cuestión de catorce días, como dijeron al principio, cuando decretaron el estado de alarma. Por suerte o por desgracia mi negocio familiar es uno de los considerados esenciales y no cesamos nuestra actividad. Nos turnamos entre mi mujer y yo para poder atender mínimamente el negocio que, por suerte, no necesita nuestra presencia todas las horas de apertura al público. 

Mis estados de ánimo fueron variando con el paso de los días. Primero fue decepción, porque por culpa del COVID-19 se nos fastidió un viaje a Nepal que teníamos programado para mediados del mes de abril. Cinco días después de decretarse el estado de alarma empecé a encontrarme mal, las consultas médicas telemáticas decían que tenía síntomas de COVID-19 y me recomendaban el aislamiento total durante catorce días. Estuve aislado en mi casa, incluso durmiendo en una habitación separada de mi mujer, con la mascarilla puesta todo el tiempo y extremando las medidas higiénicas y sanitarias para no contagiar a nadie más. Esos días los viví con preocupación por cómo podría evolucionar la enfermedad. 

Entre tanto se decretó el confinamiento total del país. Afortunadamente, al octavo día desaparecieron la fiebre y los síntomas, pero continué el ciclo de catorce días antes de volver a salir de mi aislamiento en la habitación. 

No tengo coche, el único vehículo matriculado a mi nombre es mi moto, así que una vez superado mi confinamiento individual y, dada mi condición de servicio esencial, las pocas veces que me desplacé a mi tienda lo hice sobre dos ruedas; recuerdo que ahí mi estado anímico cambió al de esperanza. Recorrer en moto los diez kilómetros que separan la tienda de mi domicilio, con el casco modular abierto y la mascarilla puesta, recibiendo el fresco de las mañanas de primeros de abril en la cara, me daban la vida. Esos quince minutos de ida por la mañana y quince minutos de vuelta a mediodía me sabían tan bien y los vivía con tanta intensidad como si fuera un viaje apasionante por una ruta desconocida. Y es que siempre he pensado que el trayecto es el que es, pero la actitud con el que lo vives es cuestión de cada uno. 

Podríamos decir que soy un motero o motorista muy activo, suelo salir cada semana con amigos o solo, y siempre que puedo hago algún viaje a países lejanos y desconocidos, casi siempre en solitario. Familiares y amigos me llamaban o escribían por WhatsApp: «Lo debes de estar pasando fatal, Carles, acostumbrado a viajar tanto en moto y de golpe tener que quedarte en casa». Pues la verdad es que no, encontré el equilibrio en la lectura y la escritura, y llegué a sentirme sosegado.

No hay que olvidar que detrás de las ruedas de prensa y de las comparecencias de Fernando Simón hay un número estremecedor de fallecidos, cada uno con historias tristes de soledad en sus últimos días. Me gustaría aprovechar este texto para tener un recuerdo para un amigo motero que, desgraciadamente, pasó a formar parte de esta terrible estadística después de semanas de lucha contra la muerte, ingresado en una UCI. Pascual Molina no superó al maldito virus y se fue a rodar en moto por el Valhalla, o por donde sea que vayan a rodar los compañeros que ya no están entre los vivos. 

Los estados de alarma se fueron sucediendo uno tras otro. En el momento de escribir estas líneas vamos por la quinta prórroga y, hasta el momento, he leído una decena de libros de lo más variados; desde novela negra hasta sociología, pero sobre todo libros de viajes en moto. 

Creativamente pasé por unas semanas bastante productivas. En primer lugar, pude terminar de escribir un libro sobre mis viajes en moto que tenía empezado. Se llamará Dos ruedas y cuatro continentes. En ese momento me sentí ilusionado, pues espero verlo publicado pronto. En segundo lugar, le he dado un buen empujón a un proyecto que tenía casi olvidado: mi primera novela, en la que estoy plenamente inmerso. 

Justamente ayer fue el primer día en el que la región sanitaria de la comunidad autónoma en la que vivo pasó a la fase 1 de la desescalada y, por supuesto, a primera hora de la mañana salí en mi moto y estuve rodando, explorando los límites geográficos que me permite la ley en dicha fase. Tomé algún café en las pocas terrazas abiertas al público. Estuve rodando alegre muchas horas y volví a casa a las seis de la tarde, con la sonrisa tatuada en mi cara. 

Hay otro proyecto que tengo aparcado, más bien enterrado bajo capas y capas de incertidumbre: un viaje en moto por Asia Central en septiembre; y es que en el momento actual no sé si será posible viajar a ningún lado. 

Lo que está claro es que va a cambiar (de hecho ha cambiado ya) el paradigma que conocíamos hasta ahora en muchos aspectos de nuestras vidas, y por descontado en lo referido a los viajes. Probablemente nos fijaremos en objetivos dentro de nuestro país y redescubriremos paraísos cercanos, para, de este modo, ayudar a reactivar la economía local, que tantos estragos está causando esta pandemia. 

Me atrevo a augurar que mi estado de ánimo va a mutar a expectante en los próximos días por varios motivos: por un lado, por los posibles rebrotes o retrocesos en el control de la epidemia mundial; y por otro, por los avances científicos que nos traigan, o bien la vacuna contra el coronavirus, o bien el tratamiento definitivo que acabe con la trágica letalidad de la enfermedad del COVID-19. Hasta que esto llegue pienso vivir lo que han llamado la «nueva normalidad», rodando en mi moto por donde me dejen, sumándole kilómetros a mi existencia y comiéndome la vida a bocados, a pesar de que haya días en que me sienta a ratos decepcionado, preocupado, esperanzado, sosegado, ilusionado, alegre o con incertidumbre; y es que, por desgracia, nunca sabemos cuándo se parará nuestro cuenta kilómetros. 

Confieso que fui de los que se lo creyó.”

LA TORMENTA DE ARENA

Estábamos de vuelta y probablemente tardaríamos cinco o seis días en llegar a casa, pero el hecho de haber superado tantas penurias en el viaje de ida nos brindaba una falsa sensación de seguridad. 

Aunque aún nos faltaban más de 3900 km para llegar, en cierto modo teníamos la sensación del que el viaje tocaba a su fin. 

Volvíamos de Dakar, habíamos cruzado la frontera entre Mauritania y Senegal por el paso de Roso, según dicen una de las peores aduanas del mundo, fama bien merecida como pudimos comprobar en nuestras propias carnes. 

En Mauritania, cerca de Nouakchott, a mediodía y con 50 grados de temperatura, un golpe de calor, casi acaba con la vida de uno de nosotros, de no ser por la rápida intervención de un mauritano que casualmente pasó por allí.

Incluso habíamos tenido que repostar con la gasolina que llevábamos en bidones, para completar las largas distancias sin gasolineras.

Ahora, tras hacer noche en Nouadhibou, dejábamos atrás Mauritania y circulábamos por el Sáhara Occidental a trompicones, debido a los múltiples controles policiales que tenía aquella ruta en aquella época. Con varios viajes por Marruecos y el Sáhara a nuestras espaldas, íbamos prevenidos para estas paradas policiales, y por ello llevábamos fotocopias con la información personal que solían pedir, escritos en francés. De esta manera se agilizaban ligeramente las paradas.

A nuestra izquierda el Océano Atlántico Norte, a nuestra derecha la inmensidad del desierto del Sáhara, enfrente nuestro la ruta de regreso. En este tipo de viajes en el que se cruzan varios países, cada paso fronterizo es una complicación añadida, y en ese momento, aunque aún circulábamos por el Sáhara Occidental, tan solo nos quedaba cruzar la aduana de Marruecos a España, por eso nos sentíamos aliviados y confiados. ¿Qué más nos podía pasar?

Pues pasó algo más.

Levemente, de forma casi imperceptible el aire empezó a levantarse. A los pocos kilómetros, casi sin percatarnos, ya circulábamos por las rectas carreteras con las motos inclinadas hacia la derecha, para contrarrestar la fuerza que nos empujaba hacia el lado contrario. No contábamos con la fuerza de la naturaleza desatada, soplando con todas sus fuerzas y lanzándonos toda la arena del desierto. 

Sin detenernos e instintivamente, cerramos las cremalleras de la chaqueta y la pantalla del casco, a la vez que reducimos la velocidad ante el peligro evidente de caída por el viento. Recuerdo el ruido de la arena golpeando contra el casco, y la sensación de miedo a perder el control de la máquina. Aún con la pantalla totalmente cerrada, el viento y la arena se colaba por cualquier pequeña rendija que encontrara, obligándome a entornar los ojos hasta prácticamente cerrarlos. 

Durante una hora y media seguimos conduciendo bajo el azote de la tormenta de arena, hasta que por fin se fue y lo hizo de la misma manera que vino, lentamente y sin avisar. Cuando llegamos a Dakhla, la antigua Villa Cisneros, pudimos observar la huella que la arena había dejado de recuerdo en nuestras motos: la barra derecha de la suspensión delantera, la culata derecha del motor bóxer y las barras de protección limadas por la arena y la pantalla transparente con la mitad totalmente esmerilada.

Después, en la ducha de la pensión donde paramos a dormir, salió arena de todos los rincones de mi cuerpo, y cuando digo todos, me refiero a todos, no quiero entrar en detalles. Por suerte, uno de los amigos del grupo traía consigo colirio para los ojos, y gracias a él pudimos aliviar el escozor y enrojecimiento producido por la arena, aún con la pantalla del casco totalmente cerrada. Desde entonces siempre llevo conmigo unas cuantas monodosis de colirio.

A la hora de la cena, un muslo de pollo famélico y una coca cola caliente, acompañaron las risas comentando la experiencia, otra más a la saca.

ACE CAFE


Este mítico lugar de encuentro, referencia de los motoristas de Europa y del mundo entero, empezó en 1938 en la North Circular Road, cerca de Wembley, al noroeste de London, siendo una cafetería donde solían parar los camioneros, puesto que estaba cerca de la red de vías rápidas que circunvalan la capital del Reino Unido y que estaba abierto las 24 horas. No tardó en atraer también a los moteros, quienes hicieron de este tipo de establecimientos, los cafés de carretera, un lugar ideal para reunirse.

Un año después, en 1939, el local añadió a sus instalaciones una estación de servicio con gasolinera, zona de lavado y taller mecánico.

Sufrió graves daños durante la guerra, lo reconstruyeron y volvió a funcionar hasta 1969. Fue reabierto en el actual emplazamiento en el año 1997.

El Ace Café está íntimamente relacionado con la cultura de motos café racer, pues cuenta la leyenda que era costumbre poner un disco de la juke box, arrancar la moto, dar la vuelta a un circuito entre calles de la zona y volver al sitio de origen antes de que acabara la canción. 

Los jóvenes de los años 50 del siglo pasado, mejoraban las prestaciones de sus motocicletas, todas ellas producto de la industria británica de postguerra, a base de aligerarlas, ponerles semimanillares de carreras, o cúpulas con mejor aerodinámica, para conseguir más velocidad en las carreras entre cafeterías, de ahí el nombre de café racer.

Mark Wilsmore, el dueño actual del Ace Café, creó una franquicia de la marca, de la que hay diversos Ace Cafe repartidos por todo el mundo. Tengo la suerte de haber estado en tres ocasiones en el de London. También he visitado el de Luzern, y por supuesto el ahora ya desaparecido de Barcelona. Aparte de estos, hay uno en Orlando, USA, uno en Beijing, China, y otro en Lahti, Finlandia, y por supuesto no me importaría completar mi lista de Ace Café visitados.


Con el cierre del Ace Cafe de Barcelona, los moteros de esta ciudad y alrededores nos hemos quedado huérfanos de un lugar de encuentro emblemático, habrá que buscar una solución…

La subida imposible

La escena era deprimente: la moto de mi compañero sobre una mancha de aceite unos metros más arriba de donde estaba la mía, en un camino con mucha pendiente y enormes pedruscos sueltos que dificultaban la tracción de nuestras Royal Enfield 350 por aquella subida imposible. Pep sentado junto a su moto con la cabeza apoyada sobre las manos, Valerie sentada al otro lado. Yo junto a la mía tumbado en el suelo, intentando respirar para recobrar el resuello. Aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros.

Las pequeñas Royal Enfield 350 dieron la talla

Nos dirigíamos al reino de Mustang en Nepal, habíamos dormido en Lete, una pequeña aldea dentro del Área de Conservación del Annapurna, aunque lo de dormir es relativo, pues el frío intenso dentro de aquel austero refugio de paredes de fina chapa de madera, apenas me dejó conciliar el sueño. 

Según el mapa estábamos llegando al Kali Gandaki, el desfiladero más profundo de la tierra, de 5500 m. de desnivel, con el río del mismo nombre surcando el valle entre dos gigantes; el Daulaghiri de 8167 m. y el Annapurna de 8091 m. Nuestro objetivo era pisar el lugar sagrado de Muktinah, pero el hecho de poder circular con nuestras motos por esa maravilla de la geografía terrestre del Kali Gandaki, nos daba suficiente motivación para aguantar la dureza del viaje. Aunque aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros.

El kali Gandaki a nuestros pies

Esa mañana llevábamos algo más de dos horas sobre las motos, cruzando ríos desbordados con el agua cubriendo media rueda, circulando por barrizales y sorteando enormes piedras caídas en desprendimientos. Pep llevaba días fastidiado por una ciática que le atacaba la pierna derecha y cada vez que tenía que apoyar el pie en el suelo para equilibrar la marcha le dolía horrores. Le acompañaba su mujer Valerie, con lo que en su caso, era más arduo manejar la moto cargada por terreno difícil. 

Además, mis amigos Pep y Valerie habían estado haciendo un ruta por el Terai, la zona de jungla de Nepal fronteriza con India, y llevaban bastantes más kilómetros y días de viaje que yo, antes de que nos juntáramos en Pokhara, para iniciar el viaje a Mustang. O sea que encima cargaban con la impedimenta necesaria para más días de viaje y multiplicado por dos personas. Más peso que soportar en la pierna de Pep cada vez que la apoyaba en el suelo.

Aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros. 

Cuando por fin logré respirar como un ser humano, me incorporé, fui hasta la moto de mis compañeros y me detuve a buscar la procedencia del aceite del suelo. Con la cantidad de polvo y barro incrustado en el motor no pude ver el origen. Pep seguía en silencio y cabizbajo. 

            —¿Cómo estás Pep? —le pregunté.

            —Jodido. La ciática…

—Y esta subida no ayuda precisamente. 

—Creo que el aceite supura por las juntas del motor —dijo Pep —hace mucho calor a mediodía, y tanto rato en primera velocidad para subir esta maldita subida debe poner el aceite hirviendo.

Nos quedamos un rato más sentados en silencio. El calor, la deshidratación y el cansancio hacían mella en nuestro estado de ánimo. Unos metros más arriba, a un lado del camino había una pequeña choza, con una mujer cortando leña y una niña mirándonos con curiosidad. 

            —¿Qué hacemos Pep? —pregunté con un hilo de voz.

Sin soltar palabra Pep se levantó y empezó a remontar la cuesta a pie, lentamente, hasta desaparecer de nuestro campo de visión. El desánimo era tal que si Pep o Valerie hubieran tan sólo insinuado volver para atrás y cancelar el viaje, lo hubiera entendido perfectamente. De hecho, creo que en mi fuero interno casi lo deseaba.

Al rato vislumbramos a mi amigo bajando hacia nosotros. El rostro le había cambiado.

            —Quedan unos 50 o 60 metros de subida y después la pendiente se suaviza —nos informó —¿Seguimos?

Aquellas palabras fueron un soplo de aire fresco, un chute de adrenalina, la inyección de optimismo que necesitaba. 

Y vencimos a la subida.

Lo que vino después fue espectacular. Fueron días de disfrute de una de las mejores experiencias sobre dos ruedas que haya vivido nunca. El Kali Gandaki, la llegada a Jomsom, la subida a Muktinah. Y después volver dando un rodeo por Gorkha. Aún con alguna avería en las robustas Royal Enfield que pudimos reparar por nuestros medios, y algún que otro extravío por aldeas que ni aparecían en los mapas, logramos nuestro objetivo. En Muktinah nos abrazamos, saltamos de alegría y lloramos.

Reparando sobre la marcha

Me consta que la mayor parte del recorrido que hicimos en aquel viaje ahora está asfaltado, pero en aquella ocasión, después de varios días de andar medio perdidos por pistas y caminos de tierra, cuando por fin llegamos al asfalto, nos bajamos de las motos a besarlo.

Besando el asfalto después de días sin pisarlo

Debo admitir que de no ser por la valentía y determinación de mis compañeros de viaje, no habría llegado a Mustang. Gracias Valerie y Pep, por echarle el coraje que le echasteis.

ROYALER@S

La verdad es que la temperatura no invitaba mucho a salir en moto, pero no podía rechazar la amable invitación que me había hecho días atrás Xevi, alma mater del grupo de Royal Enfield del Vallès, en la provincia de Barcelona. 

El punto de encuentro fue una conocida churrería de Sabadell, por lo que gracias a su chocolate caliente, alivió un poco el frío a los primeros en llegar. No hubo que esperar mucho, a la hora fijada éramos nueve motoristas, incluido una chica, dispuest@s a pasar una mañana de diversión rodando en moto. 

El frío no nos amedrenta

Después de los saludos y presentaciones de quienes todavía no nos conocíamos, arrancamos motores en dirección al Parc Natural de Sant Llorenç del Munt i l’Obac. En esta salida llevamos el catálogo de Royal Enfield prácticamente al completo: Sònia con su Himalayan 410, Carlos con la Interceptor 650, Ricard con su Classic 500, Carles con la Continental GT 650 y Xevi con su Bullet Trials 500, entre otras motos. 

Me coloqué el último de la fila, más que nada para poder observar a estas bonitas máquinas en su hábitat natural: las carreteras reviradas. 

Llegan las primeras curvas y las afrontamos a ritmo tranquilo, disfrutando del paisaje y del sonido de los escapes, se nota que estamos en el patio de recreo del grupo Royal Vallès, sus motos se desenvuelven con naturalidad en el parque de Sant Llorenç.

Las motos al sol de invierno

Royal Enfield es la marca de motos que lleva más años de producción ininterrumpida, desde 1901 en que fabricaron la primera motocicleta, no han dejado de fabricar hasta la fecha. Anteriormente fabricaba para la industria armamentística, en 1893 inventaron el lema que todavía hoy luce en sus motos: made like a gun (hecha como una arma). La empresa empezó produciendo en Inglaterra para más tarde abrir otra factoría en India, donde sigue la producción actual.

Vamos ascendiendo por el Parc Natural, pasamos por tramos sombríos y en mi moto se enciende el indicador de riesgo de hielo, hay que trazar con cuidado y frenar con antelación. Al llegar a la parte más alta, son casi las once de la mañana y el termómetro marca 0 grados. Es lo que tiene salir a rodar en plena ola de frío, pero nada detiene a este grupo de entusiastas moter@s seguidores de la marca británica.

0 grados, ni frío ni calor

Personalmente nunca he tenido una Royal Enfield, no obstante tengo un poco de experiencia con una Bullet, fue la moto que me llevó en un periplo por Nepal. Guardo un gran recuerdo de aquella moto y de aquel viaje, en el que recorrí el valle de Kathmandú y ascendímos hasta el reino de Mustang. Durante cerca de quince días la pequeña 350 fue mi infatigable compañera, que me llevó sin desfallecer por carreteras rotas y pistas embarradas, cruzando cauces de río y puentes de madera y con la seguridad de que cualquier contratiempo mecánico, lo habrían podido solventar en la primera aldea en la que hubiera un mecánico con una martillo y una llave inglesa.

La ruta con los chic@s de Royal Enfield del Vallès pasa por Monistrol de Calders, donde hacemos una parada técnica para reponer fuerzas. Entre risas y anécdotas y con un buen desayuno a la mesa, conseguimos olvidar el frío pasado. 

Que no falte un buen almuerzo

Para terminar la salida, volvemos haciendo alguna que otra parada para tomar fotos de las motos. Las Royals son bonitas y fotogénicas, y poseen una belleza atemporal que hace que estéticamente gusten a casi todo el mundo. 

Recientemente la firma británica ha comunicado el fin de la fabricación de la Bullet, victima de las normas medioambientales europeas. En concreto la Euro 5 ha acabado con la motocicleta más antigua del mundo en producción continua, ya que empezó en 1932. Más adelante le seguirá el modelo Classic.

Variedad de modelos

Cuando llego a casa y aparco mi moto pienso que no me importaría tener una Royal en el garaje. Muchas gracias chic@s por dejarme participar de tan selecto grupo. Nos vemos en la próxima.

La cueva de David

¡Algún día tienes que venir a ver las motos de mi cueva! 

Lo que en principio me pareció una de esas propuestas más o menos informales, tipo: ¡a ver si quedamos! ¡tenemos que tomar un café! o ¡a la próxima invito yo!, empezó a tomar fuerza cuando mi amigo David la repitió en diversas ocasiones. A partir de ese momento empecé a cuadrar agendas para realizar esa visita. La verdad es que no me costó demasiado, teniendo en cuenta que David vive en la comarca del Priorat, lo que implica circular por carreteras reviradas de verdad y con paisajes de vértigo. 

El día acordado fue un martes de invierno, y en esta ocasión me acompañaría un buen amigo. Puesto que él vive en otra ciudad, buscamos un punto intermedio para encontrarnos y a partir de allí adentrarnos juntos en las montañas de Prades y llegar al Priorat. 

En los dominios de David

Después de muchas curvas, algunas peligrosamente húmedas, llegamos a casa de David casi a mediodía. Nos abrió la verja para dejar las motos y nos dió un cálido recibimiento. Después nos enseñó el jardín, el huerto, la casa y su entorno, pero en eso no voy a entretenerme demasiado. Lo bueno fue lo que nos enseñó después.

Nos hizo pasar por la parte exterior trasera de la casa, para bajar por una rampa hasta una puerta de madera. Al abrir dicha puerta accedimos a su cueva.

Una parte de la cueva

Llamarla cueva es un eufemismo que David emplea, una muestra más de su humildad y honestidad. Lo que hay allí dentro es un santuario, una pequeña colección, incluso diría mejor que un museo, porque cada una de las siete motos que actualmente posee, las ha restaurado él mismo, están en perfecto estado, en orden de marcha y con todos los impuestos y seguros al día, arrancándolas y circulando con ellas constantemente.

La flota de David

Pero lo que más me llama la atención es una pequeña Moto Guzzi Hispania 65 cc., del año 1959, básicamente por que cuando la recogió para restaurar, me enseño las fotos de su estado. Simplemente impresionante.

Estado en el que estaba la pequeña Moto Guzzi
La misma moto durante el proceso ¡parece otra!

David lo hace absolutamente todo, tanto del motor como del chasis y carrocería: desmontar, reparar, sustituir, arenar, imprimar, pintar, tapizar y volver a montar. Trabaja con una meticulosidad de cirujano, tiene todos los libros de taller de sus motos, les hace el mantenimiento correspondiente siguiendo las indicaciones de fábrica y muy a menudo ha tenido que manufacturar él mismo alguna herramienta para extraer cojinetes o desmontar embragues. Y además realiza piezas en fibra de carbono, con un ingenioso sistema que no precisa horno autoclave.

Hasta el último detalle del mantenimiento, queda apuntado en la pizarra.

Nos habla con amor de cada una de sus motos, sus niñas mimadas. La Ossa 250 E73, del año 1974; la Suzuki GSX 550 del año 1984; la Vespa Primavera 75 de 1979; la Honda NSR 125 de 1990; la Montesa Cota 349 de 1981; la Honda Dominator de 1992 y la BMW R65 LS café racer de 1982. De cada una de ellas nos explica detalles técnicos que sorprenderían al más experto, y en cada dato que da rezuma sabiduría y conocimientos. 

Ossa 250 E73, de 1974
Montesa Cota 349, de 1981

Admito que me gustan todas las motos, o casi todas, pero las clásicas y oldtimer me tienen enamorado, probablemente porque muchas de ellas las vi rodando en mi juventud. Por eso estando aquí dentro, en el santuario de David, me emociono tanto y empiezo a fotografiar hasta el mínimo detalle. 

Piezas pintadas por David de una Bultaco Junior

Un buen rato después, salimos del inmaculado taller, y aún con la boca abierta de admiración, David nos guía por las carreteras de su vecindad, cruzando el pantano de Ciurana, por una carretera que los días laborables está abierta a la circulación y los fines de semana la cierran al tráfico. Conoce todas las carreteras, caminos y senderos de su territorio, y por supuesto, los buenos sitios para comer. 

Excelente cordero de la zona

Nos llevó a un restaurante junto a la riba del pantano, donde entre charla y anécdotas moteras, disfrutamos de la comida de la zona. Al acabar nos despedimos, agradeciéndole que nos permitiera conocer su santuario. 

BMW R65 LS café racer, de 1982

Así es David, amante de las motos, gran mecánico, buen anfitrión y sobretodo excelente persona.

El último “pas de barca”

Aquel fin de semana estaba gafado. Mi moto se paraba en cualquier momento sin motivo aparente y después le costaba mucho arrancar. Habíamos recorrido los Ports de Besseit y salir del congosto de La Fontcalda me costó una eternidad, al tener que verificar en cada parada del motor, las bujías, las conexiones de gasolina o los bornes de la batería de la Honda CBR 600 F, sin encontrar el fallo. 

La Honda Pepsi, como era conocida la moto por su combinación de colores blanco, azul y rojo, me tenía amargado. 

Era el verano de 1995 y en esa época del siglo pasado, todavía no había teléfonos móviles ni asistencia en viaje. Unas veces tocaba empujar la moto y engranar una marcha para arrancarla por inercia, y otras simplemente insistir presionando el botón de arranque hasta que el motor volvía a la vida. 

No había una explicación o al menos yo no alcanzaba a comprenderla y por eso la preocupación se instaló en mis pensamientos, impidiéndome disfrutar de la ruta en moto. 

Hasta que llegamos a Miravet para cruzar el Ebro en uno de sus pasos de barca. En ese momento, ante semejante ingenio del hombre se desvanecieron mis preocupaciones.

Lo que tenía ante mí flotando sobre el río, eran dos viejos llauds, unidos por su cubierta con una plataforma de carga, con el nombre de Isaac Peral escrito en su casco. El artilugio no tenía motor, ni vela, ni remos, sino que utilizaba la misma corriente del agua para cruzar de una orilla a otra. Simplemente cambiando la dirección del timón, conseguía que se desplazara hacia una riba o hacia la otra, enganchado con un cable a una línea de vida que uniendo las dos orillas, impedía que la barcaza se fuera río abajo empujada por la corriente. 

La simplicidad del diseño para cruzar el cauce me causó tal sosiego, que por unos momentos hizo que me olvidara de motores, bujías y gasolina, y de los problemas que aquejaban a mi moto. 

Tres coches y cinco motos, con sus conductores y acompañantes, formábamos la carga de la barcaza. El barquero era un tipo enjuto vestido con una chupa negra de cuero y lucía una larga cabellera, tenía más aspecto de cantante de heavy metal que de patrón de embarcación, sin embargo se manejaba con una desenvoltura que solo la experiencia acumulada le podía haber dado. Soltó las cadenas que amarraban la embarcación al pequeño muelle, giró totalmente los timones de la nave y esta empezó a moverse lentamente. La travesía apenas duró veinte minutos, marcados por la calma y el murmullo del agua pasando bajo el casco. Al llegar a la otra orilla los vehículos transportados arrancaron de nuevo sus motores. Excepto mi moto, que tuve que sacarla empujando por la rampa de cemento, con la ayuda de otros pasajeros.

Veinticinco años después he vuelto a montarme en el Isaac Peral. 

Rodando por la provincia de Tarragona un lunes del mes de diciembre, hemos trazado una ruta que nos permitiera llegar a Miravet a tiempo de embarcar en el pas de barca, ja que durante el invierno solo funciona hasta la puesta de sol. 

El río Ebro a su paso por Miravet
El río Ebro a su paso por Miravet

Mi compañero de ruta y yo tenemos el privilegio de ser los únicos pasajeros que a esta hora de la tarde nos embarcamos en la pareja de llauds que cruza el Ebro. 

En cuanto la rueda delantera de mi moto ha pisado la tarima de madera de la plataforma flotante, he tenido la sensación de que se había parado el tiempo. Las misma estructura con dos cascos de barca, las misma cadenas a modo de amarras, los mismos tablones de madera a modo de cubierta, el mismo sistema de timonear, el mismo discurrir sobre el agua, el mismo silencio, la misma paz que veinticinco años atrás. 

Lo único que ha cambiado es el barquero.

El patrón actual del Isaac Peral, es un afable señor al que le gusta su trabajo y conoce el río como nadie, y al que le gusta charlar, a juzgar por la buena conversación que mantenemos. 

Nos cuenta detalles como que la barcaza tiene ya setenta y cinco años de uso, que aunque hay otros pasos de barca en Flix y en García, este de Miravet es el único que se mueve exclusivamente con la fuerza del agua, por lo que para él es el último pas de barca auténtico en funcionamiento, que antiguamente los barqueros eran vecinos de la zona que conocían el río y en cambio ahora para patronear en el río es necesario el PAC, título de Patrón de Aguas Continentales. 

También nos da una charla medioambiental sobre la proliferación del siluro, el pez invasor que ha acabado prácticamente con los barbos y otras especies, o el efecto de las depuradoras en el río, que al mantener el agua más limpia, permite que los rayos de luz penetren más profundamente, por lo que se desarrollan más las algas del lecho, provocando un desequilibrio ecológico.

Las motos sobre el Isaac Peral

Con esta agradable cháchara llegamos a la otra orilla, tras pagar al barquero los cinco euros del billete, entre las dos motos y sus ocupantes, nos despedimos de él agradeciéndole el buen rato pasado y proseguimos nuestra ruta, pronto va a anochecer y tenemos que llegar a nuestro alojamiento. 

A estas alturas del relato quizás te estarás preguntando que pasó con mi Honda CBR Pepsi, y cómo logré salir del Ebro aquel verano de 1995. 

Mejor te lo cuento en otra ocasión…

El casco amarillo

Por el rabillo del ojo veo un casco amarillo que se aproxima peligrosamente por mi izquierda, inmediatamente me doy cuenta que se trata de mi compañero. 

Ha acercado su moto hasta ponerse en paralelo a mí y empieza a agitar la mano derecha, indicándome que pare. 

En cuanto veo un arcén más o menos seguro me detengo.

—Me estoy quedando sin gasolina.


—¿Y cómo no me avisas antes? —le pregunto.


—Cuando hemos pasado la última gasolinera he tocado el claxon para avisarte, pero no me has oído. Y de eso hace muchos kilómetros.

—¿Cuánta autonomía te queda?

—Según el indicador digital tan sólo ocho kilómetros.

—Déjame consultar a San Google, a ver dónde está la gasolinera más cercana.

En las carreteras que unen las comarcas del Baix Penedès y el Alt Camp hay poco tráfico, y menos aún un día laborable de invierno. Aún así, pasa un vehículo en sentido contrario al nuestro y se detiene al vernos junto al arcén.

—¿Tenéis algún problema? —nos pregunta su amable conductora.

—Me queda poca gasolina y estamos mirando en el móvil cual es la gasolinera más cercana –explica mi compañero.

—Vaya, pues por aquí no hay muchas. ¿Hacia dónde vais?

—Vamos en dirección a Valls.

—Pues habéis pasado de largo la más cercana, la siguiente en la dirección que vais está a catorce kilómetros.

Tras agradecerle el interés a la señora, se va dejándonos con la duda de si volver para atrás hasta la gasolinera más cercana, o continuar hacia adelante.

Nos decidimos a seguir nuestra ruta.

—Tú ves tirando y si te acaba, yo me llegaré hasta la gasolinera a comprar un par de litros. Llevo gasolina de sobras –digo, convenciendo a mi amigo.

—Vale, iré circulando despacio.

En eso ya no estoy tan seguro. En situaciones como esta, con poco carburante en el depósito, siempre me entra la duda: ¿Qué es mejor, circular lentamente para que la moto consuma menos carburante y llegar más lejos con el que queda? ¿O conducir más rápido para recorrer antes los kilómetros que quedan hasta el repostaje, pero consumiendo más?

Mi compañero opta por la segunda opción, pues cada vez veo más distanciado ese casco amarillo, circulando por delante de mí.

Conduciendo con la tensión de la incógnita, me acuerdo de circunstancias vividas años atrás, en las que yo, o algún compañero, nos hemos quedado sin gasolina, la avería del pobre la llaman. En épocas pasadas, cuando las motos llevaban un tubito de goma, desde el depósito de gasolina hasta los carburadores fácilmente accesible desde el exterior, bastaba con desconectar dicho tubo por su parte inferior, introducirlo en cualquier botella vacía o recipiente que encontráramos y así obtener uno o dos litros para continuar. Incluso recuerdo una anécdota en la que al no encontrar ninguna botella, simplemente desmontamos el depósito de la moto “seca” y lo colocamos debajo del tubito de la moto donante. Con un par de herramientas bastaba para soltar los tres o cuatro tornillos necesarios.

Con las motos actuales, entre la electrónica y los sistemas de inyección eso es imposible, al menos para mí.

Por suerte, la BMW R Nine T Scrambler de mi amigo, nos ha permitido recorrer más kilómetros de los ocho que anunciaba, y conseguimos llegar hasta la estación de servicio sin mayor contratiempo.

Dejamos atrás Valls y continuamos ascendiendo por las espectaculares carreteras de las Muntanyes de Prades.

En esta ocasión me acompaña mi amigo Pigio, mejor dicho, yo le acompaño a él. O al menos lo intento, porque cuando se le cruza el gen competidor, tengo que esforzarme mucho para no perder de vista ese casco amarillo. 

Se suceden curvas de primera velocidad y curvas que invitan a inclinar la moto a cuchillo, con tramos rectos tan cortos que apenas da tiempo de subir una marcha, para inmediatamente volver a bajar dos y frenar con ganas.

Entramos en el Priorat y a la espectacularidad de la carretera, se le añade la belleza del paisaje, con la estrecha cinta de asfalto pasando entre terrazas de viñedos. Y llegamos a Escaladei. El impresionante monasterio, con más de 900 años de antigüedad, fue la primera cartuja construida en la península ibérica.

Después de un breve descanso en este histórico emplazamiento, proseguimos con nuestra borrachera de curvas, siempre a la zaga de Pigio, gran conocedor de la zona.

Al final de la jornada, me despido de mi amigo y pienso que la ruta de hoy nos ha brindado emoción, belleza, tensión y compañerismo. Y sobre todo ganas de vivir. 

Cuando miro por el retrovisor y veo ese casco amarillo alejándose, me pregunto: ¿para cuándo la próxima?

¿Dónde vas con esa moto vieja?

Esa es la pregunta que me hacen algunos (pocos), cuando me ven circulando con mi Yamaha RD 350 del año 1989, pero debo admitir que la mayoría de moter@s la observan con curiosidad, y en más de un semáforo me dicen alguna palabra de admiración al verla.

Pero ¿porqué esa moto? Una moto que hay que arrancar por las mañanas dando patadas con la pierna como un karateka, que no le basta con la gasolina en el depósito, sino que hay que añadirle aceite al combustible, que no tiene ABS, ni horquilla invertida, ni puños calefactables, ni modos de conducción, que hay ciclomotores con las ruedas más anchas que las que lleva, que tiene unos frenos ridículos para los 63 cv que desarrolla.

La respuesta es: por eso, por todo eso.

Por el jadeo bajo el casco, soltando coces hasta que el motor cobra vida; por el característico ruidito metálico del escape en las motos de 2 tiempos; por el aroma inolvidable de la gasolina combustionando, mezclada con aceite en los carburadores; por la sonrisa tonta que se me pone cuando acelero y se abren las válvulas YPVS y el motor sube hasta 8000 rpm. alcanzando una velocidad importante en poco tiempo; por la cara de circunstancias que me queda después de apretar a muerte todas las palancas de freno para no salirme en la siguiente curva.

Pero sobre todo, porque es hermosa.