ROYALER@S

La verdad es que la temperatura no invitaba mucho a salir en moto, pero no podía rechazar la amable invitación que me había hecho días atrás Xevi, alma mater del grupo de Royal Enfield del Vallès, en la provincia de Barcelona. 

El punto de encuentro fue una conocida churrería de Sabadell, por lo que gracias a su chocolate caliente, alivió un poco el frío a los primeros en llegar. No hubo que esperar mucho, a la hora fijada éramos nueve motoristas, incluido una chica, dispuest@s a pasar una mañana de diversión rodando en moto. 

El frío no nos amedrenta

Después de los saludos y presentaciones de quienes todavía no nos conocíamos, arrancamos motores en dirección al Parc Natural de Sant Llorenç del Munt i l’Obac. En esta salida llevamos el catálogo de Royal Enfield prácticamente al completo: Sònia con su Himalayan 410, Carlos con la Interceptor 650, Ricard con su Classic 500, Carles con la Continental GT 650 y Xevi con su Bullet Trials 500, entre otras motos. 

Me coloqué el último de la fila, más que nada para poder observar a estas bonitas máquinas en su hábitat natural: las carreteras reviradas. 

Llegan las primeras curvas y las afrontamos a ritmo tranquilo, disfrutando del paisaje y del sonido de los escapes, se nota que estamos en el patio de recreo del grupo Royal Vallès, sus motos se desenvuelven con naturalidad en el parque de Sant Llorenç.

Las motos al sol de invierno

Royal Enfield es la marca de motos que lleva más años de producción ininterrumpida, desde 1901 en que fabricaron la primera motocicleta, no han dejado de fabricar hasta la fecha. Anteriormente fabricaba para la industria armamentística, en 1893 inventaron el lema que todavía hoy luce en sus motos: made like a gun (hecha como una arma). La empresa empezó produciendo en Inglaterra para más tarde abrir otra factoría en India, donde sigue la producción actual.

Vamos ascendiendo por el Parc Natural, pasamos por tramos sombríos y en mi moto se enciende el indicador de riesgo de hielo, hay que trazar con cuidado y frenar con antelación. Al llegar a la parte más alta, son casi las once de la mañana y el termómetro marca 0 grados. Es lo que tiene salir a rodar en plena ola de frío, pero nada detiene a este grupo de entusiastas moter@s seguidores de la marca británica.

0 grados, ni frío ni calor

Personalmente nunca he tenido una Royal Enfield, no obstante tengo un poco de experiencia con una Bullet, fue la moto que me llevó en un periplo por Nepal. Guardo un gran recuerdo de aquella moto y de aquel viaje, en el que recorrí el valle de Kathmandú y ascendímos hasta el reino de Mustang. Durante cerca de quince días la pequeña 350 fue mi infatigable compañera, que me llevó sin desfallecer por carreteras rotas y pistas embarradas, cruzando cauces de río y puentes de madera y con la seguridad de que cualquier contratiempo mecánico, lo habrían podido solventar en la primera aldea en la que hubiera un mecánico con una martillo y una llave inglesa.

La ruta con los chic@s de Royal Enfield del Vallès pasa por Monistrol de Calders, donde hacemos una parada técnica para reponer fuerzas. Entre risas y anécdotas y con un buen desayuno a la mesa, conseguimos olvidar el frío pasado. 

Que no falte un buen almuerzo

Para terminar la salida, volvemos haciendo alguna que otra parada para tomar fotos de las motos. Las Royals son bonitas y fotogénicas, y poseen una belleza atemporal que hace que estéticamente gusten a casi todo el mundo. 

Recientemente la firma británica ha comunicado el fin de la fabricación de la Bullet, victima de las normas medioambientales europeas. En concreto la Euro 5 ha acabado con la motocicleta más antigua del mundo en producción continua, ya que empezó en 1932. Más adelante le seguirá el modelo Classic.

Variedad de modelos

Cuando llego a casa y aparco mi moto pienso que no me importaría tener una Royal en el garaje. Muchas gracias chic@s por dejarme participar de tan selecto grupo. Nos vemos en la próxima.

PROCRASTINACIÓN

Cuando conectó el portátil y abrió el correo electrónico, un vistazo en diagonal le bastó para ver que todos eran correos habituales: del banco, la biblioteca o el gimnasio, seguramente informándole de algún recibo pendiente, una novedad editorial o el cambio de horario de apertura. Todo muy normal. Al final de los nuevos mensajes del buzón de entrada, había uno en el que el asunto ponía “Hola”, cuando vio el remitente se quedó helada.

El correo lo enviaba Toño Gil Fernández, su marido, fallecido hacía un año y medio.

El corazón le dio un vuelco.

Su primer impulso fue abrir el correo para leerlo, pero inmediatamente pensó que debía ser un error, y recordó el peligro de correos maliciosos y virus informáticos. 

No lo abrió.

Se quedó unos instantes pensativa, decidió que tenía que borrarlo.

Sin embargo algo en su interior le impedía hacerlo, como si eliminar un correo electrónico de la bandeja de entrada, fuera un acto en contra de la memoria de su marido. 

No lo borró.

Entonces cerró el portátil, dejando para más adelante la decisión sobre que hacer con el misterioso email. Se termino el café con leche todavía humeante, el primero del día, se puso el abrigó, cogió el bolso y salió de casa para ir al trabajo.

Cuando el convoy del metro al que debía subir llegó al andén, miró el reloj casi automáticamente: las ocho y veinte, cinco minutos más tarde de lo habitual. Sin duda la llegada del mail la había entretenido más de la cuenta.

Se había acostumbrado a ir en metro a todas partes. Desde aquel fatídico día del accidente, le había cogido un miedo atroz a conducir. Las estaciones de metro se sucedían mientras escuchaba música con los auriculares puestos, aún así sabía en todo momento, en que tramo del trayecto estaba, sin tener que mirar el nombre de la estación.

Pero esta vez era distinto. La idea del correo electrónico con el nombre de su difunto marido en el ordenador de casa, le martilleaba el cerebro. Estaba tan absorta en ese pensamiento, que hasta en tres ocasiones se sobresalto y tuvo que mirar el letrero luminoso anunciando la próxima parada.

Sentada en su mesa de la oficina de la agencia de publicidad, en la planta dieciocho del edificio, podía ver gran parte de la ciudad, y si estiraba un poco el cuello por encima de la pantalla del ordenador del trabajo, alcanzaba a ver un trocito de mar. Sobre la mesa un teclado y una pantalla, a la izquierda un montón de carpetas con los nombres de distintas campañas, a la derecha en un lugar destacado, una foto de Toño y ella. Cada vez que la miraba se acordaba de lo felices que eran en ese viaje a Córcega. El viaje de bodas, tres veranos atrás.

Como cada mañana introdujo la contraseña en el ordenador y entró en el sistema informático de la empresa. De forma automática se descargaron los emails de la empresa. Aunque desde el trabajo podía conectarse a internet y consultar su correo particular, no lo hacía nunca. Tenía muy claro que no debía mezclar lo profesional con lo privado. Pero al ver los mails laborales estuvo tentada de buscar el extraño correo recibido en la mañana. 

No lo hizo.

Las horas en la oficina transcurrían con la pesada losa de la duda, ¿qué contendrá el email de Toño? Y seguía preguntándose si abrirlo o borrarlo directamente. Todavía no se decidía a tomar una decisión.

No le contó a nadie sus pensamientos. Desde que aquel coche se saltó el semáforo en rojo y le arrebató a su marido, dejándola a ella con vida, se había vuelto mucho más reservada. 

Sabía de los mails trampa, había leído en algún sitio que eran correos que si los abrías, se descargaba un programa malicioso en tu ordenador y podía robarte datos bancarios o bloquearte el ordenador.

«Lo más probable es que alguien haya hackeado la cuenta de correo de Toño, en desuso desde su muerte, enviando correos a todos sus contactos con algún archivo infectado» pensó.  

A la hora del descanso para comer, tenía bastante claro que en su portátil había un mail potencialmente peligroso que tendría que borrar. En cuanto volviera a la oficina lo borraría.

No lo hizo.

Como cada tarde a la vuelta de la comida, la calma reinaba el ambiente de la oficina. Durante un rato dejaban de oírse teléfonos sonando, impresoras publicando notas de prensa o fotocopiadoras escupiendo dinA4. Entonces, luchando contra el sopor habitual a esa hora, una idea cruzó su mente: ¿Y si hubiera alguna posibilidad de que realmente Toño quisiera contactar con ella?

No era posible, lo sabía. ¡Pero es que se querían tanto! Hasta aquella noche que un conductor les embistió. Toño pasó tres días en coma, hasta que los médicos no pudieron hacer nada por mantenerlo con vida. Ella en cambió salió con una pierna fracturada, físicamente viva, pero anímicamente muerta.

Por otro lado sentía temor de que pudiera ser verdad. Todo eso del más allá, los espíritus y el esoterismo, le producía respeto, por no decir miedo. 

Poco a poco se fue instalando en su mente la idea de que Toño quería contactar con ella, y al acabar la jornada laboral, le apremiaba llegar a casa y leer el email.

Al salir de la estación de metro cercana a casa, el otoño empezaba a extender la noche sobre la ciudad. Cuando llegó al piso ya había oscurecido totalmente, y como cada día al entrar, se sentía molesta y triste a la vez.

Desde que se quedó viuda aquella primavera, un año y medio atrás, cada vez que llegaba a casa sentía rabia. Y maldecía al destino por no llevársela también a ella.

Dejó el móvil en la mesita de noche y se cambió de ropa para estar más cómoda, recordó el mail, y volvió a dudar. Pensó que no estaba segura y que más tarde decidiría qué hacer con él.

No tenía ganas de cocinar, se preparó un tazón de chocolate caliente y se lo tomó en la cocina. Entre sorbo y sorbo, le venían pensamientos negativos, en su cabeza se reproducían recuerdos visuales de relatos de terror y películas de fantasmas.

En ese momento la idea del correo de su marido empezó a parecerle más inquietante que romántica. 

De pie en el fregadero, mientras lavaba el tazón y la cuchara, sintió una brisa de aire a su espalda. Como si alguien le soplara en la nuca. Instintivamente se giró y no vio a nadie, sin embargo notaba algo extraño, una presencia desconocida.

Un escalofrío recorrió su espalda. Se apresuró a secarse las manos y aceleró el paso hasta el dormitorio. Se metió en la cama con la colcha tapándola hasta la nariz.

Sabía que era una actitud infantil, pero no podía evitarlo. 

Conectó el televisor del dormitorio, pasaron los minutos y se fue relajando. Poco a poco el sueño la venció y finalmente se durmió. La despertó el timbre del móvil sonando. Lo cogió con los ojos medio cerrados, miró la pantalla y aterrorizada leyó la llamada entrante: Toño.

La cueva de David

¡Algún día tienes que venir a ver las motos de mi cueva! 

Lo que en principio me pareció una de esas propuestas más o menos informales, tipo: ¡a ver si quedamos! ¡tenemos que tomar un café! o ¡a la próxima invito yo!, empezó a tomar fuerza cuando mi amigo David la repitió en diversas ocasiones. A partir de ese momento empecé a cuadrar agendas para realizar esa visita. La verdad es que no me costó demasiado, teniendo en cuenta que David vive en la comarca del Priorat, lo que implica circular por carreteras reviradas de verdad y con paisajes de vértigo. 

El día acordado fue un martes de invierno, y en esta ocasión me acompañaría un buen amigo. Puesto que él vive en otra ciudad, buscamos un punto intermedio para encontrarnos y a partir de allí adentrarnos juntos en las montañas de Prades y llegar al Priorat. 

En los dominios de David

Después de muchas curvas, algunas peligrosamente húmedas, llegamos a casa de David casi a mediodía. Nos abrió la verja para dejar las motos y nos dió un cálido recibimiento. Después nos enseñó el jardín, el huerto, la casa y su entorno, pero en eso no voy a entretenerme demasiado. Lo bueno fue lo que nos enseñó después.

Nos hizo pasar por la parte exterior trasera de la casa, para bajar por una rampa hasta una puerta de madera. Al abrir dicha puerta accedimos a su cueva.

Una parte de la cueva

Llamarla cueva es un eufemismo que David emplea, una muestra más de su humildad y honestidad. Lo que hay allí dentro es un santuario, una pequeña colección, incluso diría mejor que un museo, porque cada una de las siete motos que actualmente posee, las ha restaurado él mismo, están en perfecto estado, en orden de marcha y con todos los impuestos y seguros al día, arrancándolas y circulando con ellas constantemente.

La flota de David

Pero lo que más me llama la atención es una pequeña Moto Guzzi Hispania 65 cc., del año 1959, básicamente por que cuando la recogió para restaurar, me enseño las fotos de su estado. Simplemente impresionante.

Estado en el que estaba la pequeña Moto Guzzi
La misma moto durante el proceso ¡parece otra!

David lo hace absolutamente todo, tanto del motor como del chasis y carrocería: desmontar, reparar, sustituir, arenar, imprimar, pintar, tapizar y volver a montar. Trabaja con una meticulosidad de cirujano, tiene todos los libros de taller de sus motos, les hace el mantenimiento correspondiente siguiendo las indicaciones de fábrica y muy a menudo ha tenido que manufacturar él mismo alguna herramienta para extraer cojinetes o desmontar embragues. Y además realiza piezas en fibra de carbono, con un ingenioso sistema que no precisa horno autoclave.

Hasta el último detalle del mantenimiento, queda apuntado en la pizarra.

Nos habla con amor de cada una de sus motos, sus niñas mimadas. La Ossa 250 E73, del año 1974; la Suzuki GSX 550 del año 1984; la Vespa Primavera 75 de 1979; la Honda NSR 125 de 1990; la Montesa Cota 349 de 1981; la Honda Dominator de 1992 y la BMW R65 LS café racer de 1982. De cada una de ellas nos explica detalles técnicos que sorprenderían al más experto, y en cada dato que da rezuma sabiduría y conocimientos. 

Ossa 250 E73, de 1974
Montesa Cota 349, de 1981

Admito que me gustan todas las motos, o casi todas, pero las clásicas y oldtimer me tienen enamorado, probablemente porque muchas de ellas las vi rodando en mi juventud. Por eso estando aquí dentro, en el santuario de David, me emociono tanto y empiezo a fotografiar hasta el mínimo detalle. 

Piezas pintadas por David de una Bultaco Junior

Un buen rato después, salimos del inmaculado taller, y aún con la boca abierta de admiración, David nos guía por las carreteras de su vecindad, cruzando el pantano de Ciurana, por una carretera que los días laborables está abierta a la circulación y los fines de semana la cierran al tráfico. Conoce todas las carreteras, caminos y senderos de su territorio, y por supuesto, los buenos sitios para comer. 

Excelente cordero de la zona

Nos llevó a un restaurante junto a la riba del pantano, donde entre charla y anécdotas moteras, disfrutamos de la comida de la zona. Al acabar nos despedimos, agradeciéndole que nos permitiera conocer su santuario. 

BMW R65 LS café racer, de 1982

Así es David, amante de las motos, gran mecánico, buen anfitrión y sobretodo excelente persona.

El último “pas de barca”

Aquel fin de semana estaba gafado. Mi moto se paraba en cualquier momento sin motivo aparente y después le costaba mucho arrancar. Habíamos recorrido los Ports de Besseit y salir del congosto de La Fontcalda me costó una eternidad, al tener que verificar en cada parada del motor, las bujías, las conexiones de gasolina o los bornes de la batería de la Honda CBR 600 F, sin encontrar el fallo. 

La Honda Pepsi, como era conocida la moto por su combinación de colores blanco, azul y rojo, me tenía amargado. 

Era el verano de 1995 y en esa época del siglo pasado, todavía no había teléfonos móviles ni asistencia en viaje. Unas veces tocaba empujar la moto y engranar una marcha para arrancarla por inercia, y otras simplemente insistir presionando el botón de arranque hasta que el motor volvía a la vida. 

No había una explicación o al menos yo no alcanzaba a comprenderla y por eso la preocupación se instaló en mis pensamientos, impidiéndome disfrutar de la ruta en moto. 

Hasta que llegamos a Miravet para cruzar el Ebro en uno de sus pasos de barca. En ese momento, ante semejante ingenio del hombre se desvanecieron mis preocupaciones.

Lo que tenía ante mí flotando sobre el río, eran dos viejos llauds, unidos por su cubierta con una plataforma de carga, con el nombre de Isaac Peral escrito en su casco. El artilugio no tenía motor, ni vela, ni remos, sino que utilizaba la misma corriente del agua para cruzar de una orilla a otra. Simplemente cambiando la dirección del timón, conseguía que se desplazara hacia una riba o hacia la otra, enganchado con un cable a una línea de vida que uniendo las dos orillas, impedía que la barcaza se fuera río abajo empujada por la corriente. 

La simplicidad del diseño para cruzar el cauce me causó tal sosiego, que por unos momentos hizo que me olvidara de motores, bujías y gasolina, y de los problemas que aquejaban a mi moto. 

Tres coches y cinco motos, con sus conductores y acompañantes, formábamos la carga de la barcaza. El barquero era un tipo enjuto vestido con una chupa negra de cuero y lucía una larga cabellera, tenía más aspecto de cantante de heavy metal que de patrón de embarcación, sin embargo se manejaba con una desenvoltura que solo la experiencia acumulada le podía haber dado. Soltó las cadenas que amarraban la embarcación al pequeño muelle, giró totalmente los timones de la nave y esta empezó a moverse lentamente. La travesía apenas duró veinte minutos, marcados por la calma y el murmullo del agua pasando bajo el casco. Al llegar a la otra orilla los vehículos transportados arrancaron de nuevo sus motores. Excepto mi moto, que tuve que sacarla empujando por la rampa de cemento, con la ayuda de otros pasajeros.

Veinticinco años después he vuelto a montarme en el Isaac Peral. 

Rodando por la provincia de Tarragona un lunes del mes de diciembre, hemos trazado una ruta que nos permitiera llegar a Miravet a tiempo de embarcar en el pas de barca, ja que durante el invierno solo funciona hasta la puesta de sol. 

El río Ebro a su paso por Miravet
El río Ebro a su paso por Miravet

Mi compañero de ruta y yo tenemos el privilegio de ser los únicos pasajeros que a esta hora de la tarde nos embarcamos en la pareja de llauds que cruza el Ebro. 

En cuanto la rueda delantera de mi moto ha pisado la tarima de madera de la plataforma flotante, he tenido la sensación de que se había parado el tiempo. Las misma estructura con dos cascos de barca, las misma cadenas a modo de amarras, los mismos tablones de madera a modo de cubierta, el mismo sistema de timonear, el mismo discurrir sobre el agua, el mismo silencio, la misma paz que veinticinco años atrás. 

Lo único que ha cambiado es el barquero.

El patrón actual del Isaac Peral, es un afable señor al que le gusta su trabajo y conoce el río como nadie, y al que le gusta charlar, a juzgar por la buena conversación que mantenemos. 

Nos cuenta detalles como que la barcaza tiene ya setenta y cinco años de uso, que aunque hay otros pasos de barca en Flix y en García, este de Miravet es el único que se mueve exclusivamente con la fuerza del agua, por lo que para él es el último pas de barca auténtico en funcionamiento, que antiguamente los barqueros eran vecinos de la zona que conocían el río y en cambio ahora para patronear en el río es necesario el PAC, título de Patrón de Aguas Continentales. 

También nos da una charla medioambiental sobre la proliferación del siluro, el pez invasor que ha acabado prácticamente con los barbos y otras especies, o el efecto de las depuradoras en el río, que al mantener el agua más limpia, permite que los rayos de luz penetren más profundamente, por lo que se desarrollan más las algas del lecho, provocando un desequilibrio ecológico.

Las motos sobre el Isaac Peral

Con esta agradable cháchara llegamos a la otra orilla, tras pagar al barquero los cinco euros del billete, entre las dos motos y sus ocupantes, nos despedimos de él agradeciéndole el buen rato pasado y proseguimos nuestra ruta, pronto va a anochecer y tenemos que llegar a nuestro alojamiento. 

A estas alturas del relato quizás te estarás preguntando que pasó con mi Honda CBR Pepsi, y cómo logré salir del Ebro aquel verano de 1995. 

Mejor te lo cuento en otra ocasión…

Sertshang, el orfanato de Kathmandu

Cada vez que piso el aeropuerto de Kathmandu noto una intensa vibración en el alma que me llena el espíritu de una paz y una alegría que solo soy capaz de sentir allí.

Quizás por eso necesito tanto volver a Nepal. Allí tengo amigos a los que intento visitar cada vez que voy, con los que nos comunicamos a menudo por WhatsApp, yo les felicito por su Thiar, o les deseo un feliz Dashain, y ellos me felicitan en Navidad.

Últimamente tengo un motivo más que me empuja a ir a Kathmandu. Desde que conocí el orfanato de Sertshang, a sus niñ@s y a la gente que lo dirige, siento el impulso de ayudarles de alguna manera. 

Sertshang Orphanage Home
Sertshang Orphanage Home

Situado en el barrio de Swayambhu, el Sertshang Orphanage Home cuenta con cerca de setenta chicas y chicos de distintas edades y procedencia, con una triste historia detrás. Algunos son huérfanos, muchos de ellos como consecuencia del terremoto del 25 de abril de 2015. Otros están allí porque sus padres eran tan pobres que no podían mantenerlos y, literalmente, los entregaron al centro. Pero a pesar de todo, la alegría aflora en cada rincón del orfanato. 

La relación entre los chicos es la de hermanos que se quieren, los mayores siempre cuidando de los más pequeños y dándose unos a otros el afecto y cariño que no tenían fuera de la casa. Entre todos se organizan para las tareas diarias, como servir las comidas y recoger los platos, u ordenar las habitaciones.

Por la mañana los más pequeños van a la escuela primaria y los mayores al equivalente de nuestra escuela secundaria, por las tardes juegan, cantan y estudian compartiendo espacios comunes. 

En este punto quiero contarte de qué manera se financia, en parte, el orfanato. Cuando las chicas y chicos acaban la escuela superior, tienen que dejar el centro. Entonces, si así lo quieren ellos, Sertshang les forma, asesora y financia para montar un negocio o microempresa, con el compromiso de que durante los primeros años tendrán que devolver el dinero que se les prestó, y que en caso de haber beneficios, una parte de los mismos será para el orfanato. 

De este modo, actualmente hay una guesthouse, una pastelería y cafetería, una plantación de café, un taller de barritas de incienso y un taller de pulseras, entre otros, totalmente gestionados por chic@s que pasaron por el orfanato, que emplea a jóvenes y a su vez produce unos mínimos ingresos para continuar dando cobijo a los que siguen en el orfanato. El propósito de Sertshang Orphanage Home, es formar una nueva generación de buenos y formados ciudadanos nepalíes.

Methok y Muna
Methok y Muna

El orfanato está dirigido por la eficiente Methok, una joven tibetana, cuya historia vital es de las más duras que he conocido. Siendo muy niña y tras perder a ambos progenitores, huyó de las difíciles condiciones de su aldea natal en Tibet, cruzando el Himalaya a pie, prácticamente llevando a cuestas a su hermano pequeño, hasta llegar a Nepal. Fue un viaje durísimo que daría para escribir una novela épica. Cuando la ves interactuando con las niñas y niños de la casa, te das cuenta de que les hace sentirse queridos.

A cargo de la Sathi guesthouse, la pequeña casa de huéspedes cercana al orfanato, está Muna, la menuda y sonriente chica que se ocupa que no les falte de nada a quienes se alojan allí.

Y como esto de ayudar en el fondo es un acto de egoísmo, porque hace que uno se sienta bien, reconozco que a mi me llena cuando vuelvo al orfanato meses después, y veo a los peques que casi no se tenían en pie, como van creciendo y se vuelven más sonrientes, o cuando hablo con Tsering Choron, que la acogieron siendo una niñita de pocos meses de edad, proveniente de las montañas de Khumbu, y me explica que ha venido por vacaciones desde China, donde está cursando el último curso de medicina. Grandes triunfos de las gentes del Sertshang Orphanage Home.

En estas fechas navideñas tan proclives a celebraciones en familia, me acuerdo mucho de mis amigos de Nepal. Con la pandemia mundial del Covid, no he podido visitarles durante todo el 2020. El pequeño país del Himalaya vive prácticamente del turismo, por lo que la crisis sanitaria les ha golpeado también económicamente. Sé que en el orfanato lo están pasando mal, pero resisten y se apoyan unos a otros. 

Yo por mi parte, egoísta como soy, en cuanto pueda les volveré a visitar para sentirme bien.

Sertshang Orphanage Home
Sertshang Orphanage Home

El casco amarillo

Por el rabillo del ojo veo un casco amarillo que se aproxima peligrosamente por mi izquierda, inmediatamente me doy cuenta que se trata de mi compañero. 

Ha acercado su moto hasta ponerse en paralelo a mí y empieza a agitar la mano derecha, indicándome que pare. 

En cuanto veo un arcén más o menos seguro me detengo.

—Me estoy quedando sin gasolina.


—¿Y cómo no me avisas antes? —le pregunto.


—Cuando hemos pasado la última gasolinera he tocado el claxon para avisarte, pero no me has oído. Y de eso hace muchos kilómetros.

—¿Cuánta autonomía te queda?

—Según el indicador digital tan sólo ocho kilómetros.

—Déjame consultar a San Google, a ver dónde está la gasolinera más cercana.

En las carreteras que unen las comarcas del Baix Penedès y el Alt Camp hay poco tráfico, y menos aún un día laborable de invierno. Aún así, pasa un vehículo en sentido contrario al nuestro y se detiene al vernos junto al arcén.

—¿Tenéis algún problema? —nos pregunta su amable conductora.

—Me queda poca gasolina y estamos mirando en el móvil cual es la gasolinera más cercana –explica mi compañero.

—Vaya, pues por aquí no hay muchas. ¿Hacia dónde vais?

—Vamos en dirección a Valls.

—Pues habéis pasado de largo la más cercana, la siguiente en la dirección que vais está a catorce kilómetros.

Tras agradecerle el interés a la señora, se va dejándonos con la duda de si volver para atrás hasta la gasolinera más cercana, o continuar hacia adelante.

Nos decidimos a seguir nuestra ruta.

—Tú ves tirando y si te acaba, yo me llegaré hasta la gasolinera a comprar un par de litros. Llevo gasolina de sobras –digo, convenciendo a mi amigo.

—Vale, iré circulando despacio.

En eso ya no estoy tan seguro. En situaciones como esta, con poco carburante en el depósito, siempre me entra la duda: ¿Qué es mejor, circular lentamente para que la moto consuma menos carburante y llegar más lejos con el que queda? ¿O conducir más rápido para recorrer antes los kilómetros que quedan hasta el repostaje, pero consumiendo más?

Mi compañero opta por la segunda opción, pues cada vez veo más distanciado ese casco amarillo, circulando por delante de mí.

Conduciendo con la tensión de la incógnita, me acuerdo de circunstancias vividas años atrás, en las que yo, o algún compañero, nos hemos quedado sin gasolina, la avería del pobre la llaman. En épocas pasadas, cuando las motos llevaban un tubito de goma, desde el depósito de gasolina hasta los carburadores fácilmente accesible desde el exterior, bastaba con desconectar dicho tubo por su parte inferior, introducirlo en cualquier botella vacía o recipiente que encontráramos y así obtener uno o dos litros para continuar. Incluso recuerdo una anécdota en la que al no encontrar ninguna botella, simplemente desmontamos el depósito de la moto “seca” y lo colocamos debajo del tubito de la moto donante. Con un par de herramientas bastaba para soltar los tres o cuatro tornillos necesarios.

Con las motos actuales, entre la electrónica y los sistemas de inyección eso es imposible, al menos para mí.

Por suerte, la BMW R Nine T Scrambler de mi amigo, nos ha permitido recorrer más kilómetros de los ocho que anunciaba, y conseguimos llegar hasta la estación de servicio sin mayor contratiempo.

Dejamos atrás Valls y continuamos ascendiendo por las espectaculares carreteras de las Muntanyes de Prades.

En esta ocasión me acompaña mi amigo Pigio, mejor dicho, yo le acompaño a él. O al menos lo intento, porque cuando se le cruza el gen competidor, tengo que esforzarme mucho para no perder de vista ese casco amarillo. 

Se suceden curvas de primera velocidad y curvas que invitan a inclinar la moto a cuchillo, con tramos rectos tan cortos que apenas da tiempo de subir una marcha, para inmediatamente volver a bajar dos y frenar con ganas.

Entramos en el Priorat y a la espectacularidad de la carretera, se le añade la belleza del paisaje, con la estrecha cinta de asfalto pasando entre terrazas de viñedos. Y llegamos a Escaladei. El impresionante monasterio, con más de 900 años de antigüedad, fue la primera cartuja construida en la península ibérica.

Después de un breve descanso en este histórico emplazamiento, proseguimos con nuestra borrachera de curvas, siempre a la zaga de Pigio, gran conocedor de la zona.

Al final de la jornada, me despido de mi amigo y pienso que la ruta de hoy nos ha brindado emoción, belleza, tensión y compañerismo. Y sobre todo ganas de vivir. 

Cuando miro por el retrovisor y veo ese casco amarillo alejándose, me pregunto: ¿para cuándo la próxima?

¿Dónde vas con esa moto vieja?

Esa es la pregunta que me hacen algunos (pocos), cuando me ven circulando con mi Yamaha RD 350 del año 1989, pero debo admitir que la mayoría de moter@s la observan con curiosidad, y en más de un semáforo me dicen alguna palabra de admiración al verla.

Pero ¿porqué esa moto? Una moto que hay que arrancar por las mañanas dando patadas con la pierna como un karateka, que no le basta con la gasolina en el depósito, sino que hay que añadirle aceite al combustible, que no tiene ABS, ni horquilla invertida, ni puños calefactables, ni modos de conducción, que hay ciclomotores con las ruedas más anchas que las que lleva, que tiene unos frenos ridículos para los 63 cv que desarrolla.

La respuesta es: por eso, por todo eso.

Por el jadeo bajo el casco, soltando coces hasta que el motor cobra vida; por el característico ruidito metálico del escape en las motos de 2 tiempos; por el aroma inolvidable de la gasolina combustionando, mezclada con aceite en los carburadores; por la sonrisa tonta que se me pone cuando acelero y se abren las válvulas YPVS y el motor sube hasta 8000 rpm. alcanzando una velocidad importante en poco tiempo; por la cara de circunstancias que me queda después de apretar a muerte todas las palancas de freno para no salirme en la siguiente curva.

Pero sobre todo, porque es hermosa.