SAD HILL CEMETERY

Aunque soy un amante del cine, no soy fan de los Western, o como los llamábamos en mi juventud, del Oeste, o de Indios y vaqueros. Sin embargo hay algunas películas de este género cinematográfico que siempre figurarán entre mis preferidas, seguramente porque me recuerda a mi infancia y me transportan a aquellas sesiones dobles de cine, en compañía de mi padre y mi hermano Jordi, en mi Barcelona natal. 

Muchas de ellas con el paso del tiempo llegaron a engrosar las filas de lo que hoy conocemos como clásicos del séptimo arte. El binomio formado por el director Sergio Leone y el músico Ennio Morricone, amigos de la infancia, por cierto, nos ha dejado memorables films del subgénero denominado Espagueti Western. A mi entender, (espero no herir tu sensibilidad si eres un apasionado cinéfilo) destaca una: El bueno, el feo y el malo, con el título original Il buono, il brutto, il cattivo.

Los Valles Pasiegos

No sabría decirte cuantas veces he visto esta película, pero son muchas. Por eso me llamó inmediatamente la atención, cuando una conocida plataforma de contenido audiovisual que empieza por N y acaba por flix, anunció un documental titulado Desenterrando Sad Hill, el cual vi en cuanto se estrenó. Y me encantó.

El visionado del documental, que aprovecho para recomendarte, tanto si eres fan de Clint Eastwood, como de las películas del oeste, sembró en mí la semilla de la curiosidad. Los detalles de la construcción de las localizaciones de la película en 1966, la implicación de las gentes de la provincia de Burgos, donde se llevó a cabo buena parte del rodaje, los lazos y anécdotas que explican los descendientes de quienes trabajaron de una u otra forma en aquella producción y todo lo que se cuenta en ese reportaje, hizo que quisiera conocerlo en persona. Ese deseo quedó sumido en el saco de deseos que acarreo siempre conmigo.

En Contreras sale una pista hasta Sad Hill

Pero un buen día estando de ruta por Donostia, en una de esas rutas que a mí me gustan, en las que conoces el día que sales, pero no sabes hacia donde irás, ni cuando volverás a casa, de pronto afloró de nuevo ese deseo. Total, desde la capital guipuzcoana apenas me separaban 280 kilómetros, ¡nada!

Por la mañana temprano, salí de Donostia hacia Burgos, pero antes me desvié un poco para recorrer los valles Pasiegos, una zona que me encanta, y siempre que paso “más o menos” cerca, me gusta comerme en quesada en Vega de Pas.

Bajo un sol de justicia

Desde allí, tras cruzar el espectacular puerto de Las Estacas de Trueba, enfilé la rueda delantera en dirección a Burgos, concretamente a la población de Contreras.

Del centro de esta pequeña población parte una pista de tierra, practicable para cualquier vehículo, que en poco más de 3 kilómetros llega al paraje del cementerio de Sad Hill. También se puede acceder desde Santo Domingo de Silos, en cuyo caso la pista de tierra es un poco más larga, unos 5 kilómetros, pero según me han dicho, con mejores vistas ya que su recorrido es más elevado.

El camposanto ficticio

Era un día laborable del mes de septiembre a primera hora de la tarde y hacía mucho calor, seguramente por eso, tuve la fortuna de no encontrar a nadie en el sitio. Bueno, para ser exactos diré que cuando yo llegué, me crucé con una pareja que abandonaban el lugar en coche.

Al bajarme de la moto enmudecí. Ante mi vista el escenario auténtico de un mito del cine de mi juventud. Me impresionó.

Clint Eastwood me vigila

Estuve paseando a mis anchas bajo un sol de justicia y haciendo fotos a diestro y siniestro. La silueta omnipresente de Clint, las cruces del cementerio ficticio, el árbol del ahorcado, las lápidas con los nombres escritos con brocha gorda. Por unos instantes me sentí dentro de la película, aunque no estoy seguro de si yo era el bueno, el feo o el malo.

HORRORES DE LA GUERRA

Febrero de 1996.

«Hemos pasado la noche en una casa particular en la que no había calefacción, durmiendo dentro del saco de dormir de plumas para resguardarnos del frío. Incluso alguno del grupo ha dormido vestido dentro del saco.

Desayunamos frugalmente y salimos muy temprano de nuevo hacia la frontera. A las nueve de la mañana nos plantamos exactamente en el mismo sitio donde estuvimos ayer esperando.

… … … … … 

Son las 13:30 y ya llevamos más de cuatro horas esperando a que regresen Glòria, Tatiana y el sargento de la Guardia Civil, al paso fronterizo de Mali-Prolog.

Se han adelantado y han ido hasta Mostar, en un intento desesperado de conseguir en mano el permiso oficial que nos falta.

Entre tanto, charlando con el capitán Núñez, nos explica sus vivencias en Bosnia.

Nos explica que en una casa de campo en mitad del bosque, donde vive un matrimonio de edad muy avanzada, encontraron bajo el colchón del dormitorio, cuatro fusiles automáticos Kalashnikov rusos, con abundantes cargadores y munición. 

También nos explica que Tatiana, la joven intérprete de veintidós años que nos acompaña y que habla perfectamente español, le confesó que desde los trece años maneja armas y sabe montar y desmontar, y por supuesto disparar el Kalashnikov, con toda naturalidad.

También nos da detalles escalofriantes de la guerra, como cuando el ejército de un bando determinado ocupaba una zona, seguidamente procedían a destruir las casas para que sus legítimos habitantes, tras huir del horror no pudieran volver a ocupar su antiguo hogar. Y lo hacían de la macabra manera de dejar abierta y desempalmada la espita de la bombona de gas de la casa, y una vela encendida. Al cabo de diez minutos la casa en cuestión volaba por los aires sin ni tan sólo gastar munición.

Limpieza étnica le llaman. Maldito eufemismo que de limpio no tiene nada, sino de sucio, muy sucio.

Esto era práctica habitual entre la facción más fascista, conservadora y monárquica del ejército serbio, los llamados chétnicos. Está claro que las barbaridades que se comenten en tiempos de guerra no son potestad de un sólo bando. Aquí habría mucho que explicar también de los racistas religiosos Ustachi croatas, o de la Armija de Bosnia y Herzegovina.

Hechos terribles y deplorables como el degollamiento de niños pequeños, en presencia de sus padres, provocaba que conocido quién era el autor de estas atrocidades, esto no se olvide, y con el paso de las semanas o meses, los familiares de las víctimas quisieran vengarse en algún momento del autor del asesinato o de su familia, probablemente vecino del mismo pueblo o del pueblo vecino.

Es por ello que se cree que cuando se retiren las fuerzas de paz IFOR, que por ahora mantienen una paz impuesta casi a la fuerza, resurgirán los conflictos que podrían desencadenar otra vez en guerra.

Durante el transcurso de la conversación escuchamos relativamente cerca, detonaciones y disparos.

El capitán intenta tranquilizarnos diciendo que son cazadores, pero lo cierto es que son tiros de arma automática, no de escopeta de caza.

Ahora las explosiones suenan más cerca, y nos indica que son minas anti persona explotando.

Esta vez ya no se esfuerza en quitarle importancia y nos confiesa que no se atreve a asegurar si las hacen explotar de forma intencionada, o si alguien las ha pisado de forma accidental.

En este punto nos habla de la necesidad de que no nos alejemos del camino más concurrido. 

Insiste en que no nos apartemos del camino principal ni para ir a hacer un pipí detrás de cualquier matojo junto a la carretera, ya que la posibilidad de que haya minas camufladas es muy alta y el riesgo es inminente.»

Fragmento del libro Viaje a Bosnia. Carles Brotons

LA TORMENTA DE NIEVE

Ahora sólo somos buenos amigos. De esos entrañables, que por mucho tiempo que pase sin vernos, nos llamamos y en la distancia nos ponemos al corriente de nuestras vidas. De esos que siempre están ahí. Pero antes además de amigos, fuimos socios y compañeros de aventura. Marià (Mariano en castellano) y yo nos conocimos haciendo un curso avanzado de alpinismo invernal.

Ambos teníamos ya un amplio bagaje de ascensiones por el Pirineo, los Alpes, los Andes y el Himalaya, y desde el primer momento congeniamos perfectamente. Tras ese curso hicimos muchas ascensiones, en las que fuimos desarrollando lo que podríamos llamar “la cordada perfecta”. Compenetrados y complementados, Marià ponía la técnica y la excelente forma física, yo aportaba la seguridad y la creatividad. Juntos nos formamos como guías de montaña en la Escuela Española de Montaña de Benasque. Juntos fundamos y creamos desde la nada una empresa de deportes de aventura y escuela de montaña y escalada, Catalonia Adventures. Y juntos vivímos mil aventuras en paredes de roca, barrancos de ríos, cascadas de hielo o cumbres nevadas, como la que te traigo hoy.

Estaba siendo un invierno duro, aunque ya tocaba a su fin aquella semana de marzo. Disponíamos de un día libre entre semana, sin clientes ni alumnos que enseñar a escalar o guiar, así que nos tomamos ese día de descanso como solíamos hacer: saliendo al monte.

Conocíamos muy bien la zona del Pirineo Oriental, tanto por su vertiente española como por la francesa, por las numerosas veces que habíamos estado en él, pero había un lugar en concreto en el que no habíamos estado nunca. Un pequeño valle de difícil acceso, cerca de grandes cumbres muy conocidas y transitadas, que precisamente por eso, quedaba bastante en el anonimato, porque la mayoría de montañeros dirigía sus esfuerzos a las montañas con más nombre. Ese valle encarado al norte, alcanzaba altitudes por encima de los 2400 m., por lo que estaba garantizado que encontraríamos mucha nieve y hielo en el trayecto.

Me vas a permitir que no desvele su ubicación exacta para preservar su poca presencia humana, pero te diré que para llegar hasta él, era necesario hacer un recorrido de más de dos horas por las estrechas carreteras francesas de la cara norte del Pirineo, después unos diez kilómetros de pista en mal estado hasta el punto en que tenías que dejar el vehículo y seguir a pie. Luego andar dos o tres horas más, dependiendo de hasta donde llegara la nieve, para llegar a un pequeño circo glaciar donde, según el mapa, tendríamos variedad de pequeñas cumbres repletas de paredes y canales de nieve para escoger.

Más que llegar a una cumbre del lugar, que seguramente se habría hollado en multitud de ocasiones, nos hacía ilusión hacerlo por una vía difícil, por la que probablemente seríamos los primeros en hacerlo, ya que no encontramos reseñas escritas que lo constatara.

La víspera por la tarde, pertrechados con cuerdas, piolets, crampones, tornillos de hielo y todos los elementos necesarios para la escalada invernal, además del saco de dormir y un poco de comida, cargamos las mochilas en el maletero del coche e iniciamos el largo recorrido motorizado. Ya oscurecido aparcamos en un recodo de una pista forestal, justo donde la nieve del camino no permitía avanzar con el vehículo y empezamos a caminar enfilando un pequeño valle, en el que según el mapa cartográfico encontraríamos una pequeña cabaña de pastor. 

Una hora y media más tarde estábamos extendiendo nuestros sacos de plumas en el interior de la cabaña, mientras calentábamos una sopa de sobre en el fogoncillo de montaña. En estas salidas compartidas con mi amigo, nos sentiamos muy relajados, sin la tensión de tener que estar pendiente de clientes a los que estas guiando, y las risas y bromas estaban aseguradas entre nosotros. Marià, haciendo gala de su origen del Penedès, comarca vitivinícola conocida por el buen cava que elaboran, como en otras ocasiones acarreaba una botella de cava, de la que dimos buena cuenta durante la frugal cena. Aunque el aire se colaba por los resquícios de las paredes de piedra seca y el frío era intenso, nos dormimos pronto y rápido, seguramente ayudados por los efluvios del cava. 

Nos despertamos al alba, un poco de café caliente y unas galletas nos dieron el ánimo suficiente para afrontar la inédita ascensión que nos esperaba. El día amaneció gris, aunque la reverberación de la nieve producía una inusitada luminosidad. Subíamos por la cuesta de nieve con las pesadas mochilas, oteando el circo de montañas que cerraban el horizonte delante nuestro, y confieso que en mi estomago sentía las mariposas aleteando como siempre que me enfrento a una nueva situación, a una desconocida escalada.

Llegó un punto en que la pendiente ganó verticalidad y tuvimos que ayudarnos con los dos piolets para progresar. El color gris del cielo pasó a ser prácticamente negro y empezó a nevar tímidamente. Cuando la cosa ya se puso realmente vertical, sacamos las cuerdas de la mochila, nos pusimos los arneses de seguridad y nos encordamos. Marià avanzaba delante de mí, abriendo vía. Siempre ha tenido más técnica y ha sido más valiente que yo. 

Entre negras nubes vimos un estrecho corredor de nieve del que asomaban aquí y allá pequeños resaltes de roca destacando sobre el blanco hielo, que ascendía casi vertical hasta una punta nevada que parecía una cumbre. Hacia allí dirigimos la cordada.

Durante un par de horas seguimos trabajando bajo una cada vez más intensa nevada, ascendiendo con dificultad. Alguna estaca de nieve o tornillo de hielo colocado estratégicamente por Marià primero y recuperado por mí después, nos brindaba una relativamente falsa sensación de seguridad. El frío mordía cada vez más, a la nevada se le unió el viento que fue aumentando de intensidad, hasta convertir aquella canal de nieve, en una maldita canalización de desagüe de nieve en grandes cantidades. La tormenta estaba totalmente desatada y nos azotaba con violencia. Con toda la ropa de goretex puesta, el pasamontañas bajo el casco y las gafas de ventisca, apenas lograba intuir por donde seguía la ruta, pues la cuerda desaparecía de mi vista a dos metros escasos de mí. 

Estábamos sumergidos en un aluvión de nieve que no sólo frenaba nuestro avance, sino que prácticamente nos empujaba hacia abajo. De repente sentí el chirriar de las puntas metálicas de los crampones sobre la roca, sin darnos cuenta, debido a la nula visibilidad nos habíamos desviado de la línea imaginaria de ascenso en el hielo y nos habíamos metido de lleno en la verticalidad de las rocas. 

En esa precaria situación debíamos tomar una decisión. Habíamos invertido mucho tiempo en llegar hasta allí, no sabíamos cuanto nos quedaba hasta la cumbre y se estaba haciendo tarde. Aunque con Marià habíamos desarrollado un código de gestos y miradas que nos permitía entender perfectamente lo que pensaba el uno o el otro, nos teníamos que comunicar a gritos. Los dos nos entendimos rápidamente, había que salir de allí bajando y había que hacerlo ¡ya! La única opción era montar una cuerda y bajar rapelando.

El problema entonces, era que al desorientarnos y apartarnos de la nieve y el hielo, no había posibilidad de montar un tornillo o estaca donde colgar la cuerda. Marià me dijo a gritos: «el tronquito», señalando hacia un pequeño arbusto que apenas sobresalía de la roca.

No nos quedaba otra que confiar en un arbusto de un palmo de largo con un tronquito central de apenas dos centímetros de grosor, y esperar a que aguantara nuestro peso al descolgarnos con la cuerda.

El matojo aguantó y encadenamos varios rapeles más, montando cuerdas en rocas y arbustos varios, descendiendo hasta que la pendiente fue perdiendo verticalidad. Seguíamos con muy poca visibilidad y casi sin percatarnos llegamos a la base de la canal de nieve. El último rapel lo bajé después de Marià y en el momento de soltar la cuerda, sintiéndonos ya en suelo cercano a la horizontal, ambos nos abrazamos gritando de alegría. 

Nos sentíamos felices, nos sentíamos vivos.

Seguía nevando, aunque con menos intensidad, y aún nos quedaba desandar el camino hasta el coche, pero dadas las circunstancias, aquello sería “un paseo en la nieve”.

No hay fotos de aquella salida, pero sí un recuerdo muy vivo de esa corta pero intensa experiencia, de esos recuerdos que se quedan grabados y que te forman como montañero y como persona.

UN AÑO DE PANDEMIA

Justamente ahora que se cumple un año del inicio del estado de alarma por la incidencia del Covid en España, me parece oportuno recordar lo que escribí meses atrás, y que se publicó en el libro Ruedas y letras contra el Covid, del cual encontrarás información en esta misma web. 

“Confieso que fui de los que se lo creyó.  Creí que sería solo cuestión de catorce días, como dijeron al principio, cuando decretaron el estado de alarma. Por suerte o por desgracia mi negocio familiar es uno de los considerados esenciales y no cesamos nuestra actividad. Nos turnamos entre mi mujer y yo para poder atender mínimamente el negocio que, por suerte, no necesita nuestra presencia todas las horas de apertura al público. 

Mis estados de ánimo fueron variando con el paso de los días. Primero fue decepción, porque por culpa del COVID-19 se nos fastidió un viaje a Nepal que teníamos programado para mediados del mes de abril. Cinco días después de decretarse el estado de alarma empecé a encontrarme mal, las consultas médicas telemáticas decían que tenía síntomas de COVID-19 y me recomendaban el aislamiento total durante catorce días. Estuve aislado en mi casa, incluso durmiendo en una habitación separada de mi mujer, con la mascarilla puesta todo el tiempo y extremando las medidas higiénicas y sanitarias para no contagiar a nadie más. Esos días los viví con preocupación por cómo podría evolucionar la enfermedad. 

Entre tanto se decretó el confinamiento total del país. Afortunadamente, al octavo día desaparecieron la fiebre y los síntomas, pero continué el ciclo de catorce días antes de volver a salir de mi aislamiento en la habitación. 

No tengo coche, el único vehículo matriculado a mi nombre es mi moto, así que una vez superado mi confinamiento individual y, dada mi condición de servicio esencial, las pocas veces que me desplacé a mi tienda lo hice sobre dos ruedas; recuerdo que ahí mi estado anímico cambió al de esperanza. Recorrer en moto los diez kilómetros que separan la tienda de mi domicilio, con el casco modular abierto y la mascarilla puesta, recibiendo el fresco de las mañanas de primeros de abril en la cara, me daban la vida. Esos quince minutos de ida por la mañana y quince minutos de vuelta a mediodía me sabían tan bien y los vivía con tanta intensidad como si fuera un viaje apasionante por una ruta desconocida. Y es que siempre he pensado que el trayecto es el que es, pero la actitud con el que lo vives es cuestión de cada uno. 

Podríamos decir que soy un motero o motorista muy activo, suelo salir cada semana con amigos o solo, y siempre que puedo hago algún viaje a países lejanos y desconocidos, casi siempre en solitario. Familiares y amigos me llamaban o escribían por WhatsApp: «Lo debes de estar pasando fatal, Carles, acostumbrado a viajar tanto en moto y de golpe tener que quedarte en casa». Pues la verdad es que no, encontré el equilibrio en la lectura y la escritura, y llegué a sentirme sosegado.

No hay que olvidar que detrás de las ruedas de prensa y de las comparecencias de Fernando Simón hay un número estremecedor de fallecidos, cada uno con historias tristes de soledad en sus últimos días. Me gustaría aprovechar este texto para tener un recuerdo para un amigo motero que, desgraciadamente, pasó a formar parte de esta terrible estadística después de semanas de lucha contra la muerte, ingresado en una UCI. Pascual Molina no superó al maldito virus y se fue a rodar en moto por el Valhalla, o por donde sea que vayan a rodar los compañeros que ya no están entre los vivos. 

Los estados de alarma se fueron sucediendo uno tras otro. En el momento de escribir estas líneas vamos por la quinta prórroga y, hasta el momento, he leído una decena de libros de lo más variados; desde novela negra hasta sociología, pero sobre todo libros de viajes en moto. 

Creativamente pasé por unas semanas bastante productivas. En primer lugar, pude terminar de escribir un libro sobre mis viajes en moto que tenía empezado. Se llamará Dos ruedas y cuatro continentes. En ese momento me sentí ilusionado, pues espero verlo publicado pronto. En segundo lugar, le he dado un buen empujón a un proyecto que tenía casi olvidado: mi primera novela, en la que estoy plenamente inmerso. 

Justamente ayer fue el primer día en el que la región sanitaria de la comunidad autónoma en la que vivo pasó a la fase 1 de la desescalada y, por supuesto, a primera hora de la mañana salí en mi moto y estuve rodando, explorando los límites geográficos que me permite la ley en dicha fase. Tomé algún café en las pocas terrazas abiertas al público. Estuve rodando alegre muchas horas y volví a casa a las seis de la tarde, con la sonrisa tatuada en mi cara. 

Hay otro proyecto que tengo aparcado, más bien enterrado bajo capas y capas de incertidumbre: un viaje en moto por Asia Central en septiembre; y es que en el momento actual no sé si será posible viajar a ningún lado. 

Lo que está claro es que va a cambiar (de hecho ha cambiado ya) el paradigma que conocíamos hasta ahora en muchos aspectos de nuestras vidas, y por descontado en lo referido a los viajes. Probablemente nos fijaremos en objetivos dentro de nuestro país y redescubriremos paraísos cercanos, para, de este modo, ayudar a reactivar la economía local, que tantos estragos está causando esta pandemia. 

Me atrevo a augurar que mi estado de ánimo va a mutar a expectante en los próximos días por varios motivos: por un lado, por los posibles rebrotes o retrocesos en el control de la epidemia mundial; y por otro, por los avances científicos que nos traigan, o bien la vacuna contra el coronavirus, o bien el tratamiento definitivo que acabe con la trágica letalidad de la enfermedad del COVID-19. Hasta que esto llegue pienso vivir lo que han llamado la «nueva normalidad», rodando en mi moto por donde me dejen, sumándole kilómetros a mi existencia y comiéndome la vida a bocados, a pesar de que haya días en que me sienta a ratos decepcionado, preocupado, esperanzado, sosegado, ilusionado, alegre o con incertidumbre; y es que, por desgracia, nunca sabemos cuándo se parará nuestro cuenta kilómetros. 

Confieso que fui de los que se lo creyó.”

¡NECESITO CONTENIDO YA!

Acto primero

Sala de reuniones con una gran mesa rectangular rodeada por seis sillas, en el centro de la misma un teléfono con dispositivo de manos libres, un portalápices con cinco bolígrafos y unos cuantos folios en blanco.

Entra la responsable de Redes Sociales claramente contrariada.

            –¡Necesito contenido ya! Estamos a menos de un mes para iniciar la campaña en Instagram y Facebook y no tengo nada. Necesito ilustraciones, fotos, vídeos, ¡algo!

A menudo los creativos de las empresas son un poco exagerados, quizás para dar más valor a su trabajo del que solemos darle el resto de mortales.

No es el caso de Amina. Desde que se la contrató para llevar la gestión de las RRSS de nuestra nueva empresa, ha dado muestras de ser una gran profesional, con mucha experiencia y las ideas muy claras. Además tiene razón, vamos con el tiempo justo para lanzar la primera publicación. Mi socio Pigio y yo nos miramos.

            –¿Qué hacemos Pigio? El diseñador que nos hace las ilustraciones no tendrá las primeras pruebas hasta dentro de quince días.

            –Tenemos el presupuesto del fotógrafo, sólo es cuestión de aprobarlo y hablar con él para ver su disponibilidad –propone Pigio.

Acto segundo

Un despacho con una mesa de oficina y una silla de dirección, en la mesa una pantalla de ordenador con su teclado, cuatro carpetas de expedientes y un teléfono móvil en posición de manos libres. Pigio sentado a un lado de la mesa y yo sentado enfrente suyo. Manteniendo una conversación telefónica a tres con Juan, el fotógrafo.

            –Podemos hacer un photoshooting de dos o tres sesiones, con distintas motos y pilotos, así tendré una buena base para editar –nos explica Juan –de esta manera tendríais contenido para dos meses de stories y posts de Instagram.

            –No sé de donde podemos sacar los pilotos, ni tenemos tiempo para organizar dos o tres sesiones. Nos urge mucho Juan –exclamo yo.

            –Se me ocurre una cosa –interviene Pigio, –podríamos organizarlo para hacerlo en fin de semana, así serían dos sesiones seguidas.

            –¿Y los pilotos? ¿Y las motos? –pregunto.

            –Tú y yo con nuestras motos. Son suficientemente distintas como para llegar a distintos públicos.

            –Os propongo ir a Los Monegros –dice el fotógrafo, –conozco el territorio y ofrece mucha variedad de paisajes y buenas localizaciones.

Lo que en principio parecía una idea descabellada empieza a tomar forma. Contactamos con otro piloto dispuesto a participar en la sesión de fotos y cuadramos agendas con él y con el fotógrafo. Estamos en época de pandemia y toda previsión es poca, así que además de someternos a sendas pruebas de detección del Covid-19, tramitamos las autorizaciones necesarias para realizar actividad empresarial en otra comunidad autónoma.Tras un intercambio de multitud de correos electrónicos, trazamos un plan para realizar el photoshooting el próximo fin de semana.

Observando el trabajo del fotógrafo

Acto tercero

Gasolinera del área de servicio del Bruc, en la autovía A2, primera hora de la tarde del viernes. Apenas un turismo repostando gasolina y cuatro camioneros comiendo el menú del día en la cafetería, en un lugar que normalmente, sin pandemia de por medio, estaría atestados de viajeros y transportistas. Un café mientras van llegando los miembros de la comisión fotográfica.

La comitiva está formada por Genís y su BMW R Nine T Urban, como piloto/modelo invitado; Juan con su Triumph 1200 Scrambler, como fotógrafo; Pigio con su BMW R Nine T y yo con mi BMW F 850 GS, como promotores del photoshoting.Un breve briefing para definir la ruta hasta nuestro alojamiento y partimos, ligeros de equipaje, rumbo a la comarca de los Monegros, en la comunidad de Aragón.

Genís, piloto y modelo con su BMW R Nine T Urban GS
Pigio con su BMW R Nine T Scrambler
Juan el fotógrafo, con su Trtiumph 1200 Scrambler

Acto cuarto

Un campo de alfalfa junto a una solitaria vía vecinal que cruza una carretera secundaria de Huesca. Primera hora de la mañana del sábado, las motos aparcadas en el exiguo arcén, Juan dando diversas instrucciones y moviéndose para buscar el encuadre óptimo.

–Pasa más cerca de la cámara…

–Sube la moto encima del montículo…

–Ves hasta la curva y vuelve haciendo un wheelie…

Cambio de emplazamiento.

Una pista de tierra en ligera pendiente con restos de barro de las últimas lluvias en los Monegros. Más instrucciones del fotógrafo.

–Cruza este charco…

–Frena derrapando delante de mí…

–Haz patinar la rueda levantando polvo…

Cambio de emplazamiento.

Ruinas de Belchite. Los restos de un campanario acribillado a balazos en una cruenta batalla durante la guerra civil. Juan sigue dando instrucciones.

            –Poneros en fila uno detrás de otro…

–Mira al horizonte con la mirada perdida…

            –Poneros de lado uno junto a otro…

A pesar de la tardía hora de la tarde, el fotógrafo se empeña en aprovechar la magnífica luz vespertina y la sesión se alarga un poco más. Después de 118 kilómetros off road, volvemos a la carretera para regresar a nuestro alojamiento. Llegamos al hotel tarde, avanzada la noche.

Epílogo

Bajo un puente de la autovía A2 para resguardarnos de la lluvia, cubriéndonos apresuradamente con el equipo impermeable antes de quedar totalmente empapados. Mediodía del domingo. Nuestra intención es ir hacia el Pirineo para cambiar de paisaje y hacer tomas dinámicas en puertos de montaña. El día lluvioso y gris no nos da tregua y tras diversas paradas en varios puertos de montaña, desistimos de conseguir buenas fotos. Nos tenemos que conformar con las obtenidas durante la jornada de ayer. Aunque no somos pilotos profesionales, lo hicimos con la dignidad suficientemente para que salgan buenas instantáneas. El fotógrafo está satisfecho. Llegamos a casa el domingo por la tarde con 360 fotografías, 2 horas de grabación de vídeo y 885 kilómetros en la mochila. Ahora son los creativos quienes deberan desarrollar todo el material gráfico conseguido.

¡Tenemos contenido!

El resultado nos deja satisfechos. ¡Tenemos contenido!

LA TORMENTA DE ARENA

Estábamos de vuelta y probablemente tardaríamos cinco o seis días en llegar a casa, pero el hecho de haber superado tantas penurias en el viaje de ida nos brindaba una falsa sensación de seguridad. 

Aunque aún nos faltaban más de 3900 km para llegar, en cierto modo teníamos la sensación del que el viaje tocaba a su fin. 

Volvíamos de Dakar, habíamos cruzado la frontera entre Mauritania y Senegal por el paso de Roso, según dicen una de las peores aduanas del mundo, fama bien merecida como pudimos comprobar en nuestras propias carnes. 

En Mauritania, cerca de Nouakchott, a mediodía y con 50 grados de temperatura, un golpe de calor, casi acaba con la vida de uno de nosotros, de no ser por la rápida intervención de un mauritano que casualmente pasó por allí.

Incluso habíamos tenido que repostar con la gasolina que llevábamos en bidones, para completar las largas distancias sin gasolineras.

Ahora, tras hacer noche en Nouadhibou, dejábamos atrás Mauritania y circulábamos por el Sáhara Occidental a trompicones, debido a los múltiples controles policiales que tenía aquella ruta en aquella época. Con varios viajes por Marruecos y el Sáhara a nuestras espaldas, íbamos prevenidos para estas paradas policiales, y por ello llevábamos fotocopias con la información personal que solían pedir, escritos en francés. De esta manera se agilizaban ligeramente las paradas.

A nuestra izquierda el Océano Atlántico Norte, a nuestra derecha la inmensidad del desierto del Sáhara, enfrente nuestro la ruta de regreso. En este tipo de viajes en el que se cruzan varios países, cada paso fronterizo es una complicación añadida, y en ese momento, aunque aún circulábamos por el Sáhara Occidental, tan solo nos quedaba cruzar la aduana de Marruecos a España, por eso nos sentíamos aliviados y confiados. ¿Qué más nos podía pasar?

Pues pasó algo más.

Levemente, de forma casi imperceptible el aire empezó a levantarse. A los pocos kilómetros, casi sin percatarnos, ya circulábamos por las rectas carreteras con las motos inclinadas hacia la derecha, para contrarrestar la fuerza que nos empujaba hacia el lado contrario. No contábamos con la fuerza de la naturaleza desatada, soplando con todas sus fuerzas y lanzándonos toda la arena del desierto. 

Sin detenernos e instintivamente, cerramos las cremalleras de la chaqueta y la pantalla del casco, a la vez que reducimos la velocidad ante el peligro evidente de caída por el viento. Recuerdo el ruido de la arena golpeando contra el casco, y la sensación de miedo a perder el control de la máquina. Aún con la pantalla totalmente cerrada, el viento y la arena se colaba por cualquier pequeña rendija que encontrara, obligándome a entornar los ojos hasta prácticamente cerrarlos. 

Durante una hora y media seguimos conduciendo bajo el azote de la tormenta de arena, hasta que por fin se fue y lo hizo de la misma manera que vino, lentamente y sin avisar. Cuando llegamos a Dakhla, la antigua Villa Cisneros, pudimos observar la huella que la arena había dejado de recuerdo en nuestras motos: la barra derecha de la suspensión delantera, la culata derecha del motor bóxer y las barras de protección limadas por la arena y la pantalla transparente con la mitad totalmente esmerilada.

Después, en la ducha de la pensión donde paramos a dormir, salió arena de todos los rincones de mi cuerpo, y cuando digo todos, me refiero a todos, no quiero entrar en detalles. Por suerte, uno de los amigos del grupo traía consigo colirio para los ojos, y gracias a él pudimos aliviar el escozor y enrojecimiento producido por la arena, aún con la pantalla del casco totalmente cerrada. Desde entonces siempre llevo conmigo unas cuantas monodosis de colirio.

A la hora de la cena, un muslo de pollo famélico y una coca cola caliente, acompañaron las risas comentando la experiencia, otra más a la saca.

ACE CAFE


Este mítico lugar de encuentro, referencia de los motoristas de Europa y del mundo entero, empezó en 1938 en la North Circular Road, cerca de Wembley, al noroeste de London, siendo una cafetería donde solían parar los camioneros, puesto que estaba cerca de la red de vías rápidas que circunvalan la capital del Reino Unido y que estaba abierto las 24 horas. No tardó en atraer también a los moteros, quienes hicieron de este tipo de establecimientos, los cafés de carretera, un lugar ideal para reunirse.

Un año después, en 1939, el local añadió a sus instalaciones una estación de servicio con gasolinera, zona de lavado y taller mecánico.

Sufrió graves daños durante la guerra, lo reconstruyeron y volvió a funcionar hasta 1969. Fue reabierto en el actual emplazamiento en el año 1997.

El Ace Café está íntimamente relacionado con la cultura de motos café racer, pues cuenta la leyenda que era costumbre poner un disco de la juke box, arrancar la moto, dar la vuelta a un circuito entre calles de la zona y volver al sitio de origen antes de que acabara la canción. 

Los jóvenes de los años 50 del siglo pasado, mejoraban las prestaciones de sus motocicletas, todas ellas producto de la industria británica de postguerra, a base de aligerarlas, ponerles semimanillares de carreras, o cúpulas con mejor aerodinámica, para conseguir más velocidad en las carreras entre cafeterías, de ahí el nombre de café racer.

Mark Wilsmore, el dueño actual del Ace Café, creó una franquicia de la marca, de la que hay diversos Ace Cafe repartidos por todo el mundo. Tengo la suerte de haber estado en tres ocasiones en el de London. También he visitado el de Luzern, y por supuesto el ahora ya desaparecido de Barcelona. Aparte de estos, hay uno en Orlando, USA, uno en Beijing, China, y otro en Lahti, Finlandia, y por supuesto no me importaría completar mi lista de Ace Café visitados.


Con el cierre del Ace Cafe de Barcelona, los moteros de esta ciudad y alrededores nos hemos quedado huérfanos de un lugar de encuentro emblemático, habrá que buscar una solución…

La subida imposible

La escena era deprimente: la moto de mi compañero sobre una mancha de aceite unos metros más arriba de donde estaba la mía, en un camino con mucha pendiente y enormes pedruscos sueltos que dificultaban la tracción de nuestras Royal Enfield 350 por aquella subida imposible. Pep sentado junto a su moto con la cabeza apoyada sobre las manos, Valerie sentada al otro lado. Yo junto a la mía tumbado en el suelo, intentando respirar para recobrar el resuello. Aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros.

Las pequeñas Royal Enfield 350 dieron la talla

Nos dirigíamos al reino de Mustang en Nepal, habíamos dormido en Lete, una pequeña aldea dentro del Área de Conservación del Annapurna, aunque lo de dormir es relativo, pues el frío intenso dentro de aquel austero refugio de paredes de fina chapa de madera, apenas me dejó conciliar el sueño. 

Según el mapa estábamos llegando al Kali Gandaki, el desfiladero más profundo de la tierra, de 5500 m. de desnivel, con el río del mismo nombre surcando el valle entre dos gigantes; el Daulaghiri de 8167 m. y el Annapurna de 8091 m. Nuestro objetivo era pisar el lugar sagrado de Muktinah, pero el hecho de poder circular con nuestras motos por esa maravilla de la geografía terrestre del Kali Gandaki, nos daba suficiente motivación para aguantar la dureza del viaje. Aunque aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros.

El kali Gandaki a nuestros pies

Esa mañana llevábamos algo más de dos horas sobre las motos, cruzando ríos desbordados con el agua cubriendo media rueda, circulando por barrizales y sorteando enormes piedras caídas en desprendimientos. Pep llevaba días fastidiado por una ciática que le atacaba la pierna derecha y cada vez que tenía que apoyar el pie en el suelo para equilibrar la marcha le dolía horrores. Le acompañaba su mujer Valerie, con lo que en su caso, era más arduo manejar la moto cargada por terreno difícil. 

Además, mis amigos Pep y Valerie habían estado haciendo un ruta por el Terai, la zona de jungla de Nepal fronteriza con India, y llevaban bastantes más kilómetros y días de viaje que yo, antes de que nos juntáramos en Pokhara, para iniciar el viaje a Mustang. O sea que encima cargaban con la impedimenta necesaria para más días de viaje y multiplicado por dos personas. Más peso que soportar en la pierna de Pep cada vez que la apoyaba en el suelo.

Aquella cuesta empinada estaba pudiendo con nosotros. 

Cuando por fin logré respirar como un ser humano, me incorporé, fui hasta la moto de mis compañeros y me detuve a buscar la procedencia del aceite del suelo. Con la cantidad de polvo y barro incrustado en el motor no pude ver el origen. Pep seguía en silencio y cabizbajo. 

            —¿Cómo estás Pep? —le pregunté.

            —Jodido. La ciática…

—Y esta subida no ayuda precisamente. 

—Creo que el aceite supura por las juntas del motor —dijo Pep —hace mucho calor a mediodía, y tanto rato en primera velocidad para subir esta maldita subida debe poner el aceite hirviendo.

Nos quedamos un rato más sentados en silencio. El calor, la deshidratación y el cansancio hacían mella en nuestro estado de ánimo. Unos metros más arriba, a un lado del camino había una pequeña choza, con una mujer cortando leña y una niña mirándonos con curiosidad. 

            —¿Qué hacemos Pep? —pregunté con un hilo de voz.

Sin soltar palabra Pep se levantó y empezó a remontar la cuesta a pie, lentamente, hasta desaparecer de nuestro campo de visión. El desánimo era tal que si Pep o Valerie hubieran tan sólo insinuado volver para atrás y cancelar el viaje, lo hubiera entendido perfectamente. De hecho, creo que en mi fuero interno casi lo deseaba.

Al rato vislumbramos a mi amigo bajando hacia nosotros. El rostro le había cambiado.

            —Quedan unos 50 o 60 metros de subida y después la pendiente se suaviza —nos informó —¿Seguimos?

Aquellas palabras fueron un soplo de aire fresco, un chute de adrenalina, la inyección de optimismo que necesitaba. 

Y vencimos a la subida.

Lo que vino después fue espectacular. Fueron días de disfrute de una de las mejores experiencias sobre dos ruedas que haya vivido nunca. El Kali Gandaki, la llegada a Jomsom, la subida a Muktinah. Y después volver dando un rodeo por Gorkha. Aún con alguna avería en las robustas Royal Enfield que pudimos reparar por nuestros medios, y algún que otro extravío por aldeas que ni aparecían en los mapas, logramos nuestro objetivo. En Muktinah nos abrazamos, saltamos de alegría y lloramos.

Reparando sobre la marcha

Me consta que la mayor parte del recorrido que hicimos en aquel viaje ahora está asfaltado, pero en aquella ocasión, después de varios días de andar medio perdidos por pistas y caminos de tierra, cuando por fin llegamos al asfalto, nos bajamos de las motos a besarlo.

Besando el asfalto después de días sin pisarlo

Debo admitir que de no ser por la valentía y determinación de mis compañeros de viaje, no habría llegado a Mustang. Gracias Valerie y Pep, por echarle el coraje que le echasteis.

¿NUNCA LLUEVE EN EL DESIERTO?

O al menos así reza el dicho popular, que como todos los dichos populares se fundamentan en una verdad, aunque no absoluta. Siempre hay una excepción que confirma la regla, y yo experimenté esa excepción en mis propias carnes.

Llevábamos ya muchos kilómetros sufriendo el calor de agosto viajando por el sur de Marruecos, circulando con la pantalla del casco abierta y todas las cremalleras de chaqueta y pantalón desabrochadas, buscando la mínima aireación que proporciona la marcha sobre la moto.

Era un viaje sin un objetivo definido, simplemente un par de amigos dando una vuelta en moto por el reino Alauita, con fecha de salida pero sin fecha de vuelta, por eso al llegar a Merzouga decidimos tomarnos unos días de descanso.

En ambientes moteros y viajeros, se había puesto de moda el alberge de Alí el Cojo, un personaje peculiar a quién a pesar de faltarle la pierna derecha, conduce por las dunas locales con una habilidad sorprendente cualquier vehículo todo terreno que caiga en sus manos. Pues bien, precisamente porque estaba de moda, no nos alojamos allí, sino en otra kasbah cercana. 

Al segundo día de disfrutar del dolce far niente, nos surgió la oportunidad de realizar una excursión por las dunas del Erg Chebbi en dromedario. Quizás por aburrimiento o porque en el fondo también somos turistas, por más que nos creamos viajeros/aventureros, aceptamos el ofrecimiento.

El Erg Chebbi es un mar de arena, pequeño en comparación con la inmensidad del Sahara, pero suficientemente grande como para tener la sensación de perderte en el desierto, cuando te adentras en él. Sus dunas ocupan una superficie de 22 kilómetros de largo por 5 de ancho, en los que solo hay arena y más arena. Aprovecho para recomendarte, si alguna vez visitas el lugar, que pases una noche al menos, durmiendo sobre la arena, lejos de kasbahs y albergues, sin techo y sin tienda, bajo las estrellas. Pocas veces me he sentido tan pequeño como la vez que yo lo hice. Aquella noche, una manta y un saco de dormir me bastaron para entrar en sintonía con el universo, en aquel vivac improvisado. Pero eso fue en otro viaje, muchos años antes.

El viaje del que te estoy hablando ahora, era mucho más prosaico, así que una vez ataviados con pantalón corto, camiseta, chanclas de goma y gafas de sol, nos montamos en los respectivos dromedarios, acompañados por el joven saharaui que hacía de guía. 

El chico apenas hablaba francés, así que en silencio y a paso lento nos fuimos alejando de las construcciones habitadas. El movimiento acompasado del animal, mecía mi cuerpo suavemente a derecha e izquierda, con tal cadencia que hacía que mi mente fluyera relajadamente. Hubo un momento en que casi llegué a desconectar el pensamiento. De repente una sensación conocida pero desubicada me trajo de nuevo a la plena conciencia, era una gota golpeándome el rostro.

¿Una gota en la cara? No es posible, pensé. Aunque geográficamente el Erg Chebbi no es el desierto del Sáhara, no deja de ser una zona desértica en la que nunca llueve. Después otra gota. Y otra más. Y después muchas más. ¿Nunca llueve en el desierto?

Mi compañero y yo nos miramos sorprendidos. El joven guía nos miró sonriendo, deshizo el turbante que llevaba en la cabeza y se lo volvió a poner de modo que le cubriera la cara, dejando tan solo una pequeña ranura en la tela por donde mirar, y seguimos avanzando. 

El cielo se oscureció apagando el fuerte brillo del sol, la lluvia se intensificó llegando a resultar molesta. Pero seguimos avanzando convencidos de que aquello era tan poco frecuente, que debería durar muy poco más. ¿Qué importaba mojarnos un poco? Incluso lo agradecíamos después de tanto calor en la carretera.

Al poco rato a la lluvia se le sumó el viento, de tal manera que los impactos de las gotas de agua en las zonas descubiertas del cuerpo, la cara, los brazos y las piernas, resultaban casi dolorosos. Decidimos parar a esperar que dejara de llover. El chico hizo que los dromedarios doblegaran las cuatro patas y se recostaran sobre su cuerpo, cuando estuvieron acostados los animales se puso en cuclillas muy pegado a uno de ellos, de manera que le hacía de paraviento. Nosotros le imitamos y nos arrodillamos junto al otro dromedario. La temperatura empezó a bajar.

Estábamos a la intemperie, en chanclas bajo una tormenta de lluvia y viento, con la poca ropa que llevábamos empapada, piel con piel con los dromedarios. Pasaron los minutos y mi sorpresa llegó al límite, cuando los golpes en mi piel dolían de verdad, y al observar que en la arena golpeaban pequeñas bolitas de hielo que se fundían en cuestión de segundos. ¡Estaba granizando!

El guía hizo levantar de nuevo a los animales y con gran rapidez y habilidad, desató las pequeñas sillas de montar y les despojó de las gruesas mantas que llevan entre la joroba y la silla. Nos ofreció una a nosotros y él se cubrió con la otra. 

La escena era cuanto menos curiosa, literalmente adosados entre nosotros y al animal, con una pesada y apestosa manta cubriendo nuestras cabezas, temblando de frío y esperando que dejara de granizar. 

Cuando empezaba a extenderse sobre la arena un ligero manto blanco, dejó de caer hielo del cielo y rápidamente se abrieron las nubes, dejando ver de nuevo el sol. En pocos minutos volvió el bochorno, ahora acrecentado por los vapores que desprendía la arena húmeda. El guía volvió a ensillar a los dromedarios, mientras repetía shukraan, shukraan, in sha allha, nos montamos en ellos y emprendimos el regreso.

En el trayecto de vuelta intentamos preguntarle al chico si la kafkiana e increíble tormenta que habíamos sufrido era algo habitual, pero nuestra ignorancia del idioma árabe y su desconocimiento del francés, hicieron imposible toda comunicación.

Llegando a nuestro albergue en cambio, sí que se hizo entender, y a su manera nos dijo que le acompañáramos a comprar alfombras a buen precio, al taller de su familia. Esas frases de “el taller de mi familia” y “alfombras a buen precio” la he escuchado tantas veces en tanta ocasiones que he viajado por Marruecos, que declinamos su invitación. 

Y es que ya teníamos cubierto el cupo de turistas por una buena temporada.

INVERNALES

No acostumbro a ir a concentraciones. No tengo nada en contra de ellas, pero por mi forma de entender la moto y la vida en general, me agobian las aglomeraciones y me siento más cómodo cuanto menos organizada esté la ruta.

Sin embargo hay algunas a las que sí me gusta ir, todas ellas en invierno. El Amotonamiento de la Penya Paddock en Ulldemolins, Tarragona, que dejó de realizarse en 2019; la Invernal de la Penya Paki Paya, de reciente creación en la provincia de Barcelona; la Reunión Invernal de Arguis del Moto Club Monrepós, desde 1974 en el embalse de Arguis, Huesca; o la famosa Elefantentreffen, a la que acudí en su edición 64 en 2020, en Loh/Solla, en la Baviera alemana, justamente hoy hace un año.

Todas ellas tienen en común el frío, las hogueras, el caldo caliente, la amistad y la camaradería que se respira. 

Recuerdo hace años en la reunión de Arguis, levantarme por la mañana y apartar con la mano la capa de hielo formado en la lona de la tienda de campaña, tras una gélida noche solo confortada por las risas de los amigos y compañeros, y jurarme a mí mismo: «¡no volveré más! ¡joder que frío!» 

Y al año siguiente, el fin de semana anterior a Navidad, allí volvía a estar, fiel a mi cita para encontrarme de nuevo a esos amigos y compañeros de distintos puntos de España, que solo nos veíamos en esa reunión. 

Aunque ya no hace el frío de años atrás, estas reuniones mantienen la esencia del viaje en moto en invierno: la conducción “a la defensiva”, el hielo traicionero en las curvas sombrías, la pantalla del casco empañada o los ojos llorosos por el hilo de aire que se cuela por el casco (elige una u otra opción, no hay punto intermedio), los dedos de las manos insensibles, los pies como cubitos de hielo, y al bajar de la moto tener el cuello y la espalda agarrotados por la tensión, tras horas de encoger el cuerpo por el frío. 

Al llegar al lugar de la concentración resulta imprescindible reunirse junto a la hoguera con un vaso de caldo caliente, escuchando las batallitas moteras de rigor, para de esta manera atemperar el cuerpo y el espíritu.

 Desgraciadamente en 2020 no hubo Reunión, como consecuencia de esta pandemia mundial de la Covid-19 que tanto ha condicionado nuestras vidas, pero me consuela haber acudido a la 46 edición, la última que se hizo en 2019, y además tengo la seguridad de que en 2021 podremos vernos de nuevo en la 47 Reunión Invernal de Arguis, el encuentro de motoristas más antiguo de España.